viernes, 27 de abril de 2007

Capítulo 10: Breve paseo por un universo mágico

¿La magia existe? Juan Diego lo sabe. Pero, ¿será del agrado de Damián esa respuesta? ¿Vale la pena recorrer el camino lento?
Las tardes en la casa de Juan Diego se hicieron habituales para Damián, y con ellas, también una serie de ejercicios mentales demasiado estresantes y descorazonadores. No bien arribaba a su casa lo recibían en estricto silencio, porque las palabras sobraban en situaciones como aquellas, él y su madre, y lo hacían pasar a una habitación vacía que había en el fondo, amoblada apenas con una silla y un cesto de basura, donde transcurrían largas horas en silencio, en las que Damián no debía moverse ni emitir sonido alguno. Quedaba en absoluta soledad, con lo que Juan Diego llamaba su yo personal, y debía intentar borrar de su mente todo pensamiento que lo alejara de sí mismo y del conocimiento de su propia persona.
—Pies, piernas, tronco, brazos y cabeza —le había dicho el primer día Juan Diego—. Son esas cinco cosas las que deben ocupar el resto de tu día. No abras los ojos hasta estar completamente seguro de poder recordar cada centímetro de tu cuerpo a la perfección.
“Pies, piernas, tronco, brazos y cabeza”, se repetía constantemente Damián sin poder entender para qué le servirían en el futuro tales conocimientos.
La habitación era completamente blanca y apenas un sonido lejano del rumor de los autos al cruzar por la calle se colaba por una ventana entrecerrada. En esos momentos deseaba poder estar con sus amigos, aprovechando las tardes lindas para andar en bicicleta o jugar al fútbol en la plaza del barrio, pero enseguida venían a su mente las estrictas palabras de Juan Diego y debía borrar tales ideas de su cabeza casi con vergüenza, como si haber hecho eso lo ubicara en una situación comprometida.
Con tanto autocontrol había llegado a pensar que debía hacer todo aquello más por agradar a Juan Diego que por sí mismo, y se preocupaba por mostrarse concentrado cuando él lo venía a buscar para enviarlo a su casa. Luego, mientras caminaba por las calles se preguntaba por qué estaba haciendo todo aquello y si valía la pena tanta tortura física y mental. Pensaba que el camino lento era mucho más lento y tortuoso de lo que Juan Diego le dijera.
Otras tardes, generalmente los martes y los jueves, aunque a veces se cambiaban los días para no acostumbrar al cuerpo, un ejercicio distinto ocupaba la mayor parte del tiempo. Este era un mucho más dinámico que el de la habitación vacía y consistía en caminar por toda la casa con los ojos vendados, sin tropezar con objeto alguno. Claro que esto era muy difícil de hacer porque, al principio, no conocía la ubicación del mobiliario, y luego, cuando ya se había acostumbrado, Juan Diego y su madre, se dedicaban a cambiar todo de lugar para dificultar aún más el aprendizaje.
Su madre se comportaba más como una ayudante sin autoridad que como madre. Apoyaba en todo a su hijo y consentía cualquiera de sus caprichos. Tanto era así que una mirada de Juan Diego podía ser ocasión de alejamiento o de rápida atención, según fuera la necesidad del momento.
Damián llegó a creer que había un trasfondo religioso en todo aquello, que lo obligaba a continuar el aprendizaje, aún cuando en su corazón quería estallar el grito de libertad.
Por las mañanas, en el colegio, cuando se cruzaba con sus amigos de siempre, sentía la obligación de alejarse de ellos lo más posible, para no caer en la tentación de olvidar el camino lento y volcarse a una vida simple y vacía de magia y misterios.
—Si pensás que estás perdiendo el tiempo con todo esto, siempre tenés la posibilidad de regresar a tu vida cotidiana, pero deberías hacerlo pronto, porque cada vez que das un paso adelante en el camino lento y te sumergís más en el universo mágico, se hace mucho más difícil deshacer lo andado —le dijo una vez Juan Diego, viendo su rostro de abatimiento.
—¡No! No voy a aflojar ahora. Sigamos —respondió él firmemente, intentado olvidar los rostros alegres de sus amigos o, al menos, imaginarlos menos felices. Tarea difícil de lograr, si no imposible.

Era evidente que los Amigos del Misterio habían perdido a uno de sus miembros, y uno de los más valiosos y pujantes, pero, aún así, el grupo no se desintegró ni dejó de funcionar como tal. Impulsados por la extraña actitud de Damián hacia ellos a partir del incidente de la plaza Aristóbulo, los cuatro restantes amigos se autoconvocaron en la casa de Mauricio para intentar descubrir qué le estaba ocurriendo.
Mauricio se había colocado sobre los hombros la responsabilidad de mantener vigilados los movimientos de Damián durante las tardes en las que él visitaba la casa de Juan Diego, y puso al corriente a sus amigos.
—Generalmente llega entre las dos y las tres de la tarde y sale luego de las seis, o más tarde. Cuando pasa frente a mi casa mira a la ventana, para ver si yo lo estoy vigilando, pero me escondo siempre y hasta ahora no me descubrió. Lo que más me llama la atención de su actitud es la mirada perdida con la que sale de lo de Juan Diego. Parece como dormido, o peor, hipnotizado.
—Es verdad —afirmó David—. A veces llega a casa con esa cara y yo le pregunto qué le pasa, y me mira extrañado, como si no me viera. Después me dice que nada, que estaba pensando en algo y enseguida vuelve a ser el mismo Damián de siempre. Eso sí, un poco más apagado.
—Me preocupa que ya no nos trate como antes —confesó Mariana, haciendo una mueca de pena—. Está distante, y aunque a veces parece querer decirnos algo, se contiene y nos escapa enseguida. Me parece que la respuesta está allí enfrente, dentro de esa casa. Después de todo, Juan Diego se hizo muy cercano a él y desde ese momento cambió mucho.
—Deberíamos ver qué es lo que hace allí —acotó Guadalupe resuelta—. No hagamos como con Juan Diego, que con tantas intrigas sabemos menos que al principio.
—¿Y qué proponés? ¿Que nos metamos en su casa para averiguarlo? —preguntó Mauricio, jugando con un lápiz.
Todos se quedaron en silencio y se miraron como aprobando la idea.
—¡No me van a decir que quieren hacer eso!
—¿Por qué no? —dijo David—. Allí tienen un jardín muy grande y sería fácil saltar la pared del fondo de la casa, donde hay árboles que nos cubrirían. Más de una vez, cuando la casa estaba abandonada y se nos caía la pelota adentro, yo salté para buscarla.
—Pero nos pueden ver.
—Deberemos ser muy cuidadosos, entonces —aceptó Mariana—. Si queremos ayudar a Damián tenemos que actuar ya mismo.
Diez minutos después, los cuatro chicos estaban trepados a la tapia que separaba el fondo de la casa de Juan Diego de un terreno baldío, al que se accedía por la calle de atrás.
—¡Tené cuidado, Mauri! —le indicó Guadalupe desde abajo cuando éste asomaba la cabeza para ver si el jardín estaba despejado.
—No hay problema. Podemos pasar ahora que no hay nadie cerca.
Uno a uno fueron cruzando la tapia y ocultándose detrás de un conjunto de plantas de hojas grandes que constituían un buen refugio.
Una vez dentro del terreno de la casa, Mauricio hizo una seña para que lo siguieran, y todos se aproximaron agachados y con sigilo a una ventana entreabierta por la que podrían ver hacia adentro.
Se asomaron con cautela, hasta que estuvieron seguros de no ser descubiertos. Dentro pudieron observar la sala de estar, que desde esa ubicación resultaba un sitio agradable y bien amueblado. Lo sorprendente del lugar era el silencio increíble que allí reinaba. Nada rechinaba, nada se caía de golpe, ni siquiera se oían pasos o murmullos, parecía no haber nadie dentro.
David descubrió pronto otra ventana, un poco más al fondo de la casa y los chicos se acercaron a ella. Las hojas de madera que la cubrían estaban sin la traba interna y con sólo tocarla pudieron abrirla lentamente, lo suficiente como para que sus pequeños ojos pudieran ver.
Se encontraron con una habitación completamente vacía, pintada de un color blanco muy sobrio. Abrieron un poco más la ventana y descubrieron en un rincón lejano del cuarto, sentado sobre una silla, a un Damián muy extraño. Tenía el rostro tan pálido como el del propio Juan Diego y cerraba los ojos con fuerza. Estaba rígido en una misma posición y no movía un solo músculo del cuerpo.
Los amigos se sorprendieron y se miraron alarmados. Mauricio les consultó con la mirada qué podían hacer y los demás le respondieron encogiéndose de hombros. Estaban asustados.
En ese momento, mientras decidían cómo intervenir, ingresó en la habitación Juan Diego, con una sonrisa dibujada en el rostro, y los cuatro amigos se ocultaron apenas a tiempo. “Ahora podés ir a tu casa” dijo Juan Diego, y Damián se puso en pie de inmediato, sin hablar.
Mauricio les hizo una seña apresurada y todos se movieron hacia la primera ventana que habían descubierto. A través de ella pudieron ver a Damián abandonando la casa en el más inexplicable de los silencios, sin saludar a nadie ni volverse siquiera. En ese momento, los Amigos del Misterio saltaron nuevamente la tapia y cruzaron el terreno baldío, para emerger en la calle trasera. Recién entonces se animaron a hablar y discutieron un largo rato sobre qué significaba lo que habían visto.
—Yo creo que es alguna clase de ritual —observó Guadalupe—, como un ejercicio de meditación.
—Sí, eso parece —convino Mariana—. Una meditación profunda, que poco a poco va apagando esa chispa de alegría que hay en él.
—Y que va alejándolo de nosotros —agregó Mauricio—. Deberíamos hacer algo para recuperarlo.
—¡Eso! —exclamó Mariana—. Nosotros somos sus amigos, él nos va a escuchar.
Y a partir de ese momento no hubo ocasión que no aprovecharan para llamarle la atención con cualquier excusa: invitarlo a sus casas a jugar a tal o cuál juego, preparar los detalles del viaje que realizarían a fin de año, cuando egresaran, o cualquier otra actividad que significara compartir un momento agradable juntos.
A pesar de todos sus esfuerzos, Damián siempre se mostró esquivo y distante, aunque de vez en cuando dejaba entrever una tenue luz del Damián que fuera semanas atrás.
Así fueron pasando los días, largos y rutinarios para él, donde los ejercicios mentales ocupaban la mayor parte de su atención y su vida perdía en actividades físicas y esparcimiento.

Una tarde de invierno, cuando ya estaba cerca el receso escolar, Damián, en su camino a la casa de Juan Diego, descubrió que de la ventana del cuarto de Mauricio, él se asomaba, siguiéndolo con la mirada en silencio, con un gesto de tristeza infinita en su rostro. Deseó gritarle a su amigo para que bajara y charlaran un rato, pero una voz sonó dentro de su cabeza diciéndole que no lo hiciera, que aún no era tiempo. Era una voz extraña, grave y profunda, como la de un anciano. Damián se asustó un poco y se apresuró a ingresar en la casa de Juan Diego.
Cuando éste lo vio, comprendió inmediatamente qué lo atemorizaba y se mostró sorprendido.
—No me digas que ya has escuchado al maestro —le dijo.
—¿A quién?
—El maestro habla en nuestras cabezas y en nuestro corazón, Damián. Él es sabio y guía nuestros pasos en los momentos difíciles. ¡No puedo creer que ya lo hayas escuchado!
—Escuché una voz de un hombre grande que me dijo que aún no era tiempo de hablar con Mauricio. No entiendo por qué me dijo eso.
—Él puede ver en nuestros corazones y sabe qué nos conviene. Si él te dijo que no es el tiempo, entonces, no lo es.
Juan Diego parecía exaltado y sonreía tanto que daba miedo. Su rostro tenía la expresión de un maniático y eso atemorizó a Damián.
—Esto merece un festejo especial —dijo y sacó de su bolsillo el pañuelo de seda blanco que Damián perdiera en la casa de Mariana.
—¿Cómo lo conseguiste? —le preguntó.
—Ya hace unos cuantos días que lo recuperé, por eso no te recordé que me lo trajeras —explicó—. Resulta que uno, después de mucho tiempo de estar en contacto con él, puede llamarlo desde dondequiera que esté, y si el llamado es lo suficientemente firme y decidido, el pañuelo regresa.
—¿En serio?
—Así es. Pero vení, vamos a utilizarlo juntos esta vez.
Ambos se sentaron sobre la cama, uno al lado del otro, tomaron el pañuelo entre sus manos y cerraron los ojos. Pronto se vieron transportados más allá de la ventana, flotando en el aire fresco y volando por encima de las casas y los árboles.
—¿No es hermoso? —gritó Juan Diego.
—¡Si, lo es! —respondió Damián, mirando hacia todas parte con la misma alegría de la primera vez.
Volaban sobre la gente, que no podía verlos pasar, cruzaban entre los autos, saltaban sobre las casas. Se sentían completamente libres y felices. Sin embargo, sin darse cuenta, se toparon de pronto con la casa de Mariana y el corazón de Damián se estremeció. Voló hasta su ventana y la vio dentro de su habitación, sentada sobre la cama, haciendo la tarea, muy concentrada. Era tan hermosa que no podía contenerse las ganas de hablarle y gritó su nombre desde el otro lado de la ventana. Ella pareció escucharlo y buscó por todas partes de dónde provenía aquella voz.
Juan Diego se acercó a Damián con mirada de espanto, y tomándolo de un hombro, lo alejó de la ventana antes que Mariana pudiera descubrirlo.
—No hagas eso —le reprochó mientras regresaban a la casa—. Cuando uno desea tanto poder comunicarse, a menudo puede lograrlo. Imaginate qué hubiera pasado si ella te veía flotando frente a su ventana.
Ambos abrieron los ojos y volvieron a encontrarse sentados sobre la cama de Juan Diego.
—Perdoná. No me di cuenta —se disculpó Damián—. Es que últimamente tengo tantos deseos de volver a hablar con mis amigos y jugar en la plaza por las tardes, que no pude evitarlo.
Juan Diego se quedó pensativo un momento y luego volvió a hablar.
—Mirá Damián, me parece que eso que te pasa tiene bastante sentido. No sé si es justo para vos atravesar el camino lento a cambio de tantas cosas que hacían feliz tu vida. Quizás debamos detenernos aquí.
—Pero yo también quiero seguir avanzando. Sólo es que extraño a mis amigos. Quizás pueda hacer las dos cosas al mismo tiempo.
Juan Diego negó terminantemente con la cabeza.
—No. No se pude vivir dos vidas simultáneamente. Porque una se opone a la otra y la entorpece. Si vas a regresar con tus amigos tiene que ser en forma total, si en cambio, querés continuar en el camino lento, también tu entrega debe ser completa. No hay lugar para ambigüedades.
Damián se quedó sin palabras.
—Si el maestro se comunicó con vos podemos estar seguros que él sabrá guiarte para que tomes la mejor decisión. Ahora andá a tu casa y quedate tranquilo, que esta noche el maestro guiará tu corazón y tu mente y hallarás una respuesta, y mañana por la mañana podrás contármela.
Damián se levantó y caminó hacia la puerta.
—¡Ah! Además quiero que te lleves esto —agregó Juan Diego extendiéndole el pañuelo de seda—. Esto te ayudará a creer en vos mismo.
—¿Me lo prestás?
Juan Diego afirmó con la cabeza.
—Te va a ser muy útil en el momento de tomar la decisión. Total, mañana me lo devolvés y listo. Damián aceptó el pañuelo y lo guardó contento en su mochila. Luego se volvió y salió de la casa. Una vez en la calle pudo ver que la luz del cuarto de Mauricio, en la casa de enfrente, se encendía, y sonrió.

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