miércoles, 11 de abril de 2007

Capítulo 9: El camino rápido y el camino lento

La amistad se estrecha y los secretos que Juan Diego oculta se van mostrando, a plena luz del día, como las maravillas que realmente son.
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A medida que pasaban los días se hacía más evidente que Damián había hallado en Juan Diego un nuevo amigo con quien compartir sus tiempos libres, dejando un poco de lado a sus compañeros de siempre.
De esa manera llegó el momento en que su nuevo amigo lo invitó por primera vez a su casa, y él aceptó sin dudar. Era una tarde fría de invierno y las vacaciones estaban próximas. No era tiempo de tormentas, pero sí de cielos grises y vientos fuertes, y de encontrarse con poca gente en las calles.
Damián avanzó por un camino muy conocido y enseguida vio la casa de Mauricio, ubicada en la mitad de la cuadra. Le resultó extraño no dirigirse a su puerta, como hiciera tantas veces, sino caminar hacia la casa de enfrente y tocar el timbre en el buzón de las cartas. Le parecía que Mauricio estaría triste, viéndolo desde la ventana de su habitación, y alimentando un odio inmenso por Juan Diego, porque le había robado a su mejor amigo.
Por las dudas decidió no volverse y evitar descubrir si ello era cierto.
Juan Diego no se hizo tardar y asomó su rostro resplandeciente de alegría, a través de una ventana postigo de la puerta principal.
—¡Qué pronto que llegaste! Recién acabo de comer —le dijo, saliendo a la calle e invitándolo a entrar—. Pasá, que te quiero mostrar algunas cosas.
Damián entró en la casa y se quedó asombrado de lo cálida y confortable que era. El piso de madera y las alfombras de color marrón claro le daban un aire familiar, los cuadros de paisajes coloridos, los juegos de platos decorados y el inmenso tapiz en la pared opuesta de la sala, que mostraba unas sierras y una cascada espléndida, eran detalles perfectos que lo hacían sentir cómodo.
La madre de Juan Diego, Mirta Valdez, salió a su encuentro con una copa larga, cargada de licuado de banana y leche, y lo saludó como si lo conociera de siempre. Sin dudas, su hijo le había contado muchas cosas buenas de él.
—¡Damián! ¡Qué alegría que vengas a visitar a Juani! —exclamó ella, utilizando un apodo muy maternal—. Él no es de invitar a los amigos a su casa. Te debe apreciar mucho.
Damián no supo qué responder y se limitó a sonreír.
—¡Sí, sí! —cortó Juan Diego—. Vení Damián, que te muestro mi cuarto.
Ambos avanzaron por un corto pasillo, a un lado de la sala, y llegaron a la habitación de Juan Diego, que poseía un amplio ventanal con vista a la calle y a la casa de Mauricio. Damián recordó haber pasado varias horas vigilando esa ventana desde afuera, utilizando sus binoculares de detective varios meses atrás, y sintió algo de vergüenza al conocer ahora el interior del lugar.
Juan Diego le dirigió una mirada cómplice y abrió un cajón de la mesa de noche más cercana. De él asomó un pañuelo blanco de seda. Juan Diego sonrió.
—Vos querías saber cómo es que yo hago tantas cosas extraordinarias, ¿no? —Damián asintió—. Bueno, ahora te lo voy a explicar. ¿Sabés lo que es esto?
—Un pañuelo.
—Sí y no. Si le damos el uso corriente es un pañuelo, pero si lo usamos bien, puede ser un medio de transporte muy interesante.
—¿Medio de transporte?
Juan Diego afirmó con la cabeza. Luego tomó el pañuelo y lo extendió delante de los ojos de Damián.
—Este pañuelo es especial. Lo descubrí por casualidad, cuando vivíamos en Parque Chacabuco —el nombre de aquel barrio le erizó la piel a Damián—. Creo que ya sabés que vivimos un tiempo allá.
—Si... pero yo...
—No importa. Dejame continuar —dijo sentándose en el borde de la cama—. Este pañuelo perteneció a un antiguo inquilino de esa casa, un tipo paralítico que lo tenía siempre encima y no se alejaba de él ni un instante. Tan es así que cuando murió, el pañuelo le cubría el rostro —Damián hizo un gesto de miedo, pero no lo interrumpió—. Un familiar lo vio y lo escondió, de bronca, en un recoveco en una pared, que yo después descubrí. Cuando el vecino del fondo me vio que lo tenía, me contó que el viejo decía que podía utilizarlo para viajar sin moverse de su casa. Como si fuera en un sueño. Entonces investigué un buen tiempo hasta que logré algo fascinante.
—¿Qué? —preguntó Damián, tragando saliva.
—Ahora te voy a mostrar. Vení, sentate acá.
Damián accedió y se sentó a su lado.
—No te asustes por lo que voy a hacer, no te va a pasar nada.
Lentamente colocó el pañuelo de seda sobre la cabeza del Damián y éste no pudo contener un escalofrío al recordar que había pertenecido al anciano fallecido.
—El pañuelo ayuda —continuó Juan Diego, acercándose a una ventana y abriendo una hoja de vidrio, por la que se coló un viento fresco—, pero el milagro está dentro de nosotros. Esa es la verdad. Ahora imaginá que vos sos el pañuelo y que este viento puede hacerte volar en cualquier momento.
Damián lo hizo. Temblaba de miedo, pero logró concentrarse y fijar la vista en el pañuelo. Éste, segundos después, se elevó en el aire como arrancado por la brisa fresca y flotó un tiempo sobre su cabeza.
—¡Bien! Ahora el viento te llevará hacia fuera. Dejate llevar por el viento.
El pañuelo se movió cada vez con mayor velocidad y escapó por la ventana abierta, perdiéndose lejos de la vista.
—¡Guauuu! —exclamó Damián—. ¡Estoy volando!
—¡Así es! El pañuelo te permite mover a otras partes sin salir de donde estás. Es así como aquel viejo hacia sus viajes. Y es así como yo hago los míos.
Damián quedó con la boca abierta por el asombro. Sentía que su cuerpo estaba junto a Juan Diego pero sus ojos podían viajar por el aire, por encima de las casas, y atravesar el barrio con gran rapidez.
—Ahora pensá en un lugar donde quieras ir y movete hacia ahí.
Enseguida vino a la mente de Damián un objetivo y el camino se le mostró con una claridad increíble. Al momento estaba entrando por otra ventana semiabierta. La casa en la que estaba ahora era tibia y un aroma agradable, como a colonia de baño, se colaba por debajo de una puerta. Damián avanzó decidido hacia ella y la empujó con algo que no estaba seguro que fuera su mano. Dentro de la habitación había una cama y sobre ella una chica sentada, escribiendo en un cuaderno con letra prolija. Damián, flotando en el aire, se acercó y observó el cuaderno. Era un diario íntimo. La chica se llamaba Mariana y escribía sobre un muchacho llamado Damián, del cual estaba perdidamente enamorada, y se desesperaba porque él no le prestaba la atención que ella necesitaba. Cada vez que escribía el nombre de su amado jugaba con la ondulación de las letras para otorgarle formas hermosas y, de alguna manera, representar con ello cuánto lo quería.
Damián lanzó un suspiro involuntario y las hojas del cuaderno se corrieron. Mariana, viendo que la puerta de su cuarto se había abierto, se acercó y la cerró con un golpe secó. En es momento la corriente de aire que permitía que el pañuelo flotara en forma casi imperceptible, se vio bloqueada y éste perdió altura hasta posarse definitivamente sobre el suelo.
Damián se sintió caer hacia atrás y abrió los ojos. Juan Diego lo miraba, como admirado. Manoteó su cabeza, pero el pañuelo ya no estaba, se había perdido.
—¡Se cayó! ¡Lo perdí!
—En lo de Mariana, ¿no? —adivinó él.
—Sí, tengo que recuperarlo.
Juan Diego se mostró muy tranquilo.
—Es verdad —dijo—. Deberías traérmelo de regreso, pero, siendo que está en lo de tu amiga, no me preocupo. Ya podrás ir allí y pedírselo.
—Sí, sí, Claro. Quedate tranquilo.
—¿No es un viaje maravilloso? —continuó Juan Diego con la misma expresión de admiración.
—¡Es genial! Jamás creí que algo así se pudiera hacer.
—Yo jamás dudé que vos lo pudieras lograr.
—¿Por qué decís eso? Yo soy una persona como cualquiera.
—Es verdad. Yo también lo soy. Lo que nos diferencia de los demás es que nosotros nos damos la libertad de creer que estas cosas son posibles. El milagro está dentro de uno mismo y eso la mayoría de la gente no lo entiende. Pero vos siempre creíste en vos mismo. Lo supe desde aquella mañana en que formábamos fila para izar la bandera y vos me dijiste que no mirara a Mariana, que ella te quería a vos y vos la querías a ella.
Damián abrió la boca de asombro.
—No te lo dije, lo pensé.
—¿Ves que tengo razón? Lo pensaste con tanta intensidad que estabas seguro de que yo podría escucharte. Siempre estuvo dentro tuyo esta capacidad de creer. Con fe todo es posible.
—Eso no puede ser cierto —retrucó Damián—. Conozco gente enferma que cree que la fe lo puede curar y sin embargo no se cura.
—Dentro de la mente humana hay muchos caminos —respondió tranquilamente Juan Diego, empleando nuevamente ese tono que lo hacía parecer de mucha mayor edad—, y cada cosa tiene el suyo propio. Pero, básicamente, existen dos bien diferenciados que te ayudan en cualquier situación de la vida: el camino rápido y el camino lento. Ambos caminos son buenos pero no son igual de útiles. El rápido, por ejemplo, te sirve para aceptar la realidad, creer en existencia de la solución a tus problemas y finalmente, entregarte con la mente tranquila a tu suerte, o a la voluntad de un ser superior, que es prácticamente lo mismo. En cambio, el camino lento, el camino difícil, pesado, áspero, terriblemente repetitivo y hasta rutinario, es el camino que, además de hacerte creer en la solución, te da las herramientas para alcanzarla.
—¿Pero cómo te curás de la nada, si uno no es médico ni sabe cómo funciona el cuerpo?
—No hace falta saber respirar para hacerlo. El cuerpo crece por sí mismo sin que uno esté conciente de cómo funciona. Eso sólo significa que el mecanismo de crecimiento está oculto en tu cuerpo, no que no existe. Si vos supieras como organizar a tus anticuerpos para atacar a la enfermedad cuánto más fácil sería curarte. Ese conocimiento se alcanza a través del camino lento. Y ese es el mejor camino.
—Suena inalcanzable —dijo Damián, moviendo una mano en un gesto de abatimiento.
—No es inalcanzable. Yo, hasta ahora, te he mostrado el camino rápido para que veas de lo que uno es capaz de hacer... pero también puedo enseñarte el lento. Hasta podríamos recorrerlo juntos...
—¿Y cómo es?
—Es un camino tortuoso, lleno de sacrificios y renuncias, donde uno tiene que encontrarse a sí mismo para, luego, poder volver a la sociedad ya transformado —con cada palabra que Juan Diego pronunciaba, Damián comprendía cada vez menos y se esforzaba por no perderle pisada en su discurso—. La personalidad lo es todo, y nadie tiene una personalidad auténtica si convive las veinticuatro horas con los amigos y la familia. Tarde o temprano uno asimila hábitos y modifica los propios, hasta amoldarse al medioambiente donde vive. De esa manera no podés llegar a ser vos mismo. Por eso es necesario renunciar a muchas cosas, entre ellas, a los amigos, para poder alcanzar una finalidad superior.
—¿Dejar a los amigos?
—No abandonarlos, claro. Pero sí alejarse de su influencia dañina lo suficiente como para que nada suyo se nos pegue e influya en nuestra personalidad.
—Pero uno se queda solo entonces.
Juan Diego dudó un momento, sin poder negar que lo que Damián decía era cierto. La prueba de ello era su propia soledad y aislamiento.
—No es fácil aceptar eso, lo sé. Yo mismo me siento feliz con tu compañía y no me gustaría que te alejaras, pero, llegado el momento, deberás hacerlo.
Damián no sabía qué decir. Se sentía maravillado por el viaje que había realizado, pero tantas ideas nuevas y descubrimientos lo mareaban. Sentía su cabeza pesada y no podía pensar con claridad.
—Son muchas cosas juntas, Damián. Y el camino lento, precisamente, requiere que vayamos despacio. No te voy a molestar más por hoy. Sólo te voy a proponer que te des la oportunidad de conocer este camino de descubrimientos y que luego decidas si deseas continuar adelante o volver a tu vida diaria normal.

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