miércoles, 23 de mayo de 2007

Capítulo 12: Despedida

Finalmente Damián ha tomado una decisión y debe comunicársela a Juan Diego. ¿Qué dirá él al enterarse?

Al salir de la escuela, los Amigos del Misterio se dirigieron a la casa de Juan Diego, acompañando a Damián, quien quería devolverle aquel pañuelo especial y comunicarle frente a frente la decisión que había tomado.
Al llegar hallaron la casa en absoluto silencio y quietud y notaron algo extraño en el ambiente que no supieron explicar, como una sensación de vacío y de alivio al mismo tiempo. Tocaron el timbre, pero nadie salió a atenderlos. Entonces se dieron cuenta de que la puerta de rejas estaba sin llave y decidieron pasar al interior del jardín.
Golpearon la madera de la puerta de entrada con los nudillos y esperaron, pero fue en vano. No parecía haber nadie dentro.
Unos segundos después, Mauricio descubrió que una de las ventanas del comedor estaba sin traba y los llamó.
—Chicos, entremos a ver. No sea cosa que les haya ocurrido algo y nadie se de cuenta.
Los amigos aceptaron la idea y de a uno se fueron introduciendo dentro de la casa. Una vez dentro les sorprendió ver todo extrañamente vacío. Las paredes estaban desnudas y no había señales del gran tapiz que colgaba en el fondo de la sala, ni de los cuadros y platos decorados. Tampoco se veía silla alguna ni muebles, a excepción de la alacena de la cocina.
—¿Se fueron? —se preguntó Damián—. ¿Tan rápido?
Caminaron por la casa, buscando algún rastro de su presencia y no hallaron nada, hasta que ingresaron en el dormitorio de Juan Diego. Allí adentro, el único mueble que había era la cama, sin cobijas, y la mesa de noche; y sobre ésta, descansaba un sobre blanco que decía, con letras grandes: “Para los Amigos del Misterio”.
Damián lo agarró y estuvo a punto de abrirlo, pero lo pensó mejor y se lo pasó a su amigo Mauricio. Él, sin dudar, lo abrió con facilidad, ya que no estaba pegado, y extrajo de su interior unas hojas de cuaderno escritas con letra prolija.
—Leelas en voz alta, Mauri. —dijo Damián.
Mauricio se aclaró la garganta y comenzó lentamente. La carta decía:
—“Amigos del Misterio, me alegra mucho que estén reunidos leyendo esta carta, porque aquí quiero dejarles unas cuantas respuestas a todos ustedes.”
»“En primer lugar, y dirigido especialmente a David, decirle que no soy ni fui nunca un fantasma. Este es un punto que quiero que quede bien en claro, porque a mí tampoco me gustaron nunca los fantasmas.”
David abrió los ojos y todos lo miraron con reproche.
—“En segundo lugar, dirigido a Mauricio, le quiero pedir disculpas por haberlo asustado aquella tarde que nos conocimos y haber generado desconfianza en él, y luego, en todos ustedes. Me hubiera gustado mucho que nos hubiéramos conocido de otra forma, aunque eso hubiera implicado que jamás se crearan los Amigos del Misterio, ni viviéramos las aventuras tan entretenidas que vivimos. ¡Ah!, déjenme aclarar que digo vivimos porque, desde la distancia y utilizando el pañuelo que ahora tiene Damián en sus manos, pude compartir con ustedes todos los pasos de la investigación que me realizaron. Les juro que jamás me divertí tanto.”
»“A Mariana quiero expresarle todo mi agradecimiento por su espontánea decisión de ayudarme cuando todos los demás me dieron vuelta la cara y se rieron de mí. Descubrí en vos una persona muy valiosa y buena y creí que podríamos llegar a ser amigos, pero, lamentablemente, lo único que conseguí es ponerte en ridículo y hacerte pelear con los tuyos. Lamento mucho que esto haya pasado y hayas sufrido tantas burlas injustificadas y tantos maltratos."
»“Me alivia un poco saber que Damián está con vos, que siempre te cuidará y te querrá. Él es un buen chico y será un compañero ideal.”
»“También quiero dejar unas palabras a Guadalupe, con quien tuve poco contacto, pero con quien más me podía sentir identificado. Quiero decirte que yo sé muy bien lo que significa tener padres separados y padrastros que poco nos entienden, y que deseo que vos puedas lograr lo que yo no tuve la suerte de alcanzar: el cariño y la atención necesaria de parte de ellos.”
»“Algo que podría serte útil es demostrarles sinceridad e ir siempre de frente.”
»“Mucha suerte en tu vida.”
»“Finalmente, pensando en vos, Damián, quiero decirte que no puedo dejar de admirarte por la decisión que tomaste. El camino lento es una manera de ingresar en el mundo de los misterios y descubrirlos, pero principalmente apunta a alcanzar la felicidad, y vos ya la habías alcanzado, siempre la tuviste contigo. No te hace falta, por lo tanto, emprender un viaje que, finalmente, te conducirá al mismo sitio donde estás ahora. Tu camino a la libertad son tus amigos y tu familia y eso es algo que yo te envidio sanamente. El cariño que me brindaste en el poco tiempo de amistad que compartimos me hizo descubrir cuán importante es tener amigos.”
Una lágrima escurridiza rodó por la mejilla de Damián al escuchar estas palabras y no se preocupó en secarla. No tenía vergüenza de que lo vieran llorar la pérdida de un amigo.
Mauricio pasó a la siguiente hoja y continuó:
—“Te aclaro que mi decisión de mudarme tan repentinamente ya la había tomado un tiempo atrás, porque supe que vos decidirías esto y no quise continuar siendo un obstáculo con tus amigos. Ya mi madre me tiene inscripto en una escuela no muy alejada de aquí y continuaré mis estudios con las ganas que vos me enseñaste a tener.”
»“Sólo me resta decirles que les deseo lo mejor en sus vidas, que siempre crean que pueden lograr todas las cosas que emprendan, porque no existen los imposibles y que, tal vez algún día, grandes ya, con familia e hijos quizás, los caminos de la vida nos vuelvan a encontrar y recordemos estos momentos vividos con una sonrisa en el rostro.”
»“Les envío un fuerte abrazo y los tendré en mi corazón siempre. Juan Diego.”
Mauricio acabó la carta con voz quebrada y descubrió que todos estaban llorando.
—Jamás pensé que nos quisiera tanto —confesó Damián en un susurro apenas audible.
—Aquí atrás hay un post data —anunció Mauricio con los ojos enrojecidos—. Dice “PD: Damián, el pañuelo quiero que te lo quedes vos, como recuerdo. Es un simple pañuelo, pero acordate que puede ser un buen medio de transporte.”
Damián observó la tela hecha un bollo en su mano y sonrió. Levantó la vista y miró a sus amigos, que parecían animarse un poco. En sus ojos había un brillo especial, una luz como de un farol encendido.
—¿Quieren que les enseñe lo que se puede hacer con esto?

FIN

jueves, 10 de mayo de 2007

Capítulo 11: El sabio y el ciego


¡Qué difícil es tomar semejante decisión! Damián deberá elegir entre el fabuloso universo de la magia que Juan Diego le mostró y sus amigos de toda la vida. Y deberá hacerlo pronto, porque a medida que pasa el tiempo, las cosas se vuelven más y más extrañas.
¿Qué hará nuestro amigo Damián?

Esa noche, Damián soñó con una ciudad lejana, ubicada en el medio de un desierto inacabable. Él estaba en el centro de la ciudad y sentía que debía salir de allí. El único problema para lograrlo era que estaba rodeado por un laberinto de murallas muy altas que no le permitían ver dónde debía ir para dar con el camino correcto.
Caminó, al principio, con un método específico, intentando recordar cada detalle que pudiera guiarlo hacia la salida, pero pronto se encontró nuevamente en el comienzo. Luego, intentó hacer marcas en la piedra, de manera de no pasar dos veces por un lugar ya marcado. Sin embargo, tras mucho andar, notó que no existía camino sin marcar y que aún así no lograba dar con la salida. Entonces cayó en tierra y lloró de desesperación por verse atrapado.
Cuando se repuso, notó que en una de las paredes había escrita una leyenda, que decía: “Existe en este laberinto un sabio y un ciego. Al ciego puedes haberlo visto en más de una ocasión. Al sabio sólo lo encontrarás en la salida del laberinto” Damián leyó una y otra vez el enigma y recordó que fuera del laberinto sólo había un desierto inacabable. Entonces comprendió que era imposible salir de aquel lugar porque jamás sería libre, que la única salida era el propio sitio donde se encontraba, porque aquel era su hogar y de nada le serviría perder el hogar por un desierto sin fin. También entendió que el ciego y el sabio eran la misma persona, y que esa persona era él. Y en ese momento el sueño se desvaneció y Damián despertó con una sonrisa placentera dibujada en el rostro.
Cuando se redescubrió acostado en su cama y recordó todo lo hablado con Juan Diego la tarde anterior, se alegró. Ya tenía una respuesta para él.
Se vistió rápidamente ante los ojos sorprendidos de su hermano David, que apenas podía sacudirse el sueño y sentarse en la cama, y se apresuró a desayunar con sus padres en la cocina. Ellos lo recibieron sonrientes y lo felicitaron por levantarse tan temprano sin tener que llamarlo.
—Es que hoy es un día genial —le dijo él—. Por fin sé qué es lo que quiero hacer.
—Me alegro mucho —le respondió su padre, guiñándole un ojo en actitud cómplice.
Acabó pronto su desayuno y salió de su casa media hora antes de lo normal, mientras que su hermano aún deambulaba en pijamas de un lado al otro. Corrió por las calles húmedas, chapoteando en los charcos que alguna lluvia nocturna había dejado, y llegó a tiempo a su destino. Tocó el timbre con impaciencia y luego de unos segundos asomó el rostro tierno de Mariana detrás de la puerta de calle. Su corazón dio un salto de alegría.
—¡Hola! —le dijo.
—¡Hola! ¿Qué hacés por acá? —le preguntó ella sorprendida.
—Quiero acompañarte a la escuela.
Mariana soltó una risita y se tapó la boca con la mano, luego miró hacia adentro, donde era evidente que estaba uno de sus padres diciéndole algo.
—Bueno —aceptó—. Esperame un segundo que ya salgo.
Mariana se perdió dentro de la casa por unos minutos y pronto volvió a salir, casi corriendo. Lo miró con una sonrisa amplia y echaron a andar rumbo a la escuela.
Avanzaron por las veredas frías sin mucho apuro, disfrutando cada paso que daban en compañía del otro.
Damián recordó el pañuelo que poseía en la mochila y lo sacó para sentirlo en las manos.
—¡Un pañuelo de seda! —exclamó Mariana—. ¡Qué lindo! ¿Quién te lo dio?
—Es una historia larga, que ya te voy a contar. Y no es sólo un pañuelo, es mucho más. Posee la propiedad de ayudarte a creer que cualquier cosa es posible.
Ella lo miró entrecerrando los ojos, sin comprender.
—¿Cualquier cosa? ¿Cómo qué?
Damián sintió que el momento había llegado y la tomó del brazo para detenerla. Luego, la miró a los ojos y dijo:
—Como esto —y sin esperar más acercó su rostro al de ella y, cerrando los ojos, la besó en los labios pausadamente y con mucha delicadeza.
El beso fue una sensación única e inexplicable. El cosquilleo en la carne húmeda y cálida de los labios de ella se extendió a los suyos, y ambos vibraron en la misma sintonía durante unos instantes interminables. Instantes en los que los corazones de ambos galoparon con fuerza y se comunicaron en un lenguaje nuevo y universal, que parecía haber existido desde siempre dentro de ellos y que ahora afloraba en plenitud.
—¡Guauuu! —suspiraron ambos al separarse y se tomaron inmediatamente de las manos. Estaban temblando de alegría y no dejaban de sonreír.
Antes de echarse a andar nuevamente, Damián debía hacer algo más. Hizo una pausa, aspiró una bocanada grande de aire y dándose coraje mentalmente dijo:
—Mariana, ¿querés ser mi novia?
El rostro de Mariana se iluminó de pronto.
—¡Sí, claro que sí! —aceptó y dio un saltito en el lugar, y esta vez, fue ella quien lo besó.
Damián sintió que un peso de cien kilogramos se desprendía de su pecho y que ahora podía respirar aliviado. Lo había dicho, finalmente se había animado a hacerlo.
Ambos, colorados de la emoción, llegaron a la escuela aferrados con fuerza de las manos y no se avergonzaron por la mirada de ninguno de sus compañeros. Era el día más feliz de sus vidas.
Una vez dentro del aula, Damián buscó a Juan Diego, pero aún no había llegado. Estaba impaciente por darle la respuesta que había resuelto durante la noche y no podía esperar a que llegara. Pasaron los minutos y la clase comenzó, pero no había noticias de él. Recién cuando tocó el timbre del primer recreo, Damián comprendió que ese día Juan Diego no iría a la escuela, tal vez, para obligarlo a ir a su casa luego de clases y hablar allí más tranquilos.
Durante el recreo, luego de un buen tiempo, los cinco Amigos del Misterio se volvieron a juntar tras un acontecimiento fortuito. Fue a raíz de un golpe fuerte que recibiera David en la pierna derecha, jugando al fútbol en el patio con una pelota improvisada. Su hermano y Mariana se acercaron en primer lugar y lo llevaron a un rincón para que descansara. Por fortuna, el golpe no había sido grave y el dolor se le pasaría pronto. Inmediatamente acudieron Mauricio y Guadalupe, quienes tampoco ocultaban que se querían y andaban juntos hacia todas partes. Los cinco, otra vez reunidos, se miraron un instante y, sin decirse nada, resolvieron que debían volver a ser el grupo unido que siempre fueron.
—Es curioso —dijo Damián de pronto a sus amigos—. Hoy tenía que darle una respuesta a Juan Diego y todas las cosas se dan de acuerdo a lo que yo pensaba decirle.
—¿Una respuesta a qué? —le preguntó Mauricio.
Damián se mordió los labios, pero comprendió que ya no tenía sentido ocultar todo lo vivido, siendo que había decidido decirle a Juan Diego que prefería quedarse con sus amigos y su familia a cualquier clase de magia o poder especial que pudiera llegar a aprender.
—Tenía que decidir entre ustedes, mis amigos de toda la vida, y un futuro desconocido que cada vez me parecía más extraño. Pero yo prefiero mi vida como es, con ustedes a mi lado. Eso vale mucho más que cualquier cosa en el mundo.
Y lentamente fue relatando a sus amigos todo lo vivido desde el comienzo de las clases, y todas las cosas extraordinarias que había aprendido y que había hecho sin que ellos se dieran cuenta.
Al acabar el relato sus cuatro amigos quedaron boquiabiertos, sin poder creer todo lo que Damián les había contado.
—¡Eso es... increíble! —exclamó Guadalupe.
—¡Nunca me dijiste nada de que podías hacer todo eso, Damián! —se quejó su hermano.
—Pero cómo vas a cambiar ese mundo nuevo, lleno de aventuras y misterios, por nosotros que apenas somos gente común y corriente—lo retó Mauricio.
Damián miró a Mariana y sonrió.
—Es que ustedes valen mucho más —dijo y ella lo tomó de la mano cariñosamente—. Y los buenos amigos no se consiguen todos los días. ¡No saben lo feliz que me hace poder tomar, al fin, esta decisión! —los miró sonriente, y quiso abrazarlos a todos juntos, de la alegría que sentía en su pecho—. Pero aún me queda algo por hacer. ¿Me acompañan a la salida de la escuela?
—¡Claro! —respondieron los cuatro al mismo tiempo.

viernes, 27 de abril de 2007

Capítulo 10: Breve paseo por un universo mágico

¿La magia existe? Juan Diego lo sabe. Pero, ¿será del agrado de Damián esa respuesta? ¿Vale la pena recorrer el camino lento?
Las tardes en la casa de Juan Diego se hicieron habituales para Damián, y con ellas, también una serie de ejercicios mentales demasiado estresantes y descorazonadores. No bien arribaba a su casa lo recibían en estricto silencio, porque las palabras sobraban en situaciones como aquellas, él y su madre, y lo hacían pasar a una habitación vacía que había en el fondo, amoblada apenas con una silla y un cesto de basura, donde transcurrían largas horas en silencio, en las que Damián no debía moverse ni emitir sonido alguno. Quedaba en absoluta soledad, con lo que Juan Diego llamaba su yo personal, y debía intentar borrar de su mente todo pensamiento que lo alejara de sí mismo y del conocimiento de su propia persona.
—Pies, piernas, tronco, brazos y cabeza —le había dicho el primer día Juan Diego—. Son esas cinco cosas las que deben ocupar el resto de tu día. No abras los ojos hasta estar completamente seguro de poder recordar cada centímetro de tu cuerpo a la perfección.
“Pies, piernas, tronco, brazos y cabeza”, se repetía constantemente Damián sin poder entender para qué le servirían en el futuro tales conocimientos.
La habitación era completamente blanca y apenas un sonido lejano del rumor de los autos al cruzar por la calle se colaba por una ventana entrecerrada. En esos momentos deseaba poder estar con sus amigos, aprovechando las tardes lindas para andar en bicicleta o jugar al fútbol en la plaza del barrio, pero enseguida venían a su mente las estrictas palabras de Juan Diego y debía borrar tales ideas de su cabeza casi con vergüenza, como si haber hecho eso lo ubicara en una situación comprometida.
Con tanto autocontrol había llegado a pensar que debía hacer todo aquello más por agradar a Juan Diego que por sí mismo, y se preocupaba por mostrarse concentrado cuando él lo venía a buscar para enviarlo a su casa. Luego, mientras caminaba por las calles se preguntaba por qué estaba haciendo todo aquello y si valía la pena tanta tortura física y mental. Pensaba que el camino lento era mucho más lento y tortuoso de lo que Juan Diego le dijera.
Otras tardes, generalmente los martes y los jueves, aunque a veces se cambiaban los días para no acostumbrar al cuerpo, un ejercicio distinto ocupaba la mayor parte del tiempo. Este era un mucho más dinámico que el de la habitación vacía y consistía en caminar por toda la casa con los ojos vendados, sin tropezar con objeto alguno. Claro que esto era muy difícil de hacer porque, al principio, no conocía la ubicación del mobiliario, y luego, cuando ya se había acostumbrado, Juan Diego y su madre, se dedicaban a cambiar todo de lugar para dificultar aún más el aprendizaje.
Su madre se comportaba más como una ayudante sin autoridad que como madre. Apoyaba en todo a su hijo y consentía cualquiera de sus caprichos. Tanto era así que una mirada de Juan Diego podía ser ocasión de alejamiento o de rápida atención, según fuera la necesidad del momento.
Damián llegó a creer que había un trasfondo religioso en todo aquello, que lo obligaba a continuar el aprendizaje, aún cuando en su corazón quería estallar el grito de libertad.
Por las mañanas, en el colegio, cuando se cruzaba con sus amigos de siempre, sentía la obligación de alejarse de ellos lo más posible, para no caer en la tentación de olvidar el camino lento y volcarse a una vida simple y vacía de magia y misterios.
—Si pensás que estás perdiendo el tiempo con todo esto, siempre tenés la posibilidad de regresar a tu vida cotidiana, pero deberías hacerlo pronto, porque cada vez que das un paso adelante en el camino lento y te sumergís más en el universo mágico, se hace mucho más difícil deshacer lo andado —le dijo una vez Juan Diego, viendo su rostro de abatimiento.
—¡No! No voy a aflojar ahora. Sigamos —respondió él firmemente, intentado olvidar los rostros alegres de sus amigos o, al menos, imaginarlos menos felices. Tarea difícil de lograr, si no imposible.

Era evidente que los Amigos del Misterio habían perdido a uno de sus miembros, y uno de los más valiosos y pujantes, pero, aún así, el grupo no se desintegró ni dejó de funcionar como tal. Impulsados por la extraña actitud de Damián hacia ellos a partir del incidente de la plaza Aristóbulo, los cuatro restantes amigos se autoconvocaron en la casa de Mauricio para intentar descubrir qué le estaba ocurriendo.
Mauricio se había colocado sobre los hombros la responsabilidad de mantener vigilados los movimientos de Damián durante las tardes en las que él visitaba la casa de Juan Diego, y puso al corriente a sus amigos.
—Generalmente llega entre las dos y las tres de la tarde y sale luego de las seis, o más tarde. Cuando pasa frente a mi casa mira a la ventana, para ver si yo lo estoy vigilando, pero me escondo siempre y hasta ahora no me descubrió. Lo que más me llama la atención de su actitud es la mirada perdida con la que sale de lo de Juan Diego. Parece como dormido, o peor, hipnotizado.
—Es verdad —afirmó David—. A veces llega a casa con esa cara y yo le pregunto qué le pasa, y me mira extrañado, como si no me viera. Después me dice que nada, que estaba pensando en algo y enseguida vuelve a ser el mismo Damián de siempre. Eso sí, un poco más apagado.
—Me preocupa que ya no nos trate como antes —confesó Mariana, haciendo una mueca de pena—. Está distante, y aunque a veces parece querer decirnos algo, se contiene y nos escapa enseguida. Me parece que la respuesta está allí enfrente, dentro de esa casa. Después de todo, Juan Diego se hizo muy cercano a él y desde ese momento cambió mucho.
—Deberíamos ver qué es lo que hace allí —acotó Guadalupe resuelta—. No hagamos como con Juan Diego, que con tantas intrigas sabemos menos que al principio.
—¿Y qué proponés? ¿Que nos metamos en su casa para averiguarlo? —preguntó Mauricio, jugando con un lápiz.
Todos se quedaron en silencio y se miraron como aprobando la idea.
—¡No me van a decir que quieren hacer eso!
—¿Por qué no? —dijo David—. Allí tienen un jardín muy grande y sería fácil saltar la pared del fondo de la casa, donde hay árboles que nos cubrirían. Más de una vez, cuando la casa estaba abandonada y se nos caía la pelota adentro, yo salté para buscarla.
—Pero nos pueden ver.
—Deberemos ser muy cuidadosos, entonces —aceptó Mariana—. Si queremos ayudar a Damián tenemos que actuar ya mismo.
Diez minutos después, los cuatro chicos estaban trepados a la tapia que separaba el fondo de la casa de Juan Diego de un terreno baldío, al que se accedía por la calle de atrás.
—¡Tené cuidado, Mauri! —le indicó Guadalupe desde abajo cuando éste asomaba la cabeza para ver si el jardín estaba despejado.
—No hay problema. Podemos pasar ahora que no hay nadie cerca.
Uno a uno fueron cruzando la tapia y ocultándose detrás de un conjunto de plantas de hojas grandes que constituían un buen refugio.
Una vez dentro del terreno de la casa, Mauricio hizo una seña para que lo siguieran, y todos se aproximaron agachados y con sigilo a una ventana entreabierta por la que podrían ver hacia adentro.
Se asomaron con cautela, hasta que estuvieron seguros de no ser descubiertos. Dentro pudieron observar la sala de estar, que desde esa ubicación resultaba un sitio agradable y bien amueblado. Lo sorprendente del lugar era el silencio increíble que allí reinaba. Nada rechinaba, nada se caía de golpe, ni siquiera se oían pasos o murmullos, parecía no haber nadie dentro.
David descubrió pronto otra ventana, un poco más al fondo de la casa y los chicos se acercaron a ella. Las hojas de madera que la cubrían estaban sin la traba interna y con sólo tocarla pudieron abrirla lentamente, lo suficiente como para que sus pequeños ojos pudieran ver.
Se encontraron con una habitación completamente vacía, pintada de un color blanco muy sobrio. Abrieron un poco más la ventana y descubrieron en un rincón lejano del cuarto, sentado sobre una silla, a un Damián muy extraño. Tenía el rostro tan pálido como el del propio Juan Diego y cerraba los ojos con fuerza. Estaba rígido en una misma posición y no movía un solo músculo del cuerpo.
Los amigos se sorprendieron y se miraron alarmados. Mauricio les consultó con la mirada qué podían hacer y los demás le respondieron encogiéndose de hombros. Estaban asustados.
En ese momento, mientras decidían cómo intervenir, ingresó en la habitación Juan Diego, con una sonrisa dibujada en el rostro, y los cuatro amigos se ocultaron apenas a tiempo. “Ahora podés ir a tu casa” dijo Juan Diego, y Damián se puso en pie de inmediato, sin hablar.
Mauricio les hizo una seña apresurada y todos se movieron hacia la primera ventana que habían descubierto. A través de ella pudieron ver a Damián abandonando la casa en el más inexplicable de los silencios, sin saludar a nadie ni volverse siquiera. En ese momento, los Amigos del Misterio saltaron nuevamente la tapia y cruzaron el terreno baldío, para emerger en la calle trasera. Recién entonces se animaron a hablar y discutieron un largo rato sobre qué significaba lo que habían visto.
—Yo creo que es alguna clase de ritual —observó Guadalupe—, como un ejercicio de meditación.
—Sí, eso parece —convino Mariana—. Una meditación profunda, que poco a poco va apagando esa chispa de alegría que hay en él.
—Y que va alejándolo de nosotros —agregó Mauricio—. Deberíamos hacer algo para recuperarlo.
—¡Eso! —exclamó Mariana—. Nosotros somos sus amigos, él nos va a escuchar.
Y a partir de ese momento no hubo ocasión que no aprovecharan para llamarle la atención con cualquier excusa: invitarlo a sus casas a jugar a tal o cuál juego, preparar los detalles del viaje que realizarían a fin de año, cuando egresaran, o cualquier otra actividad que significara compartir un momento agradable juntos.
A pesar de todos sus esfuerzos, Damián siempre se mostró esquivo y distante, aunque de vez en cuando dejaba entrever una tenue luz del Damián que fuera semanas atrás.
Así fueron pasando los días, largos y rutinarios para él, donde los ejercicios mentales ocupaban la mayor parte de su atención y su vida perdía en actividades físicas y esparcimiento.

Una tarde de invierno, cuando ya estaba cerca el receso escolar, Damián, en su camino a la casa de Juan Diego, descubrió que de la ventana del cuarto de Mauricio, él se asomaba, siguiéndolo con la mirada en silencio, con un gesto de tristeza infinita en su rostro. Deseó gritarle a su amigo para que bajara y charlaran un rato, pero una voz sonó dentro de su cabeza diciéndole que no lo hiciera, que aún no era tiempo. Era una voz extraña, grave y profunda, como la de un anciano. Damián se asustó un poco y se apresuró a ingresar en la casa de Juan Diego.
Cuando éste lo vio, comprendió inmediatamente qué lo atemorizaba y se mostró sorprendido.
—No me digas que ya has escuchado al maestro —le dijo.
—¿A quién?
—El maestro habla en nuestras cabezas y en nuestro corazón, Damián. Él es sabio y guía nuestros pasos en los momentos difíciles. ¡No puedo creer que ya lo hayas escuchado!
—Escuché una voz de un hombre grande que me dijo que aún no era tiempo de hablar con Mauricio. No entiendo por qué me dijo eso.
—Él puede ver en nuestros corazones y sabe qué nos conviene. Si él te dijo que no es el tiempo, entonces, no lo es.
Juan Diego parecía exaltado y sonreía tanto que daba miedo. Su rostro tenía la expresión de un maniático y eso atemorizó a Damián.
—Esto merece un festejo especial —dijo y sacó de su bolsillo el pañuelo de seda blanco que Damián perdiera en la casa de Mariana.
—¿Cómo lo conseguiste? —le preguntó.
—Ya hace unos cuantos días que lo recuperé, por eso no te recordé que me lo trajeras —explicó—. Resulta que uno, después de mucho tiempo de estar en contacto con él, puede llamarlo desde dondequiera que esté, y si el llamado es lo suficientemente firme y decidido, el pañuelo regresa.
—¿En serio?
—Así es. Pero vení, vamos a utilizarlo juntos esta vez.
Ambos se sentaron sobre la cama, uno al lado del otro, tomaron el pañuelo entre sus manos y cerraron los ojos. Pronto se vieron transportados más allá de la ventana, flotando en el aire fresco y volando por encima de las casas y los árboles.
—¿No es hermoso? —gritó Juan Diego.
—¡Si, lo es! —respondió Damián, mirando hacia todas parte con la misma alegría de la primera vez.
Volaban sobre la gente, que no podía verlos pasar, cruzaban entre los autos, saltaban sobre las casas. Se sentían completamente libres y felices. Sin embargo, sin darse cuenta, se toparon de pronto con la casa de Mariana y el corazón de Damián se estremeció. Voló hasta su ventana y la vio dentro de su habitación, sentada sobre la cama, haciendo la tarea, muy concentrada. Era tan hermosa que no podía contenerse las ganas de hablarle y gritó su nombre desde el otro lado de la ventana. Ella pareció escucharlo y buscó por todas partes de dónde provenía aquella voz.
Juan Diego se acercó a Damián con mirada de espanto, y tomándolo de un hombro, lo alejó de la ventana antes que Mariana pudiera descubrirlo.
—No hagas eso —le reprochó mientras regresaban a la casa—. Cuando uno desea tanto poder comunicarse, a menudo puede lograrlo. Imaginate qué hubiera pasado si ella te veía flotando frente a su ventana.
Ambos abrieron los ojos y volvieron a encontrarse sentados sobre la cama de Juan Diego.
—Perdoná. No me di cuenta —se disculpó Damián—. Es que últimamente tengo tantos deseos de volver a hablar con mis amigos y jugar en la plaza por las tardes, que no pude evitarlo.
Juan Diego se quedó pensativo un momento y luego volvió a hablar.
—Mirá Damián, me parece que eso que te pasa tiene bastante sentido. No sé si es justo para vos atravesar el camino lento a cambio de tantas cosas que hacían feliz tu vida. Quizás debamos detenernos aquí.
—Pero yo también quiero seguir avanzando. Sólo es que extraño a mis amigos. Quizás pueda hacer las dos cosas al mismo tiempo.
Juan Diego negó terminantemente con la cabeza.
—No. No se pude vivir dos vidas simultáneamente. Porque una se opone a la otra y la entorpece. Si vas a regresar con tus amigos tiene que ser en forma total, si en cambio, querés continuar en el camino lento, también tu entrega debe ser completa. No hay lugar para ambigüedades.
Damián se quedó sin palabras.
—Si el maestro se comunicó con vos podemos estar seguros que él sabrá guiarte para que tomes la mejor decisión. Ahora andá a tu casa y quedate tranquilo, que esta noche el maestro guiará tu corazón y tu mente y hallarás una respuesta, y mañana por la mañana podrás contármela.
Damián se levantó y caminó hacia la puerta.
—¡Ah! Además quiero que te lleves esto —agregó Juan Diego extendiéndole el pañuelo de seda—. Esto te ayudará a creer en vos mismo.
—¿Me lo prestás?
Juan Diego afirmó con la cabeza.
—Te va a ser muy útil en el momento de tomar la decisión. Total, mañana me lo devolvés y listo. Damián aceptó el pañuelo y lo guardó contento en su mochila. Luego se volvió y salió de la casa. Una vez en la calle pudo ver que la luz del cuarto de Mauricio, en la casa de enfrente, se encendía, y sonrió.

miércoles, 11 de abril de 2007

Capítulo 9: El camino rápido y el camino lento

La amistad se estrecha y los secretos que Juan Diego oculta se van mostrando, a plena luz del día, como las maravillas que realmente son.
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A medida que pasaban los días se hacía más evidente que Damián había hallado en Juan Diego un nuevo amigo con quien compartir sus tiempos libres, dejando un poco de lado a sus compañeros de siempre.
De esa manera llegó el momento en que su nuevo amigo lo invitó por primera vez a su casa, y él aceptó sin dudar. Era una tarde fría de invierno y las vacaciones estaban próximas. No era tiempo de tormentas, pero sí de cielos grises y vientos fuertes, y de encontrarse con poca gente en las calles.
Damián avanzó por un camino muy conocido y enseguida vio la casa de Mauricio, ubicada en la mitad de la cuadra. Le resultó extraño no dirigirse a su puerta, como hiciera tantas veces, sino caminar hacia la casa de enfrente y tocar el timbre en el buzón de las cartas. Le parecía que Mauricio estaría triste, viéndolo desde la ventana de su habitación, y alimentando un odio inmenso por Juan Diego, porque le había robado a su mejor amigo.
Por las dudas decidió no volverse y evitar descubrir si ello era cierto.
Juan Diego no se hizo tardar y asomó su rostro resplandeciente de alegría, a través de una ventana postigo de la puerta principal.
—¡Qué pronto que llegaste! Recién acabo de comer —le dijo, saliendo a la calle e invitándolo a entrar—. Pasá, que te quiero mostrar algunas cosas.
Damián entró en la casa y se quedó asombrado de lo cálida y confortable que era. El piso de madera y las alfombras de color marrón claro le daban un aire familiar, los cuadros de paisajes coloridos, los juegos de platos decorados y el inmenso tapiz en la pared opuesta de la sala, que mostraba unas sierras y una cascada espléndida, eran detalles perfectos que lo hacían sentir cómodo.
La madre de Juan Diego, Mirta Valdez, salió a su encuentro con una copa larga, cargada de licuado de banana y leche, y lo saludó como si lo conociera de siempre. Sin dudas, su hijo le había contado muchas cosas buenas de él.
—¡Damián! ¡Qué alegría que vengas a visitar a Juani! —exclamó ella, utilizando un apodo muy maternal—. Él no es de invitar a los amigos a su casa. Te debe apreciar mucho.
Damián no supo qué responder y se limitó a sonreír.
—¡Sí, sí! —cortó Juan Diego—. Vení Damián, que te muestro mi cuarto.
Ambos avanzaron por un corto pasillo, a un lado de la sala, y llegaron a la habitación de Juan Diego, que poseía un amplio ventanal con vista a la calle y a la casa de Mauricio. Damián recordó haber pasado varias horas vigilando esa ventana desde afuera, utilizando sus binoculares de detective varios meses atrás, y sintió algo de vergüenza al conocer ahora el interior del lugar.
Juan Diego le dirigió una mirada cómplice y abrió un cajón de la mesa de noche más cercana. De él asomó un pañuelo blanco de seda. Juan Diego sonrió.
—Vos querías saber cómo es que yo hago tantas cosas extraordinarias, ¿no? —Damián asintió—. Bueno, ahora te lo voy a explicar. ¿Sabés lo que es esto?
—Un pañuelo.
—Sí y no. Si le damos el uso corriente es un pañuelo, pero si lo usamos bien, puede ser un medio de transporte muy interesante.
—¿Medio de transporte?
Juan Diego afirmó con la cabeza. Luego tomó el pañuelo y lo extendió delante de los ojos de Damián.
—Este pañuelo es especial. Lo descubrí por casualidad, cuando vivíamos en Parque Chacabuco —el nombre de aquel barrio le erizó la piel a Damián—. Creo que ya sabés que vivimos un tiempo allá.
—Si... pero yo...
—No importa. Dejame continuar —dijo sentándose en el borde de la cama—. Este pañuelo perteneció a un antiguo inquilino de esa casa, un tipo paralítico que lo tenía siempre encima y no se alejaba de él ni un instante. Tan es así que cuando murió, el pañuelo le cubría el rostro —Damián hizo un gesto de miedo, pero no lo interrumpió—. Un familiar lo vio y lo escondió, de bronca, en un recoveco en una pared, que yo después descubrí. Cuando el vecino del fondo me vio que lo tenía, me contó que el viejo decía que podía utilizarlo para viajar sin moverse de su casa. Como si fuera en un sueño. Entonces investigué un buen tiempo hasta que logré algo fascinante.
—¿Qué? —preguntó Damián, tragando saliva.
—Ahora te voy a mostrar. Vení, sentate acá.
Damián accedió y se sentó a su lado.
—No te asustes por lo que voy a hacer, no te va a pasar nada.
Lentamente colocó el pañuelo de seda sobre la cabeza del Damián y éste no pudo contener un escalofrío al recordar que había pertenecido al anciano fallecido.
—El pañuelo ayuda —continuó Juan Diego, acercándose a una ventana y abriendo una hoja de vidrio, por la que se coló un viento fresco—, pero el milagro está dentro de nosotros. Esa es la verdad. Ahora imaginá que vos sos el pañuelo y que este viento puede hacerte volar en cualquier momento.
Damián lo hizo. Temblaba de miedo, pero logró concentrarse y fijar la vista en el pañuelo. Éste, segundos después, se elevó en el aire como arrancado por la brisa fresca y flotó un tiempo sobre su cabeza.
—¡Bien! Ahora el viento te llevará hacia fuera. Dejate llevar por el viento.
El pañuelo se movió cada vez con mayor velocidad y escapó por la ventana abierta, perdiéndose lejos de la vista.
—¡Guauuu! —exclamó Damián—. ¡Estoy volando!
—¡Así es! El pañuelo te permite mover a otras partes sin salir de donde estás. Es así como aquel viejo hacia sus viajes. Y es así como yo hago los míos.
Damián quedó con la boca abierta por el asombro. Sentía que su cuerpo estaba junto a Juan Diego pero sus ojos podían viajar por el aire, por encima de las casas, y atravesar el barrio con gran rapidez.
—Ahora pensá en un lugar donde quieras ir y movete hacia ahí.
Enseguida vino a la mente de Damián un objetivo y el camino se le mostró con una claridad increíble. Al momento estaba entrando por otra ventana semiabierta. La casa en la que estaba ahora era tibia y un aroma agradable, como a colonia de baño, se colaba por debajo de una puerta. Damián avanzó decidido hacia ella y la empujó con algo que no estaba seguro que fuera su mano. Dentro de la habitación había una cama y sobre ella una chica sentada, escribiendo en un cuaderno con letra prolija. Damián, flotando en el aire, se acercó y observó el cuaderno. Era un diario íntimo. La chica se llamaba Mariana y escribía sobre un muchacho llamado Damián, del cual estaba perdidamente enamorada, y se desesperaba porque él no le prestaba la atención que ella necesitaba. Cada vez que escribía el nombre de su amado jugaba con la ondulación de las letras para otorgarle formas hermosas y, de alguna manera, representar con ello cuánto lo quería.
Damián lanzó un suspiro involuntario y las hojas del cuaderno se corrieron. Mariana, viendo que la puerta de su cuarto se había abierto, se acercó y la cerró con un golpe secó. En es momento la corriente de aire que permitía que el pañuelo flotara en forma casi imperceptible, se vio bloqueada y éste perdió altura hasta posarse definitivamente sobre el suelo.
Damián se sintió caer hacia atrás y abrió los ojos. Juan Diego lo miraba, como admirado. Manoteó su cabeza, pero el pañuelo ya no estaba, se había perdido.
—¡Se cayó! ¡Lo perdí!
—En lo de Mariana, ¿no? —adivinó él.
—Sí, tengo que recuperarlo.
Juan Diego se mostró muy tranquilo.
—Es verdad —dijo—. Deberías traérmelo de regreso, pero, siendo que está en lo de tu amiga, no me preocupo. Ya podrás ir allí y pedírselo.
—Sí, sí, Claro. Quedate tranquilo.
—¿No es un viaje maravilloso? —continuó Juan Diego con la misma expresión de admiración.
—¡Es genial! Jamás creí que algo así se pudiera hacer.
—Yo jamás dudé que vos lo pudieras lograr.
—¿Por qué decís eso? Yo soy una persona como cualquiera.
—Es verdad. Yo también lo soy. Lo que nos diferencia de los demás es que nosotros nos damos la libertad de creer que estas cosas son posibles. El milagro está dentro de uno mismo y eso la mayoría de la gente no lo entiende. Pero vos siempre creíste en vos mismo. Lo supe desde aquella mañana en que formábamos fila para izar la bandera y vos me dijiste que no mirara a Mariana, que ella te quería a vos y vos la querías a ella.
Damián abrió la boca de asombro.
—No te lo dije, lo pensé.
—¿Ves que tengo razón? Lo pensaste con tanta intensidad que estabas seguro de que yo podría escucharte. Siempre estuvo dentro tuyo esta capacidad de creer. Con fe todo es posible.
—Eso no puede ser cierto —retrucó Damián—. Conozco gente enferma que cree que la fe lo puede curar y sin embargo no se cura.
—Dentro de la mente humana hay muchos caminos —respondió tranquilamente Juan Diego, empleando nuevamente ese tono que lo hacía parecer de mucha mayor edad—, y cada cosa tiene el suyo propio. Pero, básicamente, existen dos bien diferenciados que te ayudan en cualquier situación de la vida: el camino rápido y el camino lento. Ambos caminos son buenos pero no son igual de útiles. El rápido, por ejemplo, te sirve para aceptar la realidad, creer en existencia de la solución a tus problemas y finalmente, entregarte con la mente tranquila a tu suerte, o a la voluntad de un ser superior, que es prácticamente lo mismo. En cambio, el camino lento, el camino difícil, pesado, áspero, terriblemente repetitivo y hasta rutinario, es el camino que, además de hacerte creer en la solución, te da las herramientas para alcanzarla.
—¿Pero cómo te curás de la nada, si uno no es médico ni sabe cómo funciona el cuerpo?
—No hace falta saber respirar para hacerlo. El cuerpo crece por sí mismo sin que uno esté conciente de cómo funciona. Eso sólo significa que el mecanismo de crecimiento está oculto en tu cuerpo, no que no existe. Si vos supieras como organizar a tus anticuerpos para atacar a la enfermedad cuánto más fácil sería curarte. Ese conocimiento se alcanza a través del camino lento. Y ese es el mejor camino.
—Suena inalcanzable —dijo Damián, moviendo una mano en un gesto de abatimiento.
—No es inalcanzable. Yo, hasta ahora, te he mostrado el camino rápido para que veas de lo que uno es capaz de hacer... pero también puedo enseñarte el lento. Hasta podríamos recorrerlo juntos...
—¿Y cómo es?
—Es un camino tortuoso, lleno de sacrificios y renuncias, donde uno tiene que encontrarse a sí mismo para, luego, poder volver a la sociedad ya transformado —con cada palabra que Juan Diego pronunciaba, Damián comprendía cada vez menos y se esforzaba por no perderle pisada en su discurso—. La personalidad lo es todo, y nadie tiene una personalidad auténtica si convive las veinticuatro horas con los amigos y la familia. Tarde o temprano uno asimila hábitos y modifica los propios, hasta amoldarse al medioambiente donde vive. De esa manera no podés llegar a ser vos mismo. Por eso es necesario renunciar a muchas cosas, entre ellas, a los amigos, para poder alcanzar una finalidad superior.
—¿Dejar a los amigos?
—No abandonarlos, claro. Pero sí alejarse de su influencia dañina lo suficiente como para que nada suyo se nos pegue e influya en nuestra personalidad.
—Pero uno se queda solo entonces.
Juan Diego dudó un momento, sin poder negar que lo que Damián decía era cierto. La prueba de ello era su propia soledad y aislamiento.
—No es fácil aceptar eso, lo sé. Yo mismo me siento feliz con tu compañía y no me gustaría que te alejaras, pero, llegado el momento, deberás hacerlo.
Damián no sabía qué decir. Se sentía maravillado por el viaje que había realizado, pero tantas ideas nuevas y descubrimientos lo mareaban. Sentía su cabeza pesada y no podía pensar con claridad.
—Son muchas cosas juntas, Damián. Y el camino lento, precisamente, requiere que vayamos despacio. No te voy a molestar más por hoy. Sólo te voy a proponer que te des la oportunidad de conocer este camino de descubrimientos y que luego decidas si deseas continuar adelante o volver a tu vida diaria normal.

miércoles, 4 de abril de 2007

Capítulo 8: Juegos e intrigas

Juan Diego y Damián comparten sus cualidades especiales en la escuela, divirtiéndose, y un viaje a la Feria del Libro afianzará su amistad.

Damián había quedado asombrado, pero, a la vez, temeroso de lo que había hecho aquella tarde en el patio. Sentía, por un lado, que era dueño de un cierto poder especial que, de alguna manera, le había transmitido Juan Diego, aunque éste se esforzaba por hacerle entender que esa capacidad estuvo siempre en su interior; y también sentía temor por lo que podría llegar a hacer con él. Se sentía raro interiormente, porque empezaba a verse a sí mismo como un chico distinto a sus compañeros, cuando él siempre buscó demostrar ser una persona simple y encajar perfectamente en el grupo de amigos.
—Tenés que permitirte explorar este nuevo don —le dijo Juan Diego durante un recreo—. No es malo que lo tengas. Es algo natural, que todos podemos alcanzar si creemos que es posible. Eso sí, tenés que ser cuidadoso para no resultar descubierto por nadie, porque eso sí te puede generar problemas.
—Te entiendo perfectamente —respondió Damián, poniéndole una mano sobre su hombro—. Vos sufrís eso todos los días... injustamente, porque no sos un pibe malo.
—Te agradezco que me entiendas, Damián. Para mí no es fácil venir a la escuela y ser el chico raro de la clase, pero lo hago porque aquí hay personas como vos, que no me tienen miedo ni salen corriendo al verme, y con ustedes sí me interesa compartir este tiempo.
Damián se mordió los labios y no dijo nada, pero a su mente acudieron los recuerdos de todas las veces que Juan Diego le había resultado motivo de susto y cuántas deseó evitar hablarle o tenerlo cerca, y se sintió mal por ello.
—¡Bueno, y ahora dale para adelante con el juego de las manos! —volvió a incentivarlo Juan Diego, cambiando de tono de voz—. Te vas a divertir mucho.
Damián sonrió más confiado y aceptó con la cabeza.
En las siguientes dos horas tocó el turno de la clase de matemáticas, con la señorita Andrea Norni, que estaba esa semana de suplente de la querida maestra Mariela Benitez. Andrea era mucho más joven que Mariela y utilizaba un lenguaje más cercano a los niños durante sus clases.
—En la división con decimales tenemos que estar muy atentos —decía, a medida que escribía el encabezado de un ejercicio en el pizarrón—, no sea cosa que nos olvidemos la coma en nuestras casas y nos dé cualquier cosa.
Acabó con el encabezado y tomó la lista del día.
—A ver... Ramiro, pasá al frente.
—¡Ay! ¡Por qué siempre yo! —se quejó él, poniéndose de pie con muy pocas ganas.
—¿Qué, siempre le toca a él? —preguntó inocentemente la maestra suplente, que apenas se conocía un par de nombres.
—¡Sí! ¡Siempre! —volvió a quejarse Ramiro.
—¡No, es mentira, señorita! —exclamó Jimena desde su banco—. Nunca pasa al frente.
Ramiro le hizo una burla con la cara, indicando que la consideraba una bocona.
Entonces, Damián, que jugaba con sus manos desde un buen rato, se animó a concentrarse en Ramiro y movió el índice sobre la espalda del compañero. Al instante, éste se sintió empujado hacia delante y tropezó, pero pudo mantener el equilibrio. Miró a sus espaldas, pero no logró advertir quién lo había empujado.
—¡Epa, Ramiro! ¡No sabía que tenías tantas ganas de pasar al pizarrón! —se burló ahora la maestra—. Tomá, acá tenés la tiza. Prestá mucha atención al ejercicio, que es de los complicados.
Todos se rieron a carcajadas y Ramiro enrojeció de bronca.
En la otra punta del aula, Juan Diego se reía, ocultando la cara entre sus brazos, al ver lo que Damián había hecho. Luego lo miró y le guiñó un ojo en actitud cómplice. Damián sintió su pecho colmado de alegría.
Ramiro garabateó unos números sin ganas sobre el pizarrón, equivocando claramente la resolución del ejercicio.
—¡No , Ramiro! —intervino Mauricio, siempre atento a las clases de matemáticas, que le encantaban— No es ocho, es cinco. Fijate...
—¡Bah! ¡Callate, traga! ¿Por qué no pasás vos, si sos tan inteligente?
Mauricio se mostró herido y desvió la vista, derrotado. Damián se enojó porque su amigo se dejaba pasar por encima de esa manera y, con sus manos proyectadas en la distancia, tocó la tiza en la manos de Ramiro y lo obligó a escribir algo en el pizarrón. Él miraba asustado como su mano se veía arrastrada por la tiza, pero no podía evitar que continuara moviéndose.
En el pizarrón apareció la leyenda: “soy un burro” y todos explotaron de la risa, incluso hasta la propia maestra.
—¡Ramiro! ¡Pero, mirá las cosas que escribís! —le dijo, doblada de risa en su banco.
Ramiro, a punto de estallar de la furia, salió corriendo del aula y escapó de la escuela tras los regaños y amenazas del portero Juan Carlos.
Inmediatamente, la maestra notó su falta y se llevó la mano a la boca.
—¡Qué hice! —se dijo— ¡Por esto me pueden echar!
Y salió corriendo tras el alumno fugado.
Juan Diego echó una mirada fulminante a Damián, con lo que le decía que no debía hacer eso nunca más. Damián se encogió de hombros, visiblemente arrepentido.
—¡Esa mujer puede perder el trabajo! —le reprochó Juan Diego a Damián a la salida de la escuela—. Tenés que ser más discreto al usar tus nuevos trucos. Así te pueden descubrir en cualquier momento.
—¡Tenés razón! —aceptó Damián—. Pero viste cómo trató ese pibe a mi amigo Mauricio. Se lo merecía.
—Es verdad —afirmó Juan Diego, cambiando su rostro por una sonrisa amplia—. Yo tampoco tolero las injusticias, y seguramente hubiera hecho lo mismo. Ese Ramiro es malvado. —Y acto seguido apoyó una mano sobre su hombro y ambos se alejaron de la escuela, charlando animadamente.
Mauricio y Mariana, que los veían desde lejos, se miraron maravillados y se encogieron de hombros, sin entender qué le pasaba a su amigo Damián.

Otra mañana, la del segundo miércoles del mes de mayo, los alumnos del sexto y séptimo grado se encontraron en la puerta de la escuela con expresiones alegres y ansiosas en sus rostros. Su ansiedad se debía a que aquel día realizarían la primera excursión desde que comenzaran las clases, rumbo a la Feria del Libro, que se realizaba anualmente en el centro de exposiciones de la Rural, en Palermo; y como toda excursión, generaba expectativas de diversión.
La directora Amelia Zorraquín era de la partida, así como la tutora Mariela Benitez, la maestra de música Marta Zokolov y la maestra de Lengua y Literatura Sofía Gamudio, que no se lo quería perder por nada.
Los dos cursos del turno mañana sumaban más de sesenta alumnos, por lo que debieron ser transportados en dos ómnibus alquilados para el caso. Dentro de ellos, y por más que las maestras intentaron aplacar los ánimos, se realizaron competencias de canto, bromas pesadas y hasta alguna que otra pelea por quién iría del lado de la ventanilla.
Naturalmente, al legar al destino, la directora juró que aquella sería la última vez que admitía realizar una excursión con ese grupo y que jamás ningún otro se había comportado tan mal. Algunos chicos se sintieron apenados, pero otros sabían que la directora decía lo mismo en cada excursión y no se preocuparon.
Bajaron en tropel de los vehículos y se pusieron en la fila de la puerta de entrada. Las maestras se afanaron por ir a la par de los chicos y que ninguno se les perdiera en el camino.
Los hicieron esperar un buen rato, luego de que la directora anunciara la llegada de su alumnado, y al fin les permitieron ingresar al recinto de la exposición.
Las maestras dieron claras instrucciones a los alumnos y un horario y un sitio donde debían reencontrarse para emprender el regreso. Al ser un lugar tan amplio y colmado de visitantes era imposible que todos se movieran en un único grupo, por lo que les dieron la libertad de trasladarse en pequeños grupos y de elegir cuáles puestos de exposición les interesaban más visitar.
Damián armó rápido un conjunto de diez chicos que compartían sus gustos, en el que estaban los Amigos del Misterio, varios chicos del sexto grado y el propio Juan Diego, quien se mostraba bastante más animado que cualquier otro día.
Cuando ingresaron a la recepción, una joven y muy bonita guía se presentó y les regaló un mapa del lugar, que les permitiría ubicarse y no perder ninguno de los puestos más atractivos. Los diez chicos se reunieron en torno a Damián, que sostenía el mapa abierto en sus manos.
—¡Acá dice que está Carrera de Locos! ¡Vamos para allá! —marcó Daniel Ferreira, uno de los de sexto grado, hincando un dedo en el papel, —. ¡Me encantan los acertijos!
—¡No, mejor vamos al stand de ajedrez! —opinó Mauricio, emocionado porque el papel decía que se podía jugar con importantes profesionales.
—A ver... Esperen —dispuso Mariana, sacando un lápiz de la nada—. Vamos a organizar esto. Marcaremos los lugares más lindos y después sorteamos el orden, así podremos ver todo.
Los chicos empezaron a señalar los sitios que más le atraían y pronto quedó el mapa plagado de círculos, cruces y flechas.
—¡Bueno, parece que son casi todos! —exclamó, anotando el último lugar en el mapa.
Entre los puestos más pedidos estaban los de historietas, los de ciencia ficción, los de aventuras, los de juegos de ingenio, el centro ajedrecístico y muchos otros. El sorteo, finalmente, indicó que debían visitar primero los juegos de ingenio, y se apresuraron por llegar.
El stand estaba repleto de chicos, y de libros y revistas con crucigramas, acertijos y problemas matemáticos. Más allá de que pocos pudieron comprar algunos ejemplares, la mayoría se llenó de folletos y de muestras gratis muy entretenidas. Mauricio encontró una en particular que le llamó la atención y que utilizó en el momento apropiado, justo cuando Juan Diego le hablaba al oído a Damián, vaya uno a saber qué cosas que le hacían sonreír.
—¡Miren, chicos! —dijo él, fingiendo tener mucho interés—. ¡Un test para saber quién de nosotros es un extraterrestre!
Damián le echó una mirada fulminante y Juan Diego sólo atinó a bajar la vista al suelo.
—¡Bah! Eso es aburrido —intervino Mariana, salvadora, que había notado las intenciones de Mauricio—. Este es mucho mejor. Hay que descubrir un nombre oculto, sumando las letras de todos nuestros nombres. Dice que, aunque hagamos trampa, en la hoja siguiente se adivina lo que pusimos.
Todos se volcaron sobre el juego de palabras de Mariana y olvidaron el test de Mauricio, para alivio de Juan Diego y de Damián. A partir de ese momento, éstos dos últimos se separaron un poco del conjunto y recorrieron la feria a una cierta distancia de los demás.
—¡Ahora es un buen momento para practicar! —le dijo Juan Diego a Damián, mientras caminaban detrás del grupo de amigos—. Hay muchísimos chicos acá y nadie se va a dar cuenta de nuestro juego.
—Es cierto. Probemos.
—Bueno, primero vos.
Damián se mordió un poco la lengua y trató de concentrarse, sin detener su marcha, extendiendo disimuladamente la mano delante de sus ojos. Luego de un buen rato pudo tocarle el hombro a su compañero Fabián, que se dio vuelta sorprendido, y al no ver a nadie cerca, continuó su camino como si nada hubiera ocurrido.
—Bien. Uno a cero —dijo Juan Diego—. Ahora voy yo.
Levantó su mano y enseguida despeinó a una chica que pasaba cerca. Ella le echó la culpa al viento y se ordenó nuevamente el cabello.
—Uno a uno.
Y así estuvieron jugando largo rato, abriendo libros, pellizcando chicas y haciendo muchas otras cosas que se les ocurrían poco dañinas para los demás y para ellos mismos.
La cuenta iba doce a doce y era el turno de Damián, y en su camino se cruzó Noelia, la más pequeña de sus compañeras de grado. Ella era una chica muy divertida y tan conversadora que parecía que nunca dejaba de hablar. Le encantaba charlar con sus amigas y eso más de una vez le había traído problemas en la clase. En ese momento cruzaba del brazo de Florencia, su amiga íntima, parloteando y riéndose a carcajadas.
Damián extendió su mano en el aire y trató de tocarle el hombro a la distancia pero nada ocurrió al primer intento. Se esforzó aún más, tratando de despeinarla, pero nada. Entonces se detuvo y se recostó sobre una columna. Desde allí podía concentrarse mejor. Volvió a intentar y volvió a fallar. Luego de varias pruebas miró desconcertado a Juan Diego.
—A ver, dejame a mí —dijo él.
Juan Diego se recostó al lado de Damián y se concentró en Noelia. Movió su mano, pero nada ocurrió. Sorprendido, volvió a probar y nada. Entonces tocó el hombro de Florencia y en ella sí tuvo resultados positivos, pero cuando probaba con Noelia no había caso. Era imposible tocarla en la distancia.
—¿Qué pasa? —preguntó Damián.
—No lo sé. Es la primera vez que me ocurre. No entiendo qué tiene ella de especial que no podemos tocarla.
—Mmm. Vamos a ver.
Y ambos se acercaron a las dos chicas, que husmeaban entre revistas de cocina y de trabajos manuales. Cuando los vieron acercarse se sonrieron y se ocultaron detrás de las revistas que estaban leyendo.
—Hola, chicas —saludó Damián.
Ellas se rieron como se reían de todo y respondieron tímidamente.
—¿Qué leen? —insistió Damián, al ver que no decían nada.
—Esto —dijo Noelia y le mostró su revista—. Es para las chicas, no creo que les guste.
—Sí, ya veo —le respondió, al tiempo que él y Juan Diego la miraban de arriba abajo para descubrir algo extraño.
—¡Qué les pasa! ¿Por qué me miran así?
—Me parece que les gustás —dijo, entre risas, su amiga Florencia.
—¡No! ¡No es eso! —se apresuró a decir Damián, todo colorado. Noelia simuló sentirse apenada—. Aunque tampoco quiero decir que no nos gustes... —se enredó—, quiero decir que no sos fea para nada... ¡ay! ¡No sé qué quiero decir!
Las dos amigas estallaron de la risa y se alejaron, dejando perplejos a los chicos y su comportamiento raro.
—No sé. No me doy cuenta —dijo Juan Diego pensativo—. Esa chica tiene algo, pero no sé qué es.
—¡Y bueno! —exclamó resuelto Damián—. Creo que tenemos que aceptar que el juego de las manos invisibles puede fallar.
Juan Diego lo miró y no dijo nada, no quería darse por vencido y se volvió para ver si podía tocarla ahora que estaba bastante lejos. Tampoco tuvo resultados.
—Puede que tengas razón —admitió—. No funciona con todos.
Y ambos se alejaron del lugar intentando alcanzar al grupo de compañeros que se dirigía al centro de ajedrez.
El lugar estaba lleno de chicos jugando, muy concentrados, y de padres y amigos que no hacían más que ir y venir, mirando aquí y allá, y mordiéndose la lengua por no poder ayudarlos.
Allí dentro se cansaron de hacer trampa, moviendo las piezas de los rivales y confundiendo a los maestros con sus trucos. Fue el momento más entretenido de toda la excursión y ambos lo disfrutaron en grande. Sin embargo, no pudieron ganar el partido más importante, que era contra un muchacho de dieciséis años que solía competir en torneos profesionales. Por más que intentaron todo tipo de argucias para cambiarle la posición cuando él miraba hacia otra parte, les ganó de una manera categórica. Jugaba demasiado bien y se conocía la mayoría de las variantes que el juego permitía. No era posible ganarle con trampas.
Entonces, Damián comprendió que en la mente existían dones superiores a los que él mismo poseía y que, muchos de ellos, se podían alcanzar del modo más natural y simple: estudiando.
La excursión llegó a su fin y todos coincidieron en que no alcanzaba un día para recorrer la feria en su totalidad. Y era esa misma sensación de no haber visto todo, la que los motivaba para planear visitarla al año siguiente.
Las maestras se sintieron orgullosas de oír esas cosas de boca de sus alumnos.

jueves, 29 de marzo de 2007

Capítulo 7: Un nuevo amigo

Juan Diego no deja de ser misterioso, pero aún no lo conocen realmente. Damián se animará a ir un poco más lejos y eso hará que una pequeña amistad nazca entre ellos.

Al mes y medio de clases, Gonzalo Taverna, el compañero de banco de Juan Diego, dejó de concurrir a la escuela. Algunos maestros se preocuparon. El chico era rebelde y faltaba a clases en forma habitual, pero nunca lo había hecho por tanto tiempo como esa vez. La maestra Mariela Benitez, la tutora del grado, se encargó de averiguar qué le pasaba.
A los oídos de los chicos llegó, en un principio, una versión que indicaba que ella lo había encontrado en su cama, amarillo como un limón y volando de fiebre, y que había insistido para que la madre lo llevara al hospital, donde le decretaron hepatitis. Más tarde, otro rumor decía que algo lo había asustado de tal forma que ya no quería regresar a clases ni saber nada de sus compañeros de tantos años, y todos apuntaban a lo ocurrido en la fiesta. Finalmente, una mañana, la tutora se acercó al aula y contó lo sucedido. Dijo que el barrio donde Gonzalo vivía era muy pobre y que las condiciones de salud eran terribles. Que el chico se veía muy pálido y que deliraba, tal vez por la fiebre, y gritaba e insultaba a todo el mundo, diciendo que jamás regresaría a clases, que prefería trabajar con su padre en la construcción. Y de ahí no pudieron moverlo. Su padre aceptó la idea y ya no volvería al séptimo grado con ellos.
Algunos dejaron entrever alegría por la noticia, sobre todo después de los incidentes en el baile, pero la mayoría fingió tristeza y desazón por su abandono. Sólo los Amigos del Misterio dedujeron otra posibilidad e intercambiaron miradas intrigantes.
Desde ese momento Juan Diego se sentó solo, y ocasionalmente, se reunía con los dos chicos de adelante para realizar trabajos prácticos.
En las clases de Educación Física le costaba demasiado cumplimentar lo requerido por el profesor, y jugando al fútbol apenas lograba pegarle a la pelota. Sus compañeros solían dejarlo para el final cuando seleccionaban jugadores para el partido, mientras que Damián era uno de los primeros elegidos, o el seleccionador. La metodología era un tanto despiadada con los jugadores, consistía en que dos chicos, generalmente los de mayor carisma y popularidad, se paraban sobre una recta imaginaria y colocaban un pie delante del otro, por turnos, al grito de ¡pan! y ¡queso!, hasta que uno de ellos pisaba el pie del otro. El vencedor comenzaba seleccionando uno de los jugadores que se encontraban alineados frente a ellos; luego era el turno del otro, y así hasta que iban quedando aquellos a los que los chicos conocían como “La resaca”. Estos últimos, a menudo, eran acomodados en cualquiera de los dos bandos, sin importar el número, o, incluso, canjeados de a dos o tres por alguno de los considerados buenos.
Al principio, para Damián, saberse en lo deportivo mejor que Juan Diego le daba una satisfacción poco disimulada, y llegaba a alegrarse del sufrimiento de su compañero, que no era elegido para jugar. Sin embargo, luego de un tiempo, un sentimiento de pena le hizo mirar a Juan Diego con otros ojos. De esta manera, llegó, incluso, a elegirlo en uno de los primeros lugares, alegando que estaba experimentando un seleccionado nuevo que, según decía, podría vencer a cualquiera. De más está decir que luego perdían por goleada.
Mauricio detectó este cambio en su amigo y se lo dijo una mañana, en el patio de deportes, antes de comenzar el partido.
—No te estarás ablandando con él, ¿no? Acordate que casi te roba a Mariana.
—¿Qué decís? ¿No ves que estoy probando un nuevo esquema de juego?
—Mmm, no sé. Ya viste que la última vez perdimos como loco. Para mí que te estás haciendo amigo de él.
Y Damián se quedó en silencio, firme en su postura, pero, interiormente, sabiendo que lo que hacía, lo hacía por algo más que lástima, por algo que le resultaba inexplicable y que, a su vez, se negaba a descubrir.
Juan Diego, por su parte, poseía una actitud humilde y jamás reclamaba a sus compañeros siquiera una pizca de acercamiento. Mas cuando Damián comenzó a hacerlo participar en sus equipos de fútbol, su ánimo fue cambiando y hasta llegó a reír e intercambiar alguna broma con otros compañeros.
Cuando se cruzaba con Damián le dedicaba, al menos, una sonrisa de gratitud. Esas cosas fueron entretejiendo unos lazos delgados pero firmes entre ellos, hasta que ocurrió lo de la plaza.
Fue un mediodía del mes de mayo, a la salida de clases. David estaba enfermo y Damián debía regresar a su casa solo. Para hacerlo, debía atravesar la plaza Aristóbulo del Valle y continuar adelante tres cuadras más. El problema era que había una banda de chicos, encabezada por Julio Salvatierra, uno de los molestos del grado, que habían amenazado a Damián de golpearlo si no dejaba de hacerse el “líder del aula”. Él, claro está, había intentado explicarles que nunca fue su intención ser líder de nada, que las cosas se daban así por lo que cada uno hacía con sus compañeros, pero ellos no estaban dispuestos a escuchar palabras, y sí, muy dispuestos a golpearlo si no cambiaba de actitud.
La popularidad de Damián, sin embargo, continuó creciendo, hasta llegar a ser votado como el mejor compañero del séptimo grado en un simulacro de comicios, y esa fue la gota que rebalsó el vaso. En la primer oportunidad que tuvo, luego de darse a conocer el resultado de la votación, en la que Julio Salvatierra también participaba, éste se arrimó por detrás, y apoyándole con firmeza un puño en la espalda, le dijo al oído:
—A la salida vas a ver lo que le pasa a los cancheritos como vos.
Damián se giró e intentó una descarga verbal. Sin embargo, Julio se alejó sin escucharlo y sin dejar de amenazarlo con el dedo índice levantado. Los que presenciaron la amenaza no pudieron más que lamentarse y hacerse a un lado.
A la salida de clases, Mauricio y los demás Amigos del Misterio se ofrecieron para acompañarlo a su casa, pero él los rechazó terminantemente, para evitar que ellos se metieran en problemas por su causa, y les prometió que todo estaría bien y que nadie se le cruzaría por el camino.
Así, resueltamente, se echó a andar por el camino acostumbrado, sin voltear siquiera una vez para ver si lo seguían. Cuando llegó a la plaza Aristóbulo escuchó que varias voces le gritaban cosas por la espalda. Se giró y vio a Julio y cuatro amigos suyos acercándose con cara de furia, golpeando unos palos contra el suelo y gritándole cosas amedrentadoras.
—¡Tonto! ¡Te dije que te dejaras de hacer el lindo! —lo increpó Julio a corta distancia—. ¡Ahora vas a quedar tan roto que ni tu vieja te va a reconocer!
Damián se sonrió, amenazó con avanzar un paso, con lo que consiguió que ellos se detuvieran, y echó a correr con todas sus fuerzas rumbo a la otra esquina de la plaza. Los pandilleros corrieron detrás de él y, antes que pudiera pasar al lado de la calesita, uno le trabó una pierna con su pie, y lo hizo caer con estrépito al suelo y golpearse con las raíces gruesas de un ombú.
Julio llegó junto a él y, riéndose, descargó el primer golpe con un palo de escoba que traía consigo, justo en el estómago de Damián. Recién entonces los demás comenzaron a patearlo y pegarle con palos en el cuerpo, la espalda y la cabeza.
Luego de un interminable minuto, alguien gritó algo detrás de ellos y los pandilleros se detuvieron.
—¡Eh! ¿Qué te pasa a vos? ¿Qué te metés, gil? —gritó Julio y los cinco se acercaron al desconocido.
Damián se sentó en el lugar con mucho esfuerzo, viendo que le sangraba un labio y que tenía raspados los codos y las rodillas, e intentó identificar a su salvador. De entre los cincos pandilleros se veía un rostro blanco y luminoso, demasiado luminoso, tanto que hería la vista. Los pandilleros parecieron confundidos y se paralizaron.
—¡No molesten más a mi amigo! —dijo el desconocido—. Ahora, ¡váyanse y no vuelvan más!
Los cinco chicos se miraron entre sí, soltaron sus palos asustados y echaron a correr lanzando gritos de terror. Cada tanto volteaban la vista a la carrera para ver si el desconocido los seguía.
Éste, una vez que los pandilleros estuvieron lejos, se aproximó a Damián y su rostro fue perdiendo luminosidad, hasta que se pudo distinguir en él los rasgos definidos de Juan Diego.
—¿Estás bien? —le preguntó un Juan Diego absolutamente desenvuelto.
—Mas o menos... —respondió, incrédulo y aturdido, Damián.
Juan Diego lo ayudó a ponerse de pie y lo llevó hacia un banco que estaba cerca.
—No te procupés por ellos —le dijo—. No te van a molestar más.
—¿Cómo hiciste eso? —preguntó Damián, tratando de limpiarse el guardapolvos— ¿Cómo hacés todas esas cosas extrañas?
Juan Diego no habló, lo miró un buen rato a los ojos y Damián notó, o creyó notar, un brillo especial en ellos, como el reflejo de un farol.
—La explicación es muy larga y de a poco la irás conociendo —respondió al cabo—. Ahora digamos nomás que todo gira en torno a la personalidad. Todo lo que hagas es importante que lo hagas con decisión. Por eso los pandilleros no van a regresar. Comprendieron el mensaje.
Damián entendió la mitad de las palabras de Juan Diego, pero se contentó con esa respuesta. Tenía la sensación de estar sentado junto a alguien mucho mayor que él y no junto a un chico de sólo doce años. Algo así como le ocurría con Mariana, pero en un nivel muy superior. Hablaba con una serenidad increíble y una autoridad tal que no cabía la posibilidad de retrucarle nada.
—Gracias. —le dijo al fin y le extendió la mano. Juan Diego la miró con asombro y la estrechó con calidez.
—Lo volvería a hacer por un ... amigo como vos.
Damián se puso de pie con dificultad, ayudado por Juan Diego, y ambos se saludaron para regresar a sus respectivas casas.
Cuando Juan Diego se alejaba se volvió y le gritó a Damián:
—¡Me olvidaba decirte que me gusta mucho el nombre de tu grupo de amigos!
Damián se detuvo en seco.
—¿Qué nombre?
—Los Amigos del Misterio, claro. Es el nombre perfecto.
Damián no supo si sonreír, agradecer, o negar todo. Sólo atinó a quedarse mirando. Juan Diego saludó con la mano y se alejó.

Al llegar a su casa, lastimado como estaba, su madre y su hermano alborotaron a todo el barrio con sus gritos y corridas. Trajeron rápidamente alcohol, pidieron a los vecinos unas gasas y llamaron al médico de emergencias domiciliarias de la obra social para que viniese a la casa pronto. De nada le sirvió a Damián repetirles hasta el cansancio que se encontraba bien, que no quería que se enterara todo el mundo que le habían pegado los pandilleros y que no se pusieran tan nerviosos, que con sus gritos le hacían doler aún más.
El médico apareció a la media hora y le recetó antiinflamatorios, y le otorgó licencia por dos días para presentar a la escuela.
Damián se quejó porque quería ir a clases al día siguiente y demostrarle a todos que estaba bien y que era capaz de soportar los golpes recibidos, pero su madre fue terminante con eso y no se lo permitió.
—Los compañeros dirán que soy un flojo. ¿Sabés cuántas peleas hay en la escuela y ninguno deja de ir por algunos rasguños? —le decía a su hermano David, tomándose la cara.
—No te preocupes, que yo voy a decir que estás perfecto. Que te defendiste y salieron corriendo.
—Gracias, pero no fue así. Me ayudó Juan Diego.
—Eso no lo van a creer. Él parece tan flojo que no podría pegarle a nadie.
Damián se contuvo de contarle detalles. Era la primera vez que le ocultaba algún hecho extraordinario con respecto a Juan Diego, pero ya no quería que su hermano continuara considerándolo un fantasma o un personaje misterioso. De alguna manera quería reivindicar a Juan Diego, que, después de todo, parecía una buena persona y lo había ayudado en una situación tan grave.
—Es como te digo: dio cuatro gritos y los asustó. No sé, creo que los amenazó con la policía o algo así. Pero si querés no contar eso, no hay problema. Decilo como te parezca mejor.
David asintió, sin aceptar del todo la historia de su hermano.
Cuando fue a la escuela con la noticia, todos sus compañeros y maestras reaccionaron preocupados y muchos de ellos lo llamaron por teléfono para saber de su estado de salud. Damián, a todo esto, había decidido responder bromeando: “Estoy perfecto y ya no me duele nada. Fíjense cómo quedaron los otros, en primer lugar”.
Los Amigos del Misterio se hicieron presente, sin falta, esa misma tarde y se reunieron en torno al maltratado amigo que descansaba en la cama. Cuando Damián vio acercarse a Mariana se destapó rápidamente y se sentó como si estuviera leyendo una revista. Quería impresionarla.
—Hola, Damián —le dijo ella y lo miró con pena.
—¡Hola, Mariana! —respondió él muy animado, poniendo la mejor voz que podía— ¿Vinieron a verme?
—Nos tenías preocupados —agregó y lo besó en la mejilla con calidez. Damián tembló y no por el dolor. Mentalmente se lamentó de que el beso no hubiera sido el que él esperaba. Se preguntaba cuándo podrían comenzar a salir formalmente, y con más precisión, cuándo podría besarla en los labios. Eso era algo con lo que soñaba a diario y que lo preocupaba demasiado. Quería que el momento fuera perfecto y no sólo un beso a las apuradas, con todos los amigos a punto de entrar en su habitación y arruinarlo todo.
Mariana lo miró y ambos se ruborizaron.
En ese momento ingresaron a en el cuarto Mauricio, Guadalupe y David y lo invadieron con preguntas, a las que respondió fiel a su idea de alejar de Juan Diego todo sentimiento adverso.
—Les digo que los asustó con los gritos nomás —repetía—. La verdad que resultó una buena persona.
Los chicos no quisieron tragarse esa respuesta; especialmente Mauricio, que se olía algo extraño, le puso cara de duda, pero no dijo nada.
—A decir verdad, jamás nos hizo nada malo —aceptó Mariana—. Yo siempre pensé que no debíamos creerlo una mala persona.
—Yo sigo pensando que es un fantasma —contraatacó David, y Damián hizo un gesto de dolor—. Pero si ayudó a mi hermano, entonces será un fantasma bueno.
Nadie agregó palabra al asunto. Damián les agradeció enormemente que lo hubieran visitado y les prometió que al día siguiente los vería en la escuela.
Justo antes de que los chicos salieran de su habitación pudo ver, fugazmente, que Mauricio y Guadalupe habían estado agarrándose de las manos, y sonrió. Le hacía muy feliz saber que su amigo al fin se había animado a dar un paso adelante con Guadalupe, y ello le renovaba las fuerzas para abrirle su corazón a Mariana, de una vez por todas. “Mañana”, se dijo, “Mañana será un buen día para ello.”
Al día siguiente, Damián fue recibido por sus compañeros como un héroe y no pudo más que quedarse asombrado. Al parecer Mauricio, Mariana y Guadalupe lo tenían todo planeado y habían contado una historia bastante distinta a la real.
Sus compañeros le palmeaban la espalda y lo felicitaban por la forma en que había enfrentado a los pandilleros y cómo los había ahuyentado luego.
Damián miró en dirección a Juan Diego y éste le hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Se lo veía contento como al resto de la clase y no demostraba sentirse ofendido en absoluto por los créditos de la pelea. También buscó con la vista a Julio Salvatierra, pero no estaba presente y era probable que ya no regresara a clases. Sólo entonces, y con algo de desagrado, se dedicó a vivir la ilusión del héroe y narrar una historia casi fantástica que todos oyeron con mucha atención.
En los días sucesivos, las suposiciones de los alumnos se hicieron realidad, y al revoltoso Julio Salvatierra no se lo volvió a ver por la escuela nunca más.

Una tarde calurosa de fines del mes de mayo, Mauricio y Damián habían realizado una incursión a pie por el barrio de Paternal, motivados por la apertura de un nuevo y amplio local de juegos en red. En la publicidad se explicaba que el lugar estaba dotado de máquinas de última tecnología, lo que les permitiría jugar a los más evolucionados juegos, y no se lo querían perder por nada.
Avanzaron por Warnes hasta llegar a la estación del tren, y doblaron en Jorge Newbery a la izquierda. El local estaba a mitad de cuadra y se lo veía atestado de niños que entraban y salían constantemente. Cuando entraron descubrieron que las cincuenta máquinas estaban ocupadas y que la lista de espera era de varias horas. Se lamentaron e imploraron que les hicieran un lugar, pero no hubo caso. Entonces debieron contentarse con mirar cómo jugaban los demás y apoyar a uno u otro jugador según su habilidad.
A los pocos minutos de permanecer dentro del establecimiento, Mauricio notó un rostro conocido al fondo del salón y se lo indicó a Damián. Ambos se esforzaron y lograron ver que el que allí estaba era Julio Salvatierra. La piel se les erizó en ese momento.
—¿Querés que nos vayamos de acá? —sugirió Mauricio sin quitarle la vista de encima.
—¡No, para nada! Quedémonos un tiempo más. No nos vamos a ir de cada lugar donde lo encontremos —respondió firmemente Damián.
A los pocos minutos, Mauricio vio que Julio Salvatierra se acercaba a ellos en silencio, como mirando algo del otro lado de la puerta de entrada al local, y le tocó el hombro a Damián.
—¡Ahí viene!
Ambos se quedaron viendo como Salvatierra llegaba donde estaban ellos y pasaba de largo sin verlos, con la mirada perdida en la distancia.
—Parece drogado —exclamó Mauricio—. Ni nos vio.
—No está drogado —aseguró un muchacho parado cerca, que había escuchado las palabras de Mauricio—. Yo lo conozco un poco a Julio, de verlo en distintos locales de juegos, y la verdad que no sé qué le pasa. Hace unos días que está así, como dormido, y no se comporta como antes. Si hasta se alejó de todos sus amigos. Algunos dicen que le pegaron con un palo en la cabeza y quedó mal; yo, personalmente, creo que se volvió loco —el muchacho hizo un gesto con la mano sobre su cabeza—. Así, ¡puf! Algo se le quemó acá y, de un día para otro, ya no reconoce a nadie.
Los dos amigos se miraron en silencio, sorprendidos y no respondieron nada a aquel muchacho. Se limitaron a encogerse de hombros y salir pronto del establecimiento.
En el camino de regreso a sus casas apenas comentaron lo ocurrido y llegaron a la conclusión que, lo que fuera que le había ocurrido en su cabeza, ya molestaría a nadie más.

A partir del incidente de la plaza, los lazos de amistad entre Damián y Juan Diego se solidificaron y no hubo mañana en la que no cruzaran palabras o compartieran algún juego en los recreos. Mauricio, por su parte, se mostró comprensivo con su amigo, y aunque no se decidió a tratar a Juan Diego como él, tampoco se colocó en una posición enfrentada o alejada, por más que los celos por la amistad de Damián lo comieran por dentro.
Damián le enseñó a Juan Diego a jugar al Truco, con mentiras y vivezas incluidas, y Juan Diego, por su parte, le enseñó un juego llamado Manos Invisibles, que era el entretenimiento que más le gustaba.
—¿Manos Invisibles? —había preguntado Damián sorprendido, mientras juntaba el mazo de cartas españolas y las colocaba otra vez en su caja—. ¿Qué es eso?
—Es un juego que inventé yo desde muy chico, y te adelanto que es difícil jugarlo bien. —Ambos estaba sentados en el suelo, en un extremo del patio, frente a frente y con las piernas entrecruzadas. Juan Diego se acomodó un poco, hasta quedar al lado de Damián y mirando los dos hacia el fondo extenso, donde jugaban los chicos al fútbol o con las figuritas y las chicas saltando la soga o sobre un pie con la rayuela—. El método de juego es simple, pero lleva mucho tiempo aprender a jugarlo como lo hago yo. Tenés que extender una mano por delante de tus ojos, así, con los dedos entreabiertos, y pensar que la mano ya no está unida a tu cuerpo, sino que está realmente allá, junto a aquellos chicos que juegan en el fondo.
Damián extendió su mano derecha y pudo ver entre los dedos a sus compañeros, pequeñitos como muñecos de juguete.
—Se los ve muy chiquitos —dijo.
—¡Eso es! Y hay que tener cuidado porque nuestra mano es grande... Ahora mové un dedo despacito hasta tocarle el hombro al que hayas elegido tener en tus manos.
Damián lo hizo y la ilusión de la visión le hacía creer que podía tocar a Adrián en el hombro. Sin embargo éste no se daba por enterado de nada y continuaba su camino, saliéndose del foco formado por la mano de Damián.
—Es un juego gracioso —aprobó Damián—, pero un poco aburrido. Es imposible tocarlos realmente desde tan lejos.
Juan Diego lo miró a los ojos y Damián creyó ver nuevamente el mismo brillo de farol de aquella tarde en la plaza.
—No es un juego fácil de jugar. Te lo dije. Pero luego de mucho tiempo de práctica se puede hacer algo como esto...
Juan Diego extendió su mano en el aire, miró entre sus dedos índice y pulgar, sacó la lengua a un costado, como si se concentrara, entrecerró los ojos un poco y movió el índice con suavidad, muy lentamente. Damián observó a lo lejos, siguiendo la ruta imaginaria que trazaba la mirada de Juan Diego, y se topó con Agustina, la flaca de quinto grado. Estaba charlando con otras amigas cuando, de pronto, alguien la empujó por la espalda y la hizo abalanzarse sobre ellas. Tuvieron que sostenerla para que no se cayera.
Damián se sorprendió.
El problema era que detrás de Agustina no había nadie para empujarla. Nadie. Sólo estaba la mano de Juan Diego extendida en la distancia.
Se levantó de un salto y lo miró, entre incrédulo y asustado.
—Es un juego apasionante, ¿no? —dijo él—. Lo importante es jugarlo bien. Si las chicas se dieran cuenta de que fuimos nosotros, estaríamos fritos.
—Yo no fui —se defendió Damián con voz temblorosa—. Yo no puedo hacer esas cosas.
—¡Tranquilizate! No es algo sobrenatural, cualquiera puede hacerlo. Como ya te dije la otra vez, es sólo cuestión de personalidad y voluntad. ¿Querés intentar de vuelta?
—No... no sé. Mejor lo dejamos para otra vez...
—¡Dale! Intentalo. No te des por vencido tan rápido —le insistió Juan Diego, y logró que Damián volviera a sentarse—. Ahora elegí a alguien más cercano. Es más fácil cuanto más cerca están. Yo empecé así.
Damián volvió a extender su mano, ahora más temblorosa, y ubicó pronto a su querida Mariana, caminando con unas amigas, a pocos metros de ellos. No supo si animarse, pero qué podría perder. Como ahora el cuerpo de la niña se veía mucho más grande, jugó en el aire a pellizcarle la cola, siguiéndola a medida que se movía de un lado al otro.
—No pienses en que no podés alcanzarla —le decía Juan Diego, en voz baja para no ser oído por las chicas—. Eso no ayuda. Pensá mejor qué vas a hacer cuando sienta el pellizco.
—¡Nada! ¡Que voy a hacer si yo no puedo pellizcarla desde acá!
—No estés tan seguro. Fijate bien que ahora lo va a sentir. ¡Ahora! ¡Fijate!
Y Damián se concentró en mirar entre sus dedos, creyendo realmente las palabras de Juan Diego, y  vio que Mariana lanzaba un gritito de susto, a la vez que saltaba hacia delante, como impulsada por un dolor agudo.
—¡Viste!
—¿Yo hice eso?
—¡Si! ¡Ja, ja! Te dije que podías. ¡Aprendés muy pronto!
Mariana se volvió hacia ellos enojada, como si supiera que él había sido, y los chicos quedaron petrificados en sus lugares.
—¡Uy, se dio cuenta! —se lamentó Damián con el rostro colorado y transpirando.
—No, qué se va a dar cuenta. Quedate tranquilo y saludala que va a seguir en lo suyo... ¡Dale, saludala!
Damián levantó una mano y la saludó con mucho temor. Mariana, al ver un gesto tan ridículo, no pudo más que sonreír y devolverle el saludo. Luego, sus amigas le lanzaron las burlas lógicas de la situación y fue ella quien se sonrojó. “¡Tiene novio!, ¡tiene novio!”, le decían y ella las quería matar para hacerlas callar.
—¿Viste? Nunca falla —afirmó Juan Diego—. Es un juego muy divertido.

—¡Sí! ¡Qué bueno! —exclamó Damián, con un asombro tan grande que se le congelaba la respiración.

jueves, 22 de marzo de 2007

Capítulo 6: El baile de las sorpresas

Los amigos organizan el primer baile para recaudar fondos, y cuando surgen los problemas encuentran un aliado donde menos lo esperan.

Al mes de clases, apenas, y para demostrar que el título de organizadores no lo tenían en vano, Damián y Mariana decidieron organizar el primer baile estudiantil del año, destinado a recaudar fondos para el viaje de egresados de fin de curso.
La idea era simple, pero requería de mucho esfuerzo y dedicación. Simple porque se basaba en utilizar el patio escolar, cobrar entradas y vender bebidas; y muy esforzada porque había que cumplir con muchos requisitos previos para conseguir prestado el lugar, y luego, movilizar a todos los compañeros para que cada uno pusiera su hombro a la hora de preparar todo.
La primera dificultad fue convencer a la directora Amelia Ramírez Zorraquín de que los chicos de este séptimo grado no eran como los del año pasado, quienes a poco estuvieron de armar un incendio en la escuela y terminar todos presos. No fue tarea fácil y llevó varias mañanas de ablande por parte de Mariana y Jimena, dedicando cada recreo y minutos libres que tuvieran para conversar con ella en la cocina, mates de por medio, elogiando cuanto vestido horroroso se pusiera y minimizando la increíble cantidad de arrugas que surcaban su cara como si fuera un mapa.
—¡Tengo cincuenta y nueve años! —les confesó una vez, luego de haber recibido todo tipo de halagos por su peinado a la moda.
—¿En serio? —fingió asombro Mariana—. Pero si parece más joven que mi mamá, que apenas tiene cuarenta y cinco.
—Y... son los cuidados que una se hace... —confesó la directora sonriente.
—La verdad que no los aparenta —afirmó Jimena, sorbiendo un mate demasiado caliente que le hizo lagrimear.
—¡Ay, gracias chicas, pero me parecen que exageran!
—¡Para nada, para nada! —exclamaron juntas—. Con ese look está hermosa. Si hasta pensábamos invitarla a nuestro primera fiesta para que realizara el baile inaugural...
—Claro que si usted nos lo permite... —apuntaló Jimena.
La directora quedó pensativa y sorbió lentamente su mate.
—El baile inaugural... —dijo como si pudiera verlo—. Suena muy lindo. ¿Y con quien sería? Porque sus compañeros son todos muy chicos para bailar conmigo.
Las chicas no dudaron ni un instante.
—¡Con el profesor de gimnasia, Arnaldo!
—¡No! —se avergonzó ella—. Si debe tener la mitad de mi edad. Hasta podría ser mi hijo. No, no. No podría...
—¡Vamos, dire! Si es un hombre tan lindo, y además, es un gran bailarín. No puede perderse esta oportunidad.
La directora se quedó pensativa, imaginándose quizás, lo que sería bailar con un joven tan atractivo en la apertura de la fiesta.
Las chicas, en ese momento, pudieron dar por descontado la aprobación de la directora para realizar el baile y se miraron sonrientes.
A Damián le tocó encargarse de la parte estructural de la fiesta y eso consistía en conseguir prestado un buen equipo de música y alguien que se dedicara a musicalizar.
Habló con Martín Suviría, el discjockey del año anterior, que ahora trabajaba con su padre en el taller mecánico de la vuelta de su casa, pero éste se había desecho de todo su equipo, vendiéndolo a un precio increíblemente bajo, y pocas ganas tenía de utilizar uno prestado.
Comentó el asunto en clases y resultó que el gordo Carmelo, su propio compañero de clases, tenía en su casa al hombre indicado: su hermano Javier. Él se dedicaba a animar fiestas infantiles y llevaba consigo un buen equipo de sonido, que poco tenía que envidiarle a los profesionales. Javier aceptó casi de inmediato, poniendo únicamente como condición que le permitieran llevar a su novia y que tuvieran algunas consumiciones gratis.
Solucionado esto, aún restaba organizar a los compañeros para el armado del lugar y la contribución con las bebidas y la comida. Damián se paró frente al curso en el horario gentilmente cedido por la maestra de Geografía, y lanzó su discurso con autoridad admirable.
—Chicos, estamos muy cerca de nuestro primer baile estudiantil y necesitamos trabajar todos juntos para que salga bien. Queremos recaudar lo más posible, por lo que les pido que contribuyan con las gaseosas, los varones, y con la comida, las chicas.
—¿Y qué traemos? —preguntó Soledad levantando la mano, como si Damián fuera un profesor.
—Vamos a hacer varios grupos, así no repetimos las comidas —agregó certeramente Mariana, poniéndose de pie—. Podemos traer tortas, empanadas, sanguchitos y lo que nos parezca que se pueda vender. A ver... armemos los grupos por aquí.
Todas las chicas se reunieron en una esquina y se largaron a charlar muy interesadas en lo que cada una sabía que podía traer ese día.
Por su parte, los chicos siguieron con la mirada a Damián y se agruparon en el otro lado del salón. Todos le prestaban atención, excepto los molestos de siempre, que renegaban de toda autoridad y sólo se dedicaban a tirar papeles y tratar, por todos los medios, de estorbar lo más posible.
Entre los chicos, Damián vio el rostro serio de Juan Diego y dudó de qué decirle. Su mirada inspiraba respeto y eso lo desanimó pronto. Prefería que él no fuera del grupo, pero tampoco se animaba a echarlo, por lo que optó por tratarlo como a cualquiera y hablarle lo menos posible. Aún no podía olvidarse lo que los chicos decían de él y de Mariana y eso bloqueaba sus pensamientos.
—Bueno, nosotros traigamos gaseosas descartables de los gustos que son más ricos, en cantidades parejas. A ver, díganme con cuántas puede ponerse cada uno.
Y así fue anotando el número aproximado de bebidas que los chicos traerían. Sin embargo, los revoltosos se negaron absolutamente a ayudar, pero aseguraron que estarían en la fiesta aunque no los invitaran. Un clima de tensión invadió el aula luego de sus palabras amenazantes.
—Me parece que esto se puede complicar —le dijo Mauricio en el oído a Damián y éste aceptó con la cabeza.
—Esperemos que la presencia de la directora alcance para evitar que armen lío.
—Y sinó, podemos pedirles a tu papá y al mío que vengan y los vigilen —propuso Mauricio.
—No. Olvidate. Nada de padres. Si le llegamos a decir que vengan, no nos van a dejar hacer nada solos nunca.

El tercer sábado del mes de abril los alcanzó pronto y debieron apresurarse para llegar a tiempo con todos los preparativos. En un recreo se encargaron de empapelar toda la escuela con publicidad de la fiesta y en el otro organizaron un sorteo de entradas y consumiciones gratis, que les garantizaría la concurrencia de todos los grados de la escuela.
La tarde del viernes y la mañana del sábado fueron dedicadas a pleno a la preparación del patio y las pruebas de sonido y luces, que tan generosamente había llevado el hermano de Carmelo. Todos los chicos del séptimo grado y algunos compañeros de sexto participaron y nadie se quedó sin tareas para hacer. Fue un trabajo en equipo impecable. Incluso Juan Diego, con todo lo de misterioso que tenía, se arremangaba y ayudaba a colocar los parlantes y tirar los cables disimulados que hicieran falta.
Cuando todo estuvo preparado, se despidieron para vestirse para el baile y regresaron antes de las seis de la tarde, hora en que daba comienzo la fiesta.
La directora Zorraquín fue recibida con una ovación por los chicos, vistiendo un elegantísimo vestido plateado, con un corte atrevido en una pierna y con la espalda al descubierto. El profesor de Educación Física elevó las cejas sorprendido por la elegancia de su compañera de baile y la recibió con un beso en la mano.
—Gracias, Arnaldo —le susurró Mauricio por lo bajo al profesor—. Te debemos una.
En la puerta del colegio se colocó el gordo Carmelo para cobrar la entrada y evitar cualquier ingreso indebido. En lo relacionado con la recepción y con una breve guía de los productos a consumir estaban Analía, Jimena, Soledad y Santiago. En la barra, colmados de vasos de plástico y botellas de gaseosas, estaban Ramiro, Alejandro, Fabián y Esteban. Otras cuatro chicas se dedicaban a la venta de alimentos y los Amigos del Misterio a pleno buscaban resolver todo los detalles que se suscitaran a lo largo de la fiesta. Juan Diego, por su parte, sin demostrar un entusiasmo demasiado ferviente, fue destinado a vigilar el baño de caballeros, mientras que Daniela hacía lo mismo con el de damas. Así quedaron distribuidas todas las funciones y el baile pudo dar comienzo.
Se produjo un momento de silencio donde la pareja principal, formada por la directora Amelia y el profesor Arnaldo, fue rodeada por todos los presentes, que ya superaban el centenar de personas, y en seguida se escuchó el Vals del Recuerdo, compuesto por un solo de piano que ganaba en velocidad a medida que avanzaba. La pareja comenzó a volar sobre la pista, demostrando una agilidad para la danza que se tenían bien escondida.
Los chicos miraban con los ojos abiertos cómo la directora de su escuela movía las piernas con una gracia incomparable, y aplaudían con verdaderas ganas.
El vals acabó con un quiebre de cintura espectacular y el patio de la escuela estalló en ensordecedores aplausos y silbidos de aprobación.
Un minuto después, todas las parejas que se habían formado previamente a la fiesta o de forma espontánea allí dentro, se largaron a invadir la pista de baile y a divertirse.

La barra de gaseosas y la de comidas pronto se vieron colmadas de jóvenes que pagaban en buena forma, y los chicos comenzaron a creer que era posible hacer buena ganancia aquella tarde.
Mariana, cada media hora, pasaba por las cajas de ambas barras y contaba el dinero, para luego separarlo y guardarlo en un sitio seguro y evitar así cualquier imprevisto.
Además de la directora y el profesor de Educación Física, acudieron al baile las maestras Mariela Benitez y Natalia Obedobro, quienes habían apoyado a los chicos desde el principio en la organización, y que contribuían al control del buen desenvolvimiento de la fiesta.
Todo parecía avanzar con tranquilidad y alegría hasta que sucedió un hecho lamentable. Damián notó que había algo de revuelo en una esquina del patio pero no pudo ver qué ocurría y le costaba abrirse paso entre los chicos, que a esa hora eran más de doscientos.
Mientras intentaba acercarse vio al gordo Carmelo que se dirigía al baño tomándose la cara con las manos. Lo llamó y éste le mostró una nariz sangrante y un ojo algo cerrado.
—¿Qué te pasó? —le preguntó, llegando junto a él.
—Taverna y Salvatierra trajeron a sus amigos y no pude evitar que entraran —se lamentó—. Ahora andan por ahí molestando a los chicos.
Un nuevo tumulto se agolpó en un rincón y Damián pudo ver que los molestos estaban robando comida a los demás chicos y empujándolos.
Él, Mauricio, David, Mariana y Guadalupe acudieron pronto y trataron de alejar a los chicos de los revoltosos. Éstos, al ver que los hacían a un lado, tomaron una mesa con postres encima y la volcaron, desparramando la comida en el suelo, a la vez que reían a carcajadas y hacían frente a todo el mundo, incluso a las maestras.
Entonces, cuando todo parecía que iba a acabar mal, algo extraño ocurrió. Gonzalo Taverna, que reía con sus amigos, cambió su expresión de pronto, quedando muy serio. Se dio media vuelta sobre sí mismo y le lanzó un golpe a su compinche, Julio Salvatierra, acertándole en plena cara. Éste no pudo reaccionar rápido, por lo sorpresivo del movimiento, y cayó sentado. Miró hacia todos lados y ,con un poco de vergüenza, se levantó y embistió con la cabeza a Gonzalo. El golpe en el estómago lo hizo doblar al medio, y ambos cayeron bajo la mirada desconcertada de sus amigotes. Una vez en el piso, ambos parecieron volver a reconocerse y no supieron cómo reaccionar. Como los dos tenían pequeños cortes sangrantes se levantaron y se metieron en el baño, empujando al pasar a Juan Diego, que los miraba furioso.
Los amigotes de Gonzalo y Julio ingresaron tras ellos y nadie más se atrevió a hacerlo. Y allí fue que ocurrió, otra vez, algo realmente extraño: las lámparas dentro del baño comenzaron a brillar cada vez con mayor intensidad, hasta hacerse enceguecedoras, y finalmente estallaron. De inmediato, los muchachos revoltosos, salieron corriendo en todas direcciones y se fueron de la escuela.
Todos se quedaron viendo lo ocurrido, asombrados. Todos menos los Amigos del Misterio, que miraban con desconfianza al rostro furioso de Juan Diego.
Luego, el baile pudo continuar sin mayores problemas y sólo hubo que limpiar un poco los pisos y cambiar algunas lámparas; y finalizó cerca de las diez de la noche, con una recaudación que nadie había pensado que se podía lograr en un solo baile.
La directora se acercó a los organizadores de la fiesta y los felicitó, y minimizó los incidentes ocurridos, aunque les prometió que para la próxima vez, ella personalmente se encargaría de pedir custodia a la comisaría, para que no volviera a ocurrir nada parecido.
Los chicos realizaron un sorteo de despedida, a modo de agradecimiento por tan buena recaudación, y los postres y tortas sobrantes tuvieron su suerte en la maestra Natalia y en una alumna del sexto grado que los recibieron con enorme alegría.
Todo acabó en paz y los chicos volvieron a sus casas con muchas anécdotas y una gran satisfacción.

martes, 13 de marzo de 2007

Capítulo 5: El sueño de Mariana

¡Por fin sabremos qué soñó Mariana aquella noche, en lo de Mauricio! ¡Por fin podremos comprender su extraña actitud!

Al día siguiente, durante la clase, Mariana se mostró esquiva con Damián y simulaba estar demasiado interesada en cosas sin importancia, pequeñeces que en otros momentos la habrían fastidiado. Si incluso charló con Marta, la fanfarrona del curso que, por ser bonita, creía que podía hacer cuánto quisiera, y hasta se mostró interesada en sus tontas aventuras románticas con los chicos del Comercial de Paternal.
Damián, por su parte, hizo de todo por llamar su atención, ya que se sentía en falta por descubrirla en la sala de música. Se asomó por la ventana del aula en los recreos, en los que Mariana prefirió quedarse dentro, para estudiar, hizo correr la voz de una falsa fiesta que se realizaría en su casa en pocos días y donde estarían sólo sus amigos más queridos, hasta llegó a ofrecerse para pasar al pizarrón a realizar un ejercicio de matemáticas del que no tenía ni idea cómo resolver, sólo para ver si ella le dedicaba, al menos, una mirada piadosa.
Nada dio resultado. No pudo, en las cuatro horas y monedas que duraba la clase, arrancarle el perdón o, aunque sea, una tregua momentánea.
Sin embargo, no se dio por vencido, y al salir de la escuela se apresuró para alcanzarla, y cuando lo hizo, la acompañó en silencio a lo largo de una cuadra interminable.
Al cabo, viendo que no giraba el rostro para mirarlo e ignoraba su presencia, le dijo:
—Disculpá que te esté siguiendo y resulte un poco pesado. Entiendo que estés enojada conmigo y me doy cuenta de que me lo merezco por pensar cosas tan malas de vos. Lo único que te pido es, por favor, que camines un poquito más lento que ya no doy más y no te puedo seguir el paso... ¡Puf!
Mariana se mordió los labios pero no pudo contener una sonrisa, por lo graciosas que le parecieron las palabras de Damián.
—¡Está bien, me convenciste! Te voy a dar un respiro —aceptó ella, deteniéndose y mirándolo con la sonrisa aún dibujada en la cara—. Pero no me vuelvas a hacer esas acusaciones horribles nunca más. —Su rostro cambió hasta casi alcanzar las lágrimas. Las últimas palabras sonaron ahogadas y temblorosas y debió quitar la mirada de los ojos grandes y acuosos de Damián para no llorar.
—Te lo prometo —aseguró él, tocándole un brazo. Ella echó a andar nuevamente, aunque más lento—. Lo hice porque no podía creer que Juan Diego y vos... Bueno, ya sabés lo que se decía en el curso. Pero ahora sé que nada de eso es cierto y te pido que me disculpes. Fui un tonto.
—Ya te disculpé, no me lo recuerdes más. Sólo te voy a decir que me dio mucha bronca que, por darle una mano a un compañero, me inventaran tantas historias raras. Si al menos supieras por qué lo hice...
Hizo silencio de pronto y no agregó ninguna palabra más a su desahogo. A Damián le hincó la curiosidad de saber qué era eso que ocultaba y la acompañó hasta su casa para ver si en el camino se lo confesaba.
No tuvo suerte en ese sentido pero lo que sí pudo rescatar de bueno fue lo bien que se sintió al caminar a su lado a solas, sintiendo su perfume acompañarlos todo el tiempo y el ritmo agitado de su respiración que hablaba de nervios y de sentimientos profundos. La imaginó paseando, tomados de la mano como su novia, y la idea le agradó enormemente. Se preguntó entonces, por qué nunca se animó a pedirle que salieran juntos y por qué aún no se habían besado en serio.
Durante la caminata fue dándose valor para hablarle de ello, pero un frío en el pecho, que lo ahogaba, se lo impidió, hasta que fue demasiado tarde y alcanzaron la casa, el final del paseo.
La madre de Mariana salió a recibirlos y se alegró de encontrarse con él.
—¡Damián, qué lindo que acompañaste a mi hija hasta acá!
—Hola, señora. ¿Cómo está?
—Bien, gracias... Pasá, pasá —lo invitó, al verlo que se quedaba afuera luego de saludar a su amiga—. Supongo que te quedarás a almorzar con nosotros... Es que no venís muy seguido por acá.
—Me esperan en casa, señora —se disculpó Damián—. Mi mamá se va a preocupar si me retraso mucho más.
—¡Ahora la llamo y le aviso! —dijo ella resuelta—. Vas a ver que te deja comer con nosotros.
Ya sin más excusas posibles, pasó al interior de la casa y saludó a Sandra, la hermana mayor de Mariana, que salía de la cocina donde estaban preparando el almuerzo. Sandra lo miró bien y le dirigió una sonrisa cómplice a su hermana menor. Mariana se sonrojó inmediatamente y Damián, que había notado el gesto, simuló estar viendo hacia otra parte y se arrimó a un cuadro realmente feo, fingiendo estar interesado en él.
—¡Ah! ¡Es una porquería...! —le dijo la madre, viendo que miraba el cuadro—. Siempre estoy a punto de tirarlo a la basura, pero me contengo porque es un regalo de la tía Herminia.
Las chicas se rieron y Damián se puso más colorado que la alfombra del comedor.
La mamá de Mariana habló con la de Damián y consiguió que le permitieran quedarse a comer con ellas.

Durante el almuerzo fue más lo que se dijo con las miradas cómplices que iban y venían, que con las pocas palabras rutinarias que intercambiaron: que cómo estaban en su casa, que si le gustaba que hayan comenzado las clases, que cómo andaba la organización del viaje de egresados de fin de año, y otras preguntas que servían de escape a la situación que planteaba su presencia allí.
Acabado el exquisito almuerzo, que a Damián le supo a gloria, la madre y la hermana de Mariana se apresuraron a retirar las cosas de la mesa y a dejarlos a solas, huyendo hacia la cocina a lavar los platos.
Los chicos se miraron un rato en silencio.
—Sé lo que estás pensando —aventuró Damián.
—¿En serio?
—Sí, y la respuesta a esa pregunta es sí —agregó Damián. Mariana casi dio un salto en su silla y él se sorprendió—. Digo, que estaba muy rica la comida. ¿Eso pensabas, no?
—¡Ah! Sí, claro —respondió ella con desilusión—. Qué bueno que te gustó.
—¿Qué, no pensabas en eso?
—No, pero no importa, era una pavada. Yo, en cambio, sí sé qué pensabas vos.
—A ver...
—Qué es eso que no te dije acerca de Juan Diego —dijo ella, apretando los labios hacia un costado.
—Es verdad, lo estuve pensando todo el tiempo. Es que no entiendo por qué fuiste vos quien lo ayudó.
—Te lo voy a contar, pero si me prometés que no se lo vas a decir a nadie.
—Claro que te lo prometo.
—Ni a Mauricio —dijo ella. Damián asintió—. Ni siquiera a David.
—Quedate tranquila. No se lo voy a decir a nadie.
—Bien. Todo tiene que ver con lo que soñé esa noche que nos quedamos a dormir en la casa de Mauricio.
Damián abrió grande los ojos y recordó la intriga que les había producido su silencio aquella mañana.
—¡Es cierto, el sueño!
—Sí. Todos habían soñado con Juan Diego y yo les mentí y les dije que a mí no me había pasado. Pero, en realidad, también me ocurrió. Fue algo bastante raro porque al principio estaba como en una neblina y no me podía mover hacia ninguna parte, entonces vi una luz muy fuerte que se acercaba y que hacía desaparecer de a poco la niebla de alrededor.
Avancé hacia la luz y descubrí que era una ventana abierta. Cuando me asomé para ver del otro lado, vi a un niño pequeño caído en el suelo, de lo que parecía, era el comedor de una casa. El niño lloraba. Y entonces pude ver que la figura alta y furiosa de un hombre se acercaba al niño y le pegaba con un cinto en las piernas y en la espalda, con una saña que nunca había visto antes.
Damián abría cada vez más los ojos pero no quería interrumpirla.
—Enojada, crucé la ventana para hacerle frente al hombre y ayudar al niño, pero no pude tocarlo. Todo era como si estuviera viendo una película. En cierto momento, el niño me miró desde el piso, como pidiendo auxilio, y descubrí que era Juan Diego. Pero de un momento a otro, su rostro cambió y ya no era más él, sino que eras vos, Damián.
—¡¿Yo?!
—Sí. Y en ese momento me largué a llorar, y fue ahí que me despertaron.
Los ojos de Mariana se humedecieron y Damián le aferró una mano.
—¡Qué sueño extraño, che! Pero, ¿qué tiene que ver eso con que te hayas ido sin decir nada, de una forma tan misteriosa? Yo también soñé con él y no me asusté tanto. No entiendo...
—Está todo muy claro, Damián. ¿No ves que Juan Diego es un chico que fue golpeado mucho por su padrastro? Esas golpes eran muy reales y me dio lástima que estuviéramos vigilando a un chico tan sufrido como si fuera una mala persona. Además, después conocimos a ese padrastro y vimos que era un tipo violento. Eso me hizo comprender que mi sueño era cierto. A Juan Diego lo maltrataban.
—En eso tenés razón. Era un borracho muy peligroso. La verdad que no me imagino lo que habrá sufrido teniendo que vivir con una persona así. No lo había pensado.
—¿Entonces entendés por qué me ofrecí enseguida a darle una mano? Yo no creo que él sea malo. A mí me parece que es sólo un chico tímido, con muchos problemas familiares. Y me da mucha lástima por él.
Damián se sintió mal por haber pensado tantas tonterías de ellos, pero aún así, y para quedarse totalmente tranquilo, le preguntó:
—Eso significa que sólo es lástima lo que sentís por él, ¿no?
Mariana se fastidió:
—¡Sí! No estoy enamorada ni nada, si eso te preocupa. Ese muchacho me parece muy sensible y frágil pero no por eso voy a andar de novia con él.
—No, no. Claro, disculpá —se apresuró a decir Damián, e interiormente dio un grito de alegría y de alivio.
—Ya estabas disculpado antes de entrar en casa. No me voy a volver a enojar por esto.
—¿Y tampoco estás enojada porque te haya descubierto en la sala de música utilizando el piano?
Mariana lo miró y frunció el ceño.
—¡Cierto! ¿Por qué hiciste eso?
—Fue extraño. La verdad es que yo pasaba de casualidad por ahí y escuché tu voz dentro de la sala, entonces me acerqué al vidrio de la puerta y vi claramente a Juan Diego al lado tuyo, detrás del piano.
—¿A Juan Diego?
—Sí. Creía estar seguro de lo que veía, pero cuando llegué al aula lo encontré sentado como un zombi en su silla. Entonces volví a la sala de música y entré de golpe. Te juro que no había visto desde afuera a Jimena. No entiendo qué pasó.
—¡Qué raro! Y lo más extraño es que no sos el único que cuenta algo así. Analía me dijo que le había parecido verme paseando en la plaza con él. Lo más gracioso es que yo estaba sola esa vez y que jamás caminamos juntos con él en ninguna parte.
—¡Menos mal! —exclamó Damián aliviado—. Pensé que ustedes ya eran novios y eso me dio mucha bronca.
—¿En serio? ¿Y por qué?
Damián se vio en riesgo e inventó un salida.
—Eh... porque sos mi amiga y siempre quise todo lo mejor para vos, y me parece que ese chico no te conviene.
Mariana se desilusionó otra vez y perdió todas las ganas de continuar con esa charla.
—Bueno, no sigamos hablando de él. Ahora ya sabés lo que estuve ocultando durante tanto tiempo. Por favor, no se lo digas a nadie.
Damián volvió a prometérselo, diciéndole que no había nadie mejor que él para guardar un secreto, y le agradeció que hubiera accedido a contárselo.
Unos minutos más tarde se despidió de Mariana con un pudoroso beso en la mejilla que, sin embargo, lo hizo sonrojar otra vez, y se fue a su casa para preparar la tarea.
Mientras se alejaba, la madre de la chica se acercó a ella y pasó un brazo por encima de sus hombros.
—Quedate tranquila, Mariana, los hombres son todos iguales. Se preocupan por que nadie les robe la chica pero nunca se dan cuenta de lo que una siente.
Mariana miró a su madre con la boca abierta.
—¡Disculpá, hija! —agregó, cayendo en la cuenta de lo que había dicho—. A veces me olvido que ustedes son niños todavía. No me hagas caso. Damián puede ser un chico especial.



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