jueves, 29 de marzo de 2007

Capítulo 7: Un nuevo amigo

Juan Diego no deja de ser misterioso, pero aún no lo conocen realmente. Damián se animará a ir un poco más lejos y eso hará que una pequeña amistad nazca entre ellos.

Al mes y medio de clases, Gonzalo Taverna, el compañero de banco de Juan Diego, dejó de concurrir a la escuela. Algunos maestros se preocuparon. El chico era rebelde y faltaba a clases en forma habitual, pero nunca lo había hecho por tanto tiempo como esa vez. La maestra Mariela Benitez, la tutora del grado, se encargó de averiguar qué le pasaba.
A los oídos de los chicos llegó, en un principio, una versión que indicaba que ella lo había encontrado en su cama, amarillo como un limón y volando de fiebre, y que había insistido para que la madre lo llevara al hospital, donde le decretaron hepatitis. Más tarde, otro rumor decía que algo lo había asustado de tal forma que ya no quería regresar a clases ni saber nada de sus compañeros de tantos años, y todos apuntaban a lo ocurrido en la fiesta. Finalmente, una mañana, la tutora se acercó al aula y contó lo sucedido. Dijo que el barrio donde Gonzalo vivía era muy pobre y que las condiciones de salud eran terribles. Que el chico se veía muy pálido y que deliraba, tal vez por la fiebre, y gritaba e insultaba a todo el mundo, diciendo que jamás regresaría a clases, que prefería trabajar con su padre en la construcción. Y de ahí no pudieron moverlo. Su padre aceptó la idea y ya no volvería al séptimo grado con ellos.
Algunos dejaron entrever alegría por la noticia, sobre todo después de los incidentes en el baile, pero la mayoría fingió tristeza y desazón por su abandono. Sólo los Amigos del Misterio dedujeron otra posibilidad e intercambiaron miradas intrigantes.
Desde ese momento Juan Diego se sentó solo, y ocasionalmente, se reunía con los dos chicos de adelante para realizar trabajos prácticos.
En las clases de Educación Física le costaba demasiado cumplimentar lo requerido por el profesor, y jugando al fútbol apenas lograba pegarle a la pelota. Sus compañeros solían dejarlo para el final cuando seleccionaban jugadores para el partido, mientras que Damián era uno de los primeros elegidos, o el seleccionador. La metodología era un tanto despiadada con los jugadores, consistía en que dos chicos, generalmente los de mayor carisma y popularidad, se paraban sobre una recta imaginaria y colocaban un pie delante del otro, por turnos, al grito de ¡pan! y ¡queso!, hasta que uno de ellos pisaba el pie del otro. El vencedor comenzaba seleccionando uno de los jugadores que se encontraban alineados frente a ellos; luego era el turno del otro, y así hasta que iban quedando aquellos a los que los chicos conocían como “La resaca”. Estos últimos, a menudo, eran acomodados en cualquiera de los dos bandos, sin importar el número, o, incluso, canjeados de a dos o tres por alguno de los considerados buenos.
Al principio, para Damián, saberse en lo deportivo mejor que Juan Diego le daba una satisfacción poco disimulada, y llegaba a alegrarse del sufrimiento de su compañero, que no era elegido para jugar. Sin embargo, luego de un tiempo, un sentimiento de pena le hizo mirar a Juan Diego con otros ojos. De esta manera, llegó, incluso, a elegirlo en uno de los primeros lugares, alegando que estaba experimentando un seleccionado nuevo que, según decía, podría vencer a cualquiera. De más está decir que luego perdían por goleada.
Mauricio detectó este cambio en su amigo y se lo dijo una mañana, en el patio de deportes, antes de comenzar el partido.
—No te estarás ablandando con él, ¿no? Acordate que casi te roba a Mariana.
—¿Qué decís? ¿No ves que estoy probando un nuevo esquema de juego?
—Mmm, no sé. Ya viste que la última vez perdimos como loco. Para mí que te estás haciendo amigo de él.
Y Damián se quedó en silencio, firme en su postura, pero, interiormente, sabiendo que lo que hacía, lo hacía por algo más que lástima, por algo que le resultaba inexplicable y que, a su vez, se negaba a descubrir.
Juan Diego, por su parte, poseía una actitud humilde y jamás reclamaba a sus compañeros siquiera una pizca de acercamiento. Mas cuando Damián comenzó a hacerlo participar en sus equipos de fútbol, su ánimo fue cambiando y hasta llegó a reír e intercambiar alguna broma con otros compañeros.
Cuando se cruzaba con Damián le dedicaba, al menos, una sonrisa de gratitud. Esas cosas fueron entretejiendo unos lazos delgados pero firmes entre ellos, hasta que ocurrió lo de la plaza.
Fue un mediodía del mes de mayo, a la salida de clases. David estaba enfermo y Damián debía regresar a su casa solo. Para hacerlo, debía atravesar la plaza Aristóbulo del Valle y continuar adelante tres cuadras más. El problema era que había una banda de chicos, encabezada por Julio Salvatierra, uno de los molestos del grado, que habían amenazado a Damián de golpearlo si no dejaba de hacerse el “líder del aula”. Él, claro está, había intentado explicarles que nunca fue su intención ser líder de nada, que las cosas se daban así por lo que cada uno hacía con sus compañeros, pero ellos no estaban dispuestos a escuchar palabras, y sí, muy dispuestos a golpearlo si no cambiaba de actitud.
La popularidad de Damián, sin embargo, continuó creciendo, hasta llegar a ser votado como el mejor compañero del séptimo grado en un simulacro de comicios, y esa fue la gota que rebalsó el vaso. En la primer oportunidad que tuvo, luego de darse a conocer el resultado de la votación, en la que Julio Salvatierra también participaba, éste se arrimó por detrás, y apoyándole con firmeza un puño en la espalda, le dijo al oído:
—A la salida vas a ver lo que le pasa a los cancheritos como vos.
Damián se giró e intentó una descarga verbal. Sin embargo, Julio se alejó sin escucharlo y sin dejar de amenazarlo con el dedo índice levantado. Los que presenciaron la amenaza no pudieron más que lamentarse y hacerse a un lado.
A la salida de clases, Mauricio y los demás Amigos del Misterio se ofrecieron para acompañarlo a su casa, pero él los rechazó terminantemente, para evitar que ellos se metieran en problemas por su causa, y les prometió que todo estaría bien y que nadie se le cruzaría por el camino.
Así, resueltamente, se echó a andar por el camino acostumbrado, sin voltear siquiera una vez para ver si lo seguían. Cuando llegó a la plaza Aristóbulo escuchó que varias voces le gritaban cosas por la espalda. Se giró y vio a Julio y cuatro amigos suyos acercándose con cara de furia, golpeando unos palos contra el suelo y gritándole cosas amedrentadoras.
—¡Tonto! ¡Te dije que te dejaras de hacer el lindo! —lo increpó Julio a corta distancia—. ¡Ahora vas a quedar tan roto que ni tu vieja te va a reconocer!
Damián se sonrió, amenazó con avanzar un paso, con lo que consiguió que ellos se detuvieran, y echó a correr con todas sus fuerzas rumbo a la otra esquina de la plaza. Los pandilleros corrieron detrás de él y, antes que pudiera pasar al lado de la calesita, uno le trabó una pierna con su pie, y lo hizo caer con estrépito al suelo y golpearse con las raíces gruesas de un ombú.
Julio llegó junto a él y, riéndose, descargó el primer golpe con un palo de escoba que traía consigo, justo en el estómago de Damián. Recién entonces los demás comenzaron a patearlo y pegarle con palos en el cuerpo, la espalda y la cabeza.
Luego de un interminable minuto, alguien gritó algo detrás de ellos y los pandilleros se detuvieron.
—¡Eh! ¿Qué te pasa a vos? ¿Qué te metés, gil? —gritó Julio y los cinco se acercaron al desconocido.
Damián se sentó en el lugar con mucho esfuerzo, viendo que le sangraba un labio y que tenía raspados los codos y las rodillas, e intentó identificar a su salvador. De entre los cincos pandilleros se veía un rostro blanco y luminoso, demasiado luminoso, tanto que hería la vista. Los pandilleros parecieron confundidos y se paralizaron.
—¡No molesten más a mi amigo! —dijo el desconocido—. Ahora, ¡váyanse y no vuelvan más!
Los cinco chicos se miraron entre sí, soltaron sus palos asustados y echaron a correr lanzando gritos de terror. Cada tanto volteaban la vista a la carrera para ver si el desconocido los seguía.
Éste, una vez que los pandilleros estuvieron lejos, se aproximó a Damián y su rostro fue perdiendo luminosidad, hasta que se pudo distinguir en él los rasgos definidos de Juan Diego.
—¿Estás bien? —le preguntó un Juan Diego absolutamente desenvuelto.
—Mas o menos... —respondió, incrédulo y aturdido, Damián.
Juan Diego lo ayudó a ponerse de pie y lo llevó hacia un banco que estaba cerca.
—No te procupés por ellos —le dijo—. No te van a molestar más.
—¿Cómo hiciste eso? —preguntó Damián, tratando de limpiarse el guardapolvos— ¿Cómo hacés todas esas cosas extrañas?
Juan Diego no habló, lo miró un buen rato a los ojos y Damián notó, o creyó notar, un brillo especial en ellos, como el reflejo de un farol.
—La explicación es muy larga y de a poco la irás conociendo —respondió al cabo—. Ahora digamos nomás que todo gira en torno a la personalidad. Todo lo que hagas es importante que lo hagas con decisión. Por eso los pandilleros no van a regresar. Comprendieron el mensaje.
Damián entendió la mitad de las palabras de Juan Diego, pero se contentó con esa respuesta. Tenía la sensación de estar sentado junto a alguien mucho mayor que él y no junto a un chico de sólo doce años. Algo así como le ocurría con Mariana, pero en un nivel muy superior. Hablaba con una serenidad increíble y una autoridad tal que no cabía la posibilidad de retrucarle nada.
—Gracias. —le dijo al fin y le extendió la mano. Juan Diego la miró con asombro y la estrechó con calidez.
—Lo volvería a hacer por un ... amigo como vos.
Damián se puso de pie con dificultad, ayudado por Juan Diego, y ambos se saludaron para regresar a sus respectivas casas.
Cuando Juan Diego se alejaba se volvió y le gritó a Damián:
—¡Me olvidaba decirte que me gusta mucho el nombre de tu grupo de amigos!
Damián se detuvo en seco.
—¿Qué nombre?
—Los Amigos del Misterio, claro. Es el nombre perfecto.
Damián no supo si sonreír, agradecer, o negar todo. Sólo atinó a quedarse mirando. Juan Diego saludó con la mano y se alejó.

Al llegar a su casa, lastimado como estaba, su madre y su hermano alborotaron a todo el barrio con sus gritos y corridas. Trajeron rápidamente alcohol, pidieron a los vecinos unas gasas y llamaron al médico de emergencias domiciliarias de la obra social para que viniese a la casa pronto. De nada le sirvió a Damián repetirles hasta el cansancio que se encontraba bien, que no quería que se enterara todo el mundo que le habían pegado los pandilleros y que no se pusieran tan nerviosos, que con sus gritos le hacían doler aún más.
El médico apareció a la media hora y le recetó antiinflamatorios, y le otorgó licencia por dos días para presentar a la escuela.
Damián se quejó porque quería ir a clases al día siguiente y demostrarle a todos que estaba bien y que era capaz de soportar los golpes recibidos, pero su madre fue terminante con eso y no se lo permitió.
—Los compañeros dirán que soy un flojo. ¿Sabés cuántas peleas hay en la escuela y ninguno deja de ir por algunos rasguños? —le decía a su hermano David, tomándose la cara.
—No te preocupes, que yo voy a decir que estás perfecto. Que te defendiste y salieron corriendo.
—Gracias, pero no fue así. Me ayudó Juan Diego.
—Eso no lo van a creer. Él parece tan flojo que no podría pegarle a nadie.
Damián se contuvo de contarle detalles. Era la primera vez que le ocultaba algún hecho extraordinario con respecto a Juan Diego, pero ya no quería que su hermano continuara considerándolo un fantasma o un personaje misterioso. De alguna manera quería reivindicar a Juan Diego, que, después de todo, parecía una buena persona y lo había ayudado en una situación tan grave.
—Es como te digo: dio cuatro gritos y los asustó. No sé, creo que los amenazó con la policía o algo así. Pero si querés no contar eso, no hay problema. Decilo como te parezca mejor.
David asintió, sin aceptar del todo la historia de su hermano.
Cuando fue a la escuela con la noticia, todos sus compañeros y maestras reaccionaron preocupados y muchos de ellos lo llamaron por teléfono para saber de su estado de salud. Damián, a todo esto, había decidido responder bromeando: “Estoy perfecto y ya no me duele nada. Fíjense cómo quedaron los otros, en primer lugar”.
Los Amigos del Misterio se hicieron presente, sin falta, esa misma tarde y se reunieron en torno al maltratado amigo que descansaba en la cama. Cuando Damián vio acercarse a Mariana se destapó rápidamente y se sentó como si estuviera leyendo una revista. Quería impresionarla.
—Hola, Damián —le dijo ella y lo miró con pena.
—¡Hola, Mariana! —respondió él muy animado, poniendo la mejor voz que podía— ¿Vinieron a verme?
—Nos tenías preocupados —agregó y lo besó en la mejilla con calidez. Damián tembló y no por el dolor. Mentalmente se lamentó de que el beso no hubiera sido el que él esperaba. Se preguntaba cuándo podrían comenzar a salir formalmente, y con más precisión, cuándo podría besarla en los labios. Eso era algo con lo que soñaba a diario y que lo preocupaba demasiado. Quería que el momento fuera perfecto y no sólo un beso a las apuradas, con todos los amigos a punto de entrar en su habitación y arruinarlo todo.
Mariana lo miró y ambos se ruborizaron.
En ese momento ingresaron a en el cuarto Mauricio, Guadalupe y David y lo invadieron con preguntas, a las que respondió fiel a su idea de alejar de Juan Diego todo sentimiento adverso.
—Les digo que los asustó con los gritos nomás —repetía—. La verdad que resultó una buena persona.
Los chicos no quisieron tragarse esa respuesta; especialmente Mauricio, que se olía algo extraño, le puso cara de duda, pero no dijo nada.
—A decir verdad, jamás nos hizo nada malo —aceptó Mariana—. Yo siempre pensé que no debíamos creerlo una mala persona.
—Yo sigo pensando que es un fantasma —contraatacó David, y Damián hizo un gesto de dolor—. Pero si ayudó a mi hermano, entonces será un fantasma bueno.
Nadie agregó palabra al asunto. Damián les agradeció enormemente que lo hubieran visitado y les prometió que al día siguiente los vería en la escuela.
Justo antes de que los chicos salieran de su habitación pudo ver, fugazmente, que Mauricio y Guadalupe habían estado agarrándose de las manos, y sonrió. Le hacía muy feliz saber que su amigo al fin se había animado a dar un paso adelante con Guadalupe, y ello le renovaba las fuerzas para abrirle su corazón a Mariana, de una vez por todas. “Mañana”, se dijo, “Mañana será un buen día para ello.”
Al día siguiente, Damián fue recibido por sus compañeros como un héroe y no pudo más que quedarse asombrado. Al parecer Mauricio, Mariana y Guadalupe lo tenían todo planeado y habían contado una historia bastante distinta a la real.
Sus compañeros le palmeaban la espalda y lo felicitaban por la forma en que había enfrentado a los pandilleros y cómo los había ahuyentado luego.
Damián miró en dirección a Juan Diego y éste le hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Se lo veía contento como al resto de la clase y no demostraba sentirse ofendido en absoluto por los créditos de la pelea. También buscó con la vista a Julio Salvatierra, pero no estaba presente y era probable que ya no regresara a clases. Sólo entonces, y con algo de desagrado, se dedicó a vivir la ilusión del héroe y narrar una historia casi fantástica que todos oyeron con mucha atención.
En los días sucesivos, las suposiciones de los alumnos se hicieron realidad, y al revoltoso Julio Salvatierra no se lo volvió a ver por la escuela nunca más.

Una tarde calurosa de fines del mes de mayo, Mauricio y Damián habían realizado una incursión a pie por el barrio de Paternal, motivados por la apertura de un nuevo y amplio local de juegos en red. En la publicidad se explicaba que el lugar estaba dotado de máquinas de última tecnología, lo que les permitiría jugar a los más evolucionados juegos, y no se lo querían perder por nada.
Avanzaron por Warnes hasta llegar a la estación del tren, y doblaron en Jorge Newbery a la izquierda. El local estaba a mitad de cuadra y se lo veía atestado de niños que entraban y salían constantemente. Cuando entraron descubrieron que las cincuenta máquinas estaban ocupadas y que la lista de espera era de varias horas. Se lamentaron e imploraron que les hicieran un lugar, pero no hubo caso. Entonces debieron contentarse con mirar cómo jugaban los demás y apoyar a uno u otro jugador según su habilidad.
A los pocos minutos de permanecer dentro del establecimiento, Mauricio notó un rostro conocido al fondo del salón y se lo indicó a Damián. Ambos se esforzaron y lograron ver que el que allí estaba era Julio Salvatierra. La piel se les erizó en ese momento.
—¿Querés que nos vayamos de acá? —sugirió Mauricio sin quitarle la vista de encima.
—¡No, para nada! Quedémonos un tiempo más. No nos vamos a ir de cada lugar donde lo encontremos —respondió firmemente Damián.
A los pocos minutos, Mauricio vio que Julio Salvatierra se acercaba a ellos en silencio, como mirando algo del otro lado de la puerta de entrada al local, y le tocó el hombro a Damián.
—¡Ahí viene!
Ambos se quedaron viendo como Salvatierra llegaba donde estaban ellos y pasaba de largo sin verlos, con la mirada perdida en la distancia.
—Parece drogado —exclamó Mauricio—. Ni nos vio.
—No está drogado —aseguró un muchacho parado cerca, que había escuchado las palabras de Mauricio—. Yo lo conozco un poco a Julio, de verlo en distintos locales de juegos, y la verdad que no sé qué le pasa. Hace unos días que está así, como dormido, y no se comporta como antes. Si hasta se alejó de todos sus amigos. Algunos dicen que le pegaron con un palo en la cabeza y quedó mal; yo, personalmente, creo que se volvió loco —el muchacho hizo un gesto con la mano sobre su cabeza—. Así, ¡puf! Algo se le quemó acá y, de un día para otro, ya no reconoce a nadie.
Los dos amigos se miraron en silencio, sorprendidos y no respondieron nada a aquel muchacho. Se limitaron a encogerse de hombros y salir pronto del establecimiento.
En el camino de regreso a sus casas apenas comentaron lo ocurrido y llegaron a la conclusión que, lo que fuera que le había ocurrido en su cabeza, ya molestaría a nadie más.

A partir del incidente de la plaza, los lazos de amistad entre Damián y Juan Diego se solidificaron y no hubo mañana en la que no cruzaran palabras o compartieran algún juego en los recreos. Mauricio, por su parte, se mostró comprensivo con su amigo, y aunque no se decidió a tratar a Juan Diego como él, tampoco se colocó en una posición enfrentada o alejada, por más que los celos por la amistad de Damián lo comieran por dentro.
Damián le enseñó a Juan Diego a jugar al Truco, con mentiras y vivezas incluidas, y Juan Diego, por su parte, le enseñó un juego llamado Manos Invisibles, que era el entretenimiento que más le gustaba.
—¿Manos Invisibles? —había preguntado Damián sorprendido, mientras juntaba el mazo de cartas españolas y las colocaba otra vez en su caja—. ¿Qué es eso?
—Es un juego que inventé yo desde muy chico, y te adelanto que es difícil jugarlo bien. —Ambos estaba sentados en el suelo, en un extremo del patio, frente a frente y con las piernas entrecruzadas. Juan Diego se acomodó un poco, hasta quedar al lado de Damián y mirando los dos hacia el fondo extenso, donde jugaban los chicos al fútbol o con las figuritas y las chicas saltando la soga o sobre un pie con la rayuela—. El método de juego es simple, pero lleva mucho tiempo aprender a jugarlo como lo hago yo. Tenés que extender una mano por delante de tus ojos, así, con los dedos entreabiertos, y pensar que la mano ya no está unida a tu cuerpo, sino que está realmente allá, junto a aquellos chicos que juegan en el fondo.
Damián extendió su mano derecha y pudo ver entre los dedos a sus compañeros, pequeñitos como muñecos de juguete.
—Se los ve muy chiquitos —dijo.
—¡Eso es! Y hay que tener cuidado porque nuestra mano es grande... Ahora mové un dedo despacito hasta tocarle el hombro al que hayas elegido tener en tus manos.
Damián lo hizo y la ilusión de la visión le hacía creer que podía tocar a Adrián en el hombro. Sin embargo éste no se daba por enterado de nada y continuaba su camino, saliéndose del foco formado por la mano de Damián.
—Es un juego gracioso —aprobó Damián—, pero un poco aburrido. Es imposible tocarlos realmente desde tan lejos.
Juan Diego lo miró a los ojos y Damián creyó ver nuevamente el mismo brillo de farol de aquella tarde en la plaza.
—No es un juego fácil de jugar. Te lo dije. Pero luego de mucho tiempo de práctica se puede hacer algo como esto...
Juan Diego extendió su mano en el aire, miró entre sus dedos índice y pulgar, sacó la lengua a un costado, como si se concentrara, entrecerró los ojos un poco y movió el índice con suavidad, muy lentamente. Damián observó a lo lejos, siguiendo la ruta imaginaria que trazaba la mirada de Juan Diego, y se topó con Agustina, la flaca de quinto grado. Estaba charlando con otras amigas cuando, de pronto, alguien la empujó por la espalda y la hizo abalanzarse sobre ellas. Tuvieron que sostenerla para que no se cayera.
Damián se sorprendió.
El problema era que detrás de Agustina no había nadie para empujarla. Nadie. Sólo estaba la mano de Juan Diego extendida en la distancia.
Se levantó de un salto y lo miró, entre incrédulo y asustado.
—Es un juego apasionante, ¿no? —dijo él—. Lo importante es jugarlo bien. Si las chicas se dieran cuenta de que fuimos nosotros, estaríamos fritos.
—Yo no fui —se defendió Damián con voz temblorosa—. Yo no puedo hacer esas cosas.
—¡Tranquilizate! No es algo sobrenatural, cualquiera puede hacerlo. Como ya te dije la otra vez, es sólo cuestión de personalidad y voluntad. ¿Querés intentar de vuelta?
—No... no sé. Mejor lo dejamos para otra vez...
—¡Dale! Intentalo. No te des por vencido tan rápido —le insistió Juan Diego, y logró que Damián volviera a sentarse—. Ahora elegí a alguien más cercano. Es más fácil cuanto más cerca están. Yo empecé así.
Damián volvió a extender su mano, ahora más temblorosa, y ubicó pronto a su querida Mariana, caminando con unas amigas, a pocos metros de ellos. No supo si animarse, pero qué podría perder. Como ahora el cuerpo de la niña se veía mucho más grande, jugó en el aire a pellizcarle la cola, siguiéndola a medida que se movía de un lado al otro.
—No pienses en que no podés alcanzarla —le decía Juan Diego, en voz baja para no ser oído por las chicas—. Eso no ayuda. Pensá mejor qué vas a hacer cuando sienta el pellizco.
—¡Nada! ¡Que voy a hacer si yo no puedo pellizcarla desde acá!
—No estés tan seguro. Fijate bien que ahora lo va a sentir. ¡Ahora! ¡Fijate!
Y Damián se concentró en mirar entre sus dedos, creyendo realmente las palabras de Juan Diego, y  vio que Mariana lanzaba un gritito de susto, a la vez que saltaba hacia delante, como impulsada por un dolor agudo.
—¡Viste!
—¿Yo hice eso?
—¡Si! ¡Ja, ja! Te dije que podías. ¡Aprendés muy pronto!
Mariana se volvió hacia ellos enojada, como si supiera que él había sido, y los chicos quedaron petrificados en sus lugares.
—¡Uy, se dio cuenta! —se lamentó Damián con el rostro colorado y transpirando.
—No, qué se va a dar cuenta. Quedate tranquilo y saludala que va a seguir en lo suyo... ¡Dale, saludala!
Damián levantó una mano y la saludó con mucho temor. Mariana, al ver un gesto tan ridículo, no pudo más que sonreír y devolverle el saludo. Luego, sus amigas le lanzaron las burlas lógicas de la situación y fue ella quien se sonrojó. “¡Tiene novio!, ¡tiene novio!”, le decían y ella las quería matar para hacerlas callar.
—¿Viste? Nunca falla —afirmó Juan Diego—. Es un juego muy divertido.

—¡Sí! ¡Qué bueno! —exclamó Damián, con un asombro tan grande que se le congelaba la respiración.

jueves, 22 de marzo de 2007

Capítulo 6: El baile de las sorpresas

Los amigos organizan el primer baile para recaudar fondos, y cuando surgen los problemas encuentran un aliado donde menos lo esperan.

Al mes de clases, apenas, y para demostrar que el título de organizadores no lo tenían en vano, Damián y Mariana decidieron organizar el primer baile estudiantil del año, destinado a recaudar fondos para el viaje de egresados de fin de curso.
La idea era simple, pero requería de mucho esfuerzo y dedicación. Simple porque se basaba en utilizar el patio escolar, cobrar entradas y vender bebidas; y muy esforzada porque había que cumplir con muchos requisitos previos para conseguir prestado el lugar, y luego, movilizar a todos los compañeros para que cada uno pusiera su hombro a la hora de preparar todo.
La primera dificultad fue convencer a la directora Amelia Ramírez Zorraquín de que los chicos de este séptimo grado no eran como los del año pasado, quienes a poco estuvieron de armar un incendio en la escuela y terminar todos presos. No fue tarea fácil y llevó varias mañanas de ablande por parte de Mariana y Jimena, dedicando cada recreo y minutos libres que tuvieran para conversar con ella en la cocina, mates de por medio, elogiando cuanto vestido horroroso se pusiera y minimizando la increíble cantidad de arrugas que surcaban su cara como si fuera un mapa.
—¡Tengo cincuenta y nueve años! —les confesó una vez, luego de haber recibido todo tipo de halagos por su peinado a la moda.
—¿En serio? —fingió asombro Mariana—. Pero si parece más joven que mi mamá, que apenas tiene cuarenta y cinco.
—Y... son los cuidados que una se hace... —confesó la directora sonriente.
—La verdad que no los aparenta —afirmó Jimena, sorbiendo un mate demasiado caliente que le hizo lagrimear.
—¡Ay, gracias chicas, pero me parecen que exageran!
—¡Para nada, para nada! —exclamaron juntas—. Con ese look está hermosa. Si hasta pensábamos invitarla a nuestro primera fiesta para que realizara el baile inaugural...
—Claro que si usted nos lo permite... —apuntaló Jimena.
La directora quedó pensativa y sorbió lentamente su mate.
—El baile inaugural... —dijo como si pudiera verlo—. Suena muy lindo. ¿Y con quien sería? Porque sus compañeros son todos muy chicos para bailar conmigo.
Las chicas no dudaron ni un instante.
—¡Con el profesor de gimnasia, Arnaldo!
—¡No! —se avergonzó ella—. Si debe tener la mitad de mi edad. Hasta podría ser mi hijo. No, no. No podría...
—¡Vamos, dire! Si es un hombre tan lindo, y además, es un gran bailarín. No puede perderse esta oportunidad.
La directora se quedó pensativa, imaginándose quizás, lo que sería bailar con un joven tan atractivo en la apertura de la fiesta.
Las chicas, en ese momento, pudieron dar por descontado la aprobación de la directora para realizar el baile y se miraron sonrientes.
A Damián le tocó encargarse de la parte estructural de la fiesta y eso consistía en conseguir prestado un buen equipo de música y alguien que se dedicara a musicalizar.
Habló con Martín Suviría, el discjockey del año anterior, que ahora trabajaba con su padre en el taller mecánico de la vuelta de su casa, pero éste se había desecho de todo su equipo, vendiéndolo a un precio increíblemente bajo, y pocas ganas tenía de utilizar uno prestado.
Comentó el asunto en clases y resultó que el gordo Carmelo, su propio compañero de clases, tenía en su casa al hombre indicado: su hermano Javier. Él se dedicaba a animar fiestas infantiles y llevaba consigo un buen equipo de sonido, que poco tenía que envidiarle a los profesionales. Javier aceptó casi de inmediato, poniendo únicamente como condición que le permitieran llevar a su novia y que tuvieran algunas consumiciones gratis.
Solucionado esto, aún restaba organizar a los compañeros para el armado del lugar y la contribución con las bebidas y la comida. Damián se paró frente al curso en el horario gentilmente cedido por la maestra de Geografía, y lanzó su discurso con autoridad admirable.
—Chicos, estamos muy cerca de nuestro primer baile estudiantil y necesitamos trabajar todos juntos para que salga bien. Queremos recaudar lo más posible, por lo que les pido que contribuyan con las gaseosas, los varones, y con la comida, las chicas.
—¿Y qué traemos? —preguntó Soledad levantando la mano, como si Damián fuera un profesor.
—Vamos a hacer varios grupos, así no repetimos las comidas —agregó certeramente Mariana, poniéndose de pie—. Podemos traer tortas, empanadas, sanguchitos y lo que nos parezca que se pueda vender. A ver... armemos los grupos por aquí.
Todas las chicas se reunieron en una esquina y se largaron a charlar muy interesadas en lo que cada una sabía que podía traer ese día.
Por su parte, los chicos siguieron con la mirada a Damián y se agruparon en el otro lado del salón. Todos le prestaban atención, excepto los molestos de siempre, que renegaban de toda autoridad y sólo se dedicaban a tirar papeles y tratar, por todos los medios, de estorbar lo más posible.
Entre los chicos, Damián vio el rostro serio de Juan Diego y dudó de qué decirle. Su mirada inspiraba respeto y eso lo desanimó pronto. Prefería que él no fuera del grupo, pero tampoco se animaba a echarlo, por lo que optó por tratarlo como a cualquiera y hablarle lo menos posible. Aún no podía olvidarse lo que los chicos decían de él y de Mariana y eso bloqueaba sus pensamientos.
—Bueno, nosotros traigamos gaseosas descartables de los gustos que son más ricos, en cantidades parejas. A ver, díganme con cuántas puede ponerse cada uno.
Y así fue anotando el número aproximado de bebidas que los chicos traerían. Sin embargo, los revoltosos se negaron absolutamente a ayudar, pero aseguraron que estarían en la fiesta aunque no los invitaran. Un clima de tensión invadió el aula luego de sus palabras amenazantes.
—Me parece que esto se puede complicar —le dijo Mauricio en el oído a Damián y éste aceptó con la cabeza.
—Esperemos que la presencia de la directora alcance para evitar que armen lío.
—Y sinó, podemos pedirles a tu papá y al mío que vengan y los vigilen —propuso Mauricio.
—No. Olvidate. Nada de padres. Si le llegamos a decir que vengan, no nos van a dejar hacer nada solos nunca.

El tercer sábado del mes de abril los alcanzó pronto y debieron apresurarse para llegar a tiempo con todos los preparativos. En un recreo se encargaron de empapelar toda la escuela con publicidad de la fiesta y en el otro organizaron un sorteo de entradas y consumiciones gratis, que les garantizaría la concurrencia de todos los grados de la escuela.
La tarde del viernes y la mañana del sábado fueron dedicadas a pleno a la preparación del patio y las pruebas de sonido y luces, que tan generosamente había llevado el hermano de Carmelo. Todos los chicos del séptimo grado y algunos compañeros de sexto participaron y nadie se quedó sin tareas para hacer. Fue un trabajo en equipo impecable. Incluso Juan Diego, con todo lo de misterioso que tenía, se arremangaba y ayudaba a colocar los parlantes y tirar los cables disimulados que hicieran falta.
Cuando todo estuvo preparado, se despidieron para vestirse para el baile y regresaron antes de las seis de la tarde, hora en que daba comienzo la fiesta.
La directora Zorraquín fue recibida con una ovación por los chicos, vistiendo un elegantísimo vestido plateado, con un corte atrevido en una pierna y con la espalda al descubierto. El profesor de Educación Física elevó las cejas sorprendido por la elegancia de su compañera de baile y la recibió con un beso en la mano.
—Gracias, Arnaldo —le susurró Mauricio por lo bajo al profesor—. Te debemos una.
En la puerta del colegio se colocó el gordo Carmelo para cobrar la entrada y evitar cualquier ingreso indebido. En lo relacionado con la recepción y con una breve guía de los productos a consumir estaban Analía, Jimena, Soledad y Santiago. En la barra, colmados de vasos de plástico y botellas de gaseosas, estaban Ramiro, Alejandro, Fabián y Esteban. Otras cuatro chicas se dedicaban a la venta de alimentos y los Amigos del Misterio a pleno buscaban resolver todo los detalles que se suscitaran a lo largo de la fiesta. Juan Diego, por su parte, sin demostrar un entusiasmo demasiado ferviente, fue destinado a vigilar el baño de caballeros, mientras que Daniela hacía lo mismo con el de damas. Así quedaron distribuidas todas las funciones y el baile pudo dar comienzo.
Se produjo un momento de silencio donde la pareja principal, formada por la directora Amelia y el profesor Arnaldo, fue rodeada por todos los presentes, que ya superaban el centenar de personas, y en seguida se escuchó el Vals del Recuerdo, compuesto por un solo de piano que ganaba en velocidad a medida que avanzaba. La pareja comenzó a volar sobre la pista, demostrando una agilidad para la danza que se tenían bien escondida.
Los chicos miraban con los ojos abiertos cómo la directora de su escuela movía las piernas con una gracia incomparable, y aplaudían con verdaderas ganas.
El vals acabó con un quiebre de cintura espectacular y el patio de la escuela estalló en ensordecedores aplausos y silbidos de aprobación.
Un minuto después, todas las parejas que se habían formado previamente a la fiesta o de forma espontánea allí dentro, se largaron a invadir la pista de baile y a divertirse.

La barra de gaseosas y la de comidas pronto se vieron colmadas de jóvenes que pagaban en buena forma, y los chicos comenzaron a creer que era posible hacer buena ganancia aquella tarde.
Mariana, cada media hora, pasaba por las cajas de ambas barras y contaba el dinero, para luego separarlo y guardarlo en un sitio seguro y evitar así cualquier imprevisto.
Además de la directora y el profesor de Educación Física, acudieron al baile las maestras Mariela Benitez y Natalia Obedobro, quienes habían apoyado a los chicos desde el principio en la organización, y que contribuían al control del buen desenvolvimiento de la fiesta.
Todo parecía avanzar con tranquilidad y alegría hasta que sucedió un hecho lamentable. Damián notó que había algo de revuelo en una esquina del patio pero no pudo ver qué ocurría y le costaba abrirse paso entre los chicos, que a esa hora eran más de doscientos.
Mientras intentaba acercarse vio al gordo Carmelo que se dirigía al baño tomándose la cara con las manos. Lo llamó y éste le mostró una nariz sangrante y un ojo algo cerrado.
—¿Qué te pasó? —le preguntó, llegando junto a él.
—Taverna y Salvatierra trajeron a sus amigos y no pude evitar que entraran —se lamentó—. Ahora andan por ahí molestando a los chicos.
Un nuevo tumulto se agolpó en un rincón y Damián pudo ver que los molestos estaban robando comida a los demás chicos y empujándolos.
Él, Mauricio, David, Mariana y Guadalupe acudieron pronto y trataron de alejar a los chicos de los revoltosos. Éstos, al ver que los hacían a un lado, tomaron una mesa con postres encima y la volcaron, desparramando la comida en el suelo, a la vez que reían a carcajadas y hacían frente a todo el mundo, incluso a las maestras.
Entonces, cuando todo parecía que iba a acabar mal, algo extraño ocurrió. Gonzalo Taverna, que reía con sus amigos, cambió su expresión de pronto, quedando muy serio. Se dio media vuelta sobre sí mismo y le lanzó un golpe a su compinche, Julio Salvatierra, acertándole en plena cara. Éste no pudo reaccionar rápido, por lo sorpresivo del movimiento, y cayó sentado. Miró hacia todos lados y ,con un poco de vergüenza, se levantó y embistió con la cabeza a Gonzalo. El golpe en el estómago lo hizo doblar al medio, y ambos cayeron bajo la mirada desconcertada de sus amigotes. Una vez en el piso, ambos parecieron volver a reconocerse y no supieron cómo reaccionar. Como los dos tenían pequeños cortes sangrantes se levantaron y se metieron en el baño, empujando al pasar a Juan Diego, que los miraba furioso.
Los amigotes de Gonzalo y Julio ingresaron tras ellos y nadie más se atrevió a hacerlo. Y allí fue que ocurrió, otra vez, algo realmente extraño: las lámparas dentro del baño comenzaron a brillar cada vez con mayor intensidad, hasta hacerse enceguecedoras, y finalmente estallaron. De inmediato, los muchachos revoltosos, salieron corriendo en todas direcciones y se fueron de la escuela.
Todos se quedaron viendo lo ocurrido, asombrados. Todos menos los Amigos del Misterio, que miraban con desconfianza al rostro furioso de Juan Diego.
Luego, el baile pudo continuar sin mayores problemas y sólo hubo que limpiar un poco los pisos y cambiar algunas lámparas; y finalizó cerca de las diez de la noche, con una recaudación que nadie había pensado que se podía lograr en un solo baile.
La directora se acercó a los organizadores de la fiesta y los felicitó, y minimizó los incidentes ocurridos, aunque les prometió que para la próxima vez, ella personalmente se encargaría de pedir custodia a la comisaría, para que no volviera a ocurrir nada parecido.
Los chicos realizaron un sorteo de despedida, a modo de agradecimiento por tan buena recaudación, y los postres y tortas sobrantes tuvieron su suerte en la maestra Natalia y en una alumna del sexto grado que los recibieron con enorme alegría.
Todo acabó en paz y los chicos volvieron a sus casas con muchas anécdotas y una gran satisfacción.

martes, 13 de marzo de 2007

Capítulo 5: El sueño de Mariana

¡Por fin sabremos qué soñó Mariana aquella noche, en lo de Mauricio! ¡Por fin podremos comprender su extraña actitud!

Al día siguiente, durante la clase, Mariana se mostró esquiva con Damián y simulaba estar demasiado interesada en cosas sin importancia, pequeñeces que en otros momentos la habrían fastidiado. Si incluso charló con Marta, la fanfarrona del curso que, por ser bonita, creía que podía hacer cuánto quisiera, y hasta se mostró interesada en sus tontas aventuras románticas con los chicos del Comercial de Paternal.
Damián, por su parte, hizo de todo por llamar su atención, ya que se sentía en falta por descubrirla en la sala de música. Se asomó por la ventana del aula en los recreos, en los que Mariana prefirió quedarse dentro, para estudiar, hizo correr la voz de una falsa fiesta que se realizaría en su casa en pocos días y donde estarían sólo sus amigos más queridos, hasta llegó a ofrecerse para pasar al pizarrón a realizar un ejercicio de matemáticas del que no tenía ni idea cómo resolver, sólo para ver si ella le dedicaba, al menos, una mirada piadosa.
Nada dio resultado. No pudo, en las cuatro horas y monedas que duraba la clase, arrancarle el perdón o, aunque sea, una tregua momentánea.
Sin embargo, no se dio por vencido, y al salir de la escuela se apresuró para alcanzarla, y cuando lo hizo, la acompañó en silencio a lo largo de una cuadra interminable.
Al cabo, viendo que no giraba el rostro para mirarlo e ignoraba su presencia, le dijo:
—Disculpá que te esté siguiendo y resulte un poco pesado. Entiendo que estés enojada conmigo y me doy cuenta de que me lo merezco por pensar cosas tan malas de vos. Lo único que te pido es, por favor, que camines un poquito más lento que ya no doy más y no te puedo seguir el paso... ¡Puf!
Mariana se mordió los labios pero no pudo contener una sonrisa, por lo graciosas que le parecieron las palabras de Damián.
—¡Está bien, me convenciste! Te voy a dar un respiro —aceptó ella, deteniéndose y mirándolo con la sonrisa aún dibujada en la cara—. Pero no me vuelvas a hacer esas acusaciones horribles nunca más. —Su rostro cambió hasta casi alcanzar las lágrimas. Las últimas palabras sonaron ahogadas y temblorosas y debió quitar la mirada de los ojos grandes y acuosos de Damián para no llorar.
—Te lo prometo —aseguró él, tocándole un brazo. Ella echó a andar nuevamente, aunque más lento—. Lo hice porque no podía creer que Juan Diego y vos... Bueno, ya sabés lo que se decía en el curso. Pero ahora sé que nada de eso es cierto y te pido que me disculpes. Fui un tonto.
—Ya te disculpé, no me lo recuerdes más. Sólo te voy a decir que me dio mucha bronca que, por darle una mano a un compañero, me inventaran tantas historias raras. Si al menos supieras por qué lo hice...
Hizo silencio de pronto y no agregó ninguna palabra más a su desahogo. A Damián le hincó la curiosidad de saber qué era eso que ocultaba y la acompañó hasta su casa para ver si en el camino se lo confesaba.
No tuvo suerte en ese sentido pero lo que sí pudo rescatar de bueno fue lo bien que se sintió al caminar a su lado a solas, sintiendo su perfume acompañarlos todo el tiempo y el ritmo agitado de su respiración que hablaba de nervios y de sentimientos profundos. La imaginó paseando, tomados de la mano como su novia, y la idea le agradó enormemente. Se preguntó entonces, por qué nunca se animó a pedirle que salieran juntos y por qué aún no se habían besado en serio.
Durante la caminata fue dándose valor para hablarle de ello, pero un frío en el pecho, que lo ahogaba, se lo impidió, hasta que fue demasiado tarde y alcanzaron la casa, el final del paseo.
La madre de Mariana salió a recibirlos y se alegró de encontrarse con él.
—¡Damián, qué lindo que acompañaste a mi hija hasta acá!
—Hola, señora. ¿Cómo está?
—Bien, gracias... Pasá, pasá —lo invitó, al verlo que se quedaba afuera luego de saludar a su amiga—. Supongo que te quedarás a almorzar con nosotros... Es que no venís muy seguido por acá.
—Me esperan en casa, señora —se disculpó Damián—. Mi mamá se va a preocupar si me retraso mucho más.
—¡Ahora la llamo y le aviso! —dijo ella resuelta—. Vas a ver que te deja comer con nosotros.
Ya sin más excusas posibles, pasó al interior de la casa y saludó a Sandra, la hermana mayor de Mariana, que salía de la cocina donde estaban preparando el almuerzo. Sandra lo miró bien y le dirigió una sonrisa cómplice a su hermana menor. Mariana se sonrojó inmediatamente y Damián, que había notado el gesto, simuló estar viendo hacia otra parte y se arrimó a un cuadro realmente feo, fingiendo estar interesado en él.
—¡Ah! ¡Es una porquería...! —le dijo la madre, viendo que miraba el cuadro—. Siempre estoy a punto de tirarlo a la basura, pero me contengo porque es un regalo de la tía Herminia.
Las chicas se rieron y Damián se puso más colorado que la alfombra del comedor.
La mamá de Mariana habló con la de Damián y consiguió que le permitieran quedarse a comer con ellas.

Durante el almuerzo fue más lo que se dijo con las miradas cómplices que iban y venían, que con las pocas palabras rutinarias que intercambiaron: que cómo estaban en su casa, que si le gustaba que hayan comenzado las clases, que cómo andaba la organización del viaje de egresados de fin de año, y otras preguntas que servían de escape a la situación que planteaba su presencia allí.
Acabado el exquisito almuerzo, que a Damián le supo a gloria, la madre y la hermana de Mariana se apresuraron a retirar las cosas de la mesa y a dejarlos a solas, huyendo hacia la cocina a lavar los platos.
Los chicos se miraron un rato en silencio.
—Sé lo que estás pensando —aventuró Damián.
—¿En serio?
—Sí, y la respuesta a esa pregunta es sí —agregó Damián. Mariana casi dio un salto en su silla y él se sorprendió—. Digo, que estaba muy rica la comida. ¿Eso pensabas, no?
—¡Ah! Sí, claro —respondió ella con desilusión—. Qué bueno que te gustó.
—¿Qué, no pensabas en eso?
—No, pero no importa, era una pavada. Yo, en cambio, sí sé qué pensabas vos.
—A ver...
—Qué es eso que no te dije acerca de Juan Diego —dijo ella, apretando los labios hacia un costado.
—Es verdad, lo estuve pensando todo el tiempo. Es que no entiendo por qué fuiste vos quien lo ayudó.
—Te lo voy a contar, pero si me prometés que no se lo vas a decir a nadie.
—Claro que te lo prometo.
—Ni a Mauricio —dijo ella. Damián asintió—. Ni siquiera a David.
—Quedate tranquila. No se lo voy a decir a nadie.
—Bien. Todo tiene que ver con lo que soñé esa noche que nos quedamos a dormir en la casa de Mauricio.
Damián abrió grande los ojos y recordó la intriga que les había producido su silencio aquella mañana.
—¡Es cierto, el sueño!
—Sí. Todos habían soñado con Juan Diego y yo les mentí y les dije que a mí no me había pasado. Pero, en realidad, también me ocurrió. Fue algo bastante raro porque al principio estaba como en una neblina y no me podía mover hacia ninguna parte, entonces vi una luz muy fuerte que se acercaba y que hacía desaparecer de a poco la niebla de alrededor.
Avancé hacia la luz y descubrí que era una ventana abierta. Cuando me asomé para ver del otro lado, vi a un niño pequeño caído en el suelo, de lo que parecía, era el comedor de una casa. El niño lloraba. Y entonces pude ver que la figura alta y furiosa de un hombre se acercaba al niño y le pegaba con un cinto en las piernas y en la espalda, con una saña que nunca había visto antes.
Damián abría cada vez más los ojos pero no quería interrumpirla.
—Enojada, crucé la ventana para hacerle frente al hombre y ayudar al niño, pero no pude tocarlo. Todo era como si estuviera viendo una película. En cierto momento, el niño me miró desde el piso, como pidiendo auxilio, y descubrí que era Juan Diego. Pero de un momento a otro, su rostro cambió y ya no era más él, sino que eras vos, Damián.
—¡¿Yo?!
—Sí. Y en ese momento me largué a llorar, y fue ahí que me despertaron.
Los ojos de Mariana se humedecieron y Damián le aferró una mano.
—¡Qué sueño extraño, che! Pero, ¿qué tiene que ver eso con que te hayas ido sin decir nada, de una forma tan misteriosa? Yo también soñé con él y no me asusté tanto. No entiendo...
—Está todo muy claro, Damián. ¿No ves que Juan Diego es un chico que fue golpeado mucho por su padrastro? Esas golpes eran muy reales y me dio lástima que estuviéramos vigilando a un chico tan sufrido como si fuera una mala persona. Además, después conocimos a ese padrastro y vimos que era un tipo violento. Eso me hizo comprender que mi sueño era cierto. A Juan Diego lo maltrataban.
—En eso tenés razón. Era un borracho muy peligroso. La verdad que no me imagino lo que habrá sufrido teniendo que vivir con una persona así. No lo había pensado.
—¿Entonces entendés por qué me ofrecí enseguida a darle una mano? Yo no creo que él sea malo. A mí me parece que es sólo un chico tímido, con muchos problemas familiares. Y me da mucha lástima por él.
Damián se sintió mal por haber pensado tantas tonterías de ellos, pero aún así, y para quedarse totalmente tranquilo, le preguntó:
—Eso significa que sólo es lástima lo que sentís por él, ¿no?
Mariana se fastidió:
—¡Sí! No estoy enamorada ni nada, si eso te preocupa. Ese muchacho me parece muy sensible y frágil pero no por eso voy a andar de novia con él.
—No, no. Claro, disculpá —se apresuró a decir Damián, e interiormente dio un grito de alegría y de alivio.
—Ya estabas disculpado antes de entrar en casa. No me voy a volver a enojar por esto.
—¿Y tampoco estás enojada porque te haya descubierto en la sala de música utilizando el piano?
Mariana lo miró y frunció el ceño.
—¡Cierto! ¿Por qué hiciste eso?
—Fue extraño. La verdad es que yo pasaba de casualidad por ahí y escuché tu voz dentro de la sala, entonces me acerqué al vidrio de la puerta y vi claramente a Juan Diego al lado tuyo, detrás del piano.
—¿A Juan Diego?
—Sí. Creía estar seguro de lo que veía, pero cuando llegué al aula lo encontré sentado como un zombi en su silla. Entonces volví a la sala de música y entré de golpe. Te juro que no había visto desde afuera a Jimena. No entiendo qué pasó.
—¡Qué raro! Y lo más extraño es que no sos el único que cuenta algo así. Analía me dijo que le había parecido verme paseando en la plaza con él. Lo más gracioso es que yo estaba sola esa vez y que jamás caminamos juntos con él en ninguna parte.
—¡Menos mal! —exclamó Damián aliviado—. Pensé que ustedes ya eran novios y eso me dio mucha bronca.
—¿En serio? ¿Y por qué?
Damián se vio en riesgo e inventó un salida.
—Eh... porque sos mi amiga y siempre quise todo lo mejor para vos, y me parece que ese chico no te conviene.
Mariana se desilusionó otra vez y perdió todas las ganas de continuar con esa charla.
—Bueno, no sigamos hablando de él. Ahora ya sabés lo que estuve ocultando durante tanto tiempo. Por favor, no se lo digas a nadie.
Damián volvió a prometérselo, diciéndole que no había nadie mejor que él para guardar un secreto, y le agradeció que hubiera accedido a contárselo.
Unos minutos más tarde se despidió de Mariana con un pudoroso beso en la mejilla que, sin embargo, lo hizo sonrojar otra vez, y se fue a su casa para preparar la tarea.
Mientras se alejaba, la madre de la chica se acercó a ella y pasó un brazo por encima de sus hombros.
—Quedate tranquila, Mariana, los hombres son todos iguales. Se preocupan por que nadie les robe la chica pero nunca se dan cuenta de lo que una siente.
Mariana miró a su madre con la boca abierta.
—¡Disculpá, hija! —agregó, cayendo en la cuenta de lo que había dicho—. A veces me olvido que ustedes son niños todavía. No me hagas caso. Damián puede ser un chico especial.



martes, 6 de marzo de 2007

Capítulo 4: Fantasmas de carne y hueso

Comienzan las clases y todo parece volver a la normalidad, sin embargo es ahora cuando los amigos deben estar más juntos que nunca.


No alcanzó el fin de semana para quitarles el miedo a los cinco amigos. Habían comprobado con sus propios ojos que el nuevo vecino no era un chico común y corriente, sino que se asemejaba a lo que todo el mundo conocía como un fantasma. Aún así, llegaron a un acuerdo unánime de mantener en silencio absoluto lo vivido, hasta que pudieran decidir qué debían hacer con lo descubierto. También acordaron que los Amigos del Misterio debían descansar los primeros días de clases de sus tareas de investigación y ninguno se animó a desobedecer esta decisión. Nadie quería continuarlas solo y todos buscaban quitar de sus mentes la imagen del escándalo; de manera que, cuando dieron comienzos las clases y se vieron envueltos por los guardapolvos y portando sus útiles escolares, sintieron alivio de ver que las cosas continuaban su rumbo normal.
La directora era la misma de tantos años, las maestras, todas conocidas y sólo una o dos nuevas, el profesor de Educación Física inamovible, los conocía desde que dieron sus primeros pasos; todo resultaba familiar y contribuía a crear un clima de calidez y regocijo en los corazones agitados de los amigos.
Las primeras dos semanas trascurrieron tranquilas, con pocas tareas y muchas charlas sobre las vacaciones y las cosas que habían hecho durante el verano (obviando terminantemente todos los sucesos referidos a los Amigos del Misterio). La maestra de Lengua era la misma del tercer y cuarto grado y era una de las preferidas de las chicas, aunque no tanto de los muchachos, porque solía lanzar dictados sorpresa y exámenes de repaso que, si bien no valían para la nota global, eran de consideración para algún punto extra al final del cuatrimestre.
Los primeros días de clases se vieron plagados de discursos de la directora y de las maestras más antiguas, en los que informaban que, gracias a la cooperadora de la escuela, se habían hecho reformas estructurales, con las que se podría albergar más alumnos en los años venideros, e invitaban a todos, padres y alumnos, a una celebración especial para la inauguración de un nuevo salón comedor para los chicos más carenciados.
También hubo lugar para las primeras llamadas de atención y notas en los cuadernos de comunicados de Julio Salvatierra y Gonzalo Taverna, por haber estado jugando de manos en uno de los recreos.
En los tiempos muertos que se producían por los continuos cambios de horarios de las diferentes asignaturas, Damián aprovechó para reunir la atención del grado y dar impulso a la organización del viaje de egresados de fin de año. Se realizó una rápida votación, en la que él y Mariana fueron elegidos para organizar los eventos necesarios para recaudar fondos y para administrar el dinero recaudado e informar al curso de los avances. Ambos se ruborizaron al conocer que compartirían esas tareas.
A raíz de esta votación, Damián empezó a ser mal visto por los revoltosos del aula y a ser señalado en los recreos en forma temible.
Con tantas preocupaciones, los primeros quince días de clase se consumieron rápidamente, sin apenas darse cuenta, y algunos maestros amenazaron con la cercanía de las primeras evaluaciones.

El primer día de la tercera semana de clases ya había amanecido extraño, pesado y húmedo, y una neblina molesta lo cubría todo hasta donde alcanzaba la vista. Cuando Damián y su hermano arribaron a la puerta del colegio vieron que había una reunión de chicos en el patio central. Eran todos los alumnos del séptimo grado, compañeros de Damián, que hablaban alborotados y algo nerviosos. Decían cosas como “con la cara que tiene debe ser loco” y “mejor que se siente bien lejos de mí”.
Damián se aproximó a Mauricio y le preguntó qué querían decir con esos rumores los demás. Mauricio no pronunció palabra y se limitó a señalar a una esquina del patio interno, cerca del mástil de la bandera. Allí, vestido con un guardapolvos impecable y peinado prolijamente hacia atrás, estaba de pie, Juan Diego en persona.
—No me digas que... —exclamó sorprendido Damián. Mauricio afirmó con la cabeza—. ¡Será nuestro nuevo compañero!
Mariana y Guadalupe aparecieron corriendo entre la muchedumbre desde un rincón y se acercaron a ellos.
—¿Se enteraron de la noticia?
—Acabo de hacerlo —respondió Damián con la mirada desencajada—, y no lo puedo creer.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Guadalupe asustada.
—No lo sé. Supongo que deberemos vigilarlo —añadió Damián.
Juan Diego permanecía quieto en su lugar con aspecto sereno y confiado, llevaba las manos en los bolsillos del guardapolvos y miraba al montón sin observar a nadie en particular. Parecía satisfecho con la suerte que le había tocado vivir en su primer día de clases, en un establecimiento y un ambiente totalmente nuevos. Quién diría que detrás de aquella figura de simple alumno se ocultaba un prodigio extraordinario y misterioso.
Sonó el timbre en el patio y los alumnos se agruparon de mala gana, entre bufidos y protestas, para formar dos filas, una de varones y otra de mujeres, según el año que les tocaba cursar. Juan Diego era de baja estatura, incluso un poco más bajo que Mauricio, por lo que su sitio fue uno de los primeros lugares de la fila del séptimo grado. Cuando las filas acabaron por armarse, Damián observó, para su malestar, que Mariana y Juan Diego coincidían en la ubicación de sus respectivas filas, y que quedaban uno al lado del otro durante todo el acto de izamiento de la bandera y el canto patrio. Su temperatura emocional comenzó a elevarse.
Los murmullos cesaron y la directora dio la orden a Betina y Ramiro, otros dos compañeros del séptimo grado, para ingresar con la bandera. Los chicos avanzaron hasta el mástil y anudaron los cordones en los ganchos respectivos, al tiempo que los alumnos comenzaron a entonar el Aurora con voces tímidas.
Cada tanto, Damián podía observar un leve movimiento de cabeza de parte de Juan Diego o de Mariana, como si se miraran o se hicieran gestos, y sentía que un sentimiento de ira le crecía en su interior y que sólo podía exteriorizarlo alzando la voz, hasta casi alcanzar los gritos. Una maestra cercana le llamó la atención cuando el estribillo se deformó a tal punto de parecer una protesta callejera, y algunas risitas ahogadas se escucharon desde sitios indetectables que lo hicieron ruborizar.
Entonces cambió su estrategia por hacer silencio absoluto y aguardar a que aquel sufrimiento acabara. Ya se enteraría si se hacían gestos realmente o era su imaginación. “No la mires, no la mires” pensaba intensamente, dirigiéndose a Juan Diego, “No la mires, que yo la quiero y ella me quiere a mí”. En ese instante Juan Diego se dio vuelta y le dedicó un gesto de asombro. Era una mueca que helaba la sangre, viniendo de él. Parecía sorprendido por algo y no le quitaba la vista de encima. Afortunadamente, la secretaria de dirección lo descubrió y lo obligó a mirar al frente y prestar atención al izamiento de la bandera. Luego de eso, ya no giró su rostro hacia Mariana, sólo se dedicó a acabar el canto patrio lo mejor que pudo y alejarse de la fila y de los amigos de Damián inmediatamente. Caminaba cabizbajo y arrastrando los pies. Se podía decir que estaba triste o, tal vez, ofendido.
Damián se acercó inmediatamente a Mariana y la tomó del brazo con brusquedad, mientras todos se disponían a ingresar a las aulas.
—¡Ay! ¿Qué hacés? —se quejó ella.
—Se miraban, ¿no? —se quejó furioso y completamente ruborizado Damián.
—¿Qué? ¿Con quién?
—Él estaba al lado tuyo —agregó en voz baja—. Te miraba y te hacía gestos en la fila.
—¡Vos estás loco! ¡Ni siquiera me di cuenta que él estaba ahí!
Su voz sonó convincente y Damián dudó. ¿Se habría dejado cegar por los celos? Se quedó sin palabras. Mariana, ofendida, le dio vuelta la cara.
—Me ofendés pensando que yo hago esas cosas. Se ve que todavía no me conocés.
—Disculpá... —murmuró Damián pero ella ya no lo oía, se había alejado rumbo al aula con paso furioso.
Damián se dio cuenta que había cometido un gran error.
Dentro del aula todos ocuparon los sitios habituales: las chicas adelante y juntas entre sí, de a dos en dos; y los chicos más atrás, colocándose del menos al más revoltoso según la distancia que los separaba del pizarrón. A Juan Diego le quedó un sólo sitio donde sentarse y fue en una esquina poco afortunada, junto al chico más molesto de la clase. El lugar existía precisamente porque nadie soportaba compartir la mesa con él por más de dos semanas seguidas. Se llamaba Gonzalo Taverna y cursaba el séptimo grado con catorce años, por lo que superaba a la mayoría en altura y fuerza. Sólo se lo podía comparar con el gordo Carmelo, que era una mole de ochenta kilos y todos creían, podría golpear a cualquiera de no ser porque era un chico sensible que jamás buscaba pelea.
Cuando Juan Diego se sentó a su lado, todos se le quedaron viendo, preguntándose cuánto tiempo pasaría antes de que Gonzalo comenzara a molestarlo. La respuesta fue casi inmediata, porque a la primera oportunidad que se le presentó, no bien Juan Diego volteó la cabeza, tensó su dedo medio en la palma de la mano, formando un arco, y lo soltó haciendo sonar, con un chasquido fuerte, la oreja pequeña de su compañero de banco.
Juan Diego exclamó un grito de dolor y se giró para mirarlo con el rostro desencajado. Sin embargo, Gonzalo no dejaba de reírsele en la cara, enfureciéndolo aún más. Parecía que algo extraño podría ocurrir en cualquier momento, pero nada pasó. Los Amigos del Misterio se miraron, decepcionados, y se volvieron a sus cosas. Luego ingresó la maestra y los murmullos desaparecieron.
—Hola chicos —dijo, luego de acomodar sus cosas sobre el escritorio—. Como habrán notado, tenemos un nuevo compañero llamado Juan Diego Valdez, que se incorporará a nuestro curso desde ahora y se pondrá al día con los trabajos. Por ello les pido que le den una mano y le presten alguna carpeta.
Todos se miraron y nadie dijo nada. Al cabo de unos segundos, en los que el rostro de la maestra se tornó rígido, Mariana habló:
—Yo te la presto, Juan Diego. Podés tenerla unos días, yo seguiré escribiendo en otra.
—Gracias —respondió él tímidamente, mirando su pupitre.
A Damián y a su amigo Mauricio se les cortó la respiración.
—¡Está loca! —susurró Mauricio—. ¿Cómo le va a dar la carpeta al fantasma?
—Te juro que no la entiendo —respondió Damián, mordiéndose los labios—. Pero cuánto quisiera poder hacerlo.
Llegado el recreo, Damián, Mauricio y Guadalupe se cruzaron en el camino de Mariana y la interrogaron.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Mauricio.
—¿Qué? ¿Lo de la carpeta? ¡Bah!, es una tontería.
—¡Cómo va a ser una tontería! ¿Te olvidás de lo que pasó aquel sábado? —añadió Guadalupe.
—No. Claro que no. ¿Pero qué tiene de malo que use mi carpeta para ponerse al día?
—¡Todo! —chillaron los tres.
—¡No exageren! —exclamó enojada y se alejó al baño. Guadalupe la siguió, pero los chicos debieron quedarse fuera. Luego, viendo que tardaba mucho y sabiendo por Guadalupe que estaba llorando, decidieron dejarla en paz y regresar al aula.
A partir de aquel gesto sin importancia de Mariana hacia Juan Diego, verlos juntos pareció hacerse habitual. Varios chicos dijeron haberlos visto charlando de cosas que jamás contaban a nadie, e incluso negaban terminantemente, o caminando uno al lado del otro en la Plaza Aristóbulo, fuera del horario de clases, en completo silencio; hasta hubo quien, malintencionadamente, dijo haberlos visto besarse en algún rincón de la sala de música.
Ella, como era de esperarse, negó todo hasta el cansancio, aunque no logró que nadie le creyera.
Todas estas habladurías acabaron por colmar la paciencia de Damián y decidió descubrir finalmente si aquel muchacho extraño le había robado la novia, en cuyo caso, no sabía cómo podía llegar a responder.
Los siguió, los espió, pero nunca pudo decir ciertamente que se hablaban o que, siquiera, se citaban en algún sitio determinado. Hasta que una mañana fresca de otoño tuvo la comprobación frente a sus ojos. Él venía agitado de jugar al fútbol en el recreo y cruzó frente a la tan mentada sala de música. De puro curioso echó una ojeada dentro, a través del vidrio de la puerta, y pudo distinguir dos siluetas blancas. Enfocó más la vista y notó claramente a Mariana y a Juan Diego sentados, uno al lado del otro, detrás del piano de cola que a todos les tenían terminantemente prohibido utilizar fuera del horario de la clase de música. Damián sintió que la sangre le hervía dentro de las venas y quiso entrar de golpe para ponerlos en evidencia, pero se contuvo y escuchó detrás de la puerta. Notó algunos murmullos apagados que no logró comprender y luego escuchó que ella se reía, tapándose la boca.
“¡Así que era verdad!” pensó furioso Damián y se alejó hacia el aula a cien grados de temperatura. Al ingresar, los compañeros le abrieron paso, temerosos, y se alejaron. Y así como la temperatura corporal se le había disparado a las nubes, de la misma manera se le heló la sangre y todas las partículas del cuerpo hasta llegar a erizarle el cabello cuando, al mirar a la esquina, descubrió la presencia estática de Juan Diego, sentado solo y mirando la nada. Estaba pálido, aferraba un pañuelo blanco entre sus manos y parecía que no respiraba. Damián no pudo comprender cómo era posible que llegara antes que él si unos segundos atrás estaba en la sala de música. No había forma de lograrlo sin que él lo viera entrar.
Damián se acercó a Analía, que lo miraba como atontada, y le preguntó en voz baja:
—¿Juan Diego salió al recreo?
—Para nada —dijo ella—. Estuvo así todo el tiempo, con esa cara de dormido, como si no nos viera.
—¿Pero entonces...?
Inmediatamente salió corriendo a la sala de música e irrumpió sin avisar. Allí dentro estaba Mariana sentada al lado de Jimena Ramírez, una chica morena que no compartía el menor parecido con Juan Diego. Mariana lo miró intrigada por su actitud y algo ofendida porque la descubriera utilizando el piano.
—¿Qué hacés? ¿Querés que la maestra me descubra? —le reprochó.
—No, claro que no...
—¡Entonces andate y dejanos solas! —gritó furiosa.
Y lo hizo. Salió absolutamente desconcertado y se fue a sentar a su sitio, hasta que, por fin, tocó el timbre y acabó el recreo. Luego, al volverse, creyó ver una suave sonrisa en el rostro pálido de Juan Diego y un escalofrío recorrió su espalda.

—¡Te digo que no es verdad todo lo que dicen! —le insistía Damián a su amigo Mauricio mientras caminaban rumbo a sus casas—. Incluso a mí me pareció verlo con Mariana en la sala de música, y cuando entré, vi que era Jimena y no Juan Diego.
—Tal vez estemos un poco sugestionados con todo esto y no sea más que un conjunto de coincidencias y rumores malintencionados —aceptó Mauricio.Los amigos se miraron sin entender, se encogieron de hombros y se alejaron de la escuela en silencio.

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