jueves, 29 de marzo de 2007

Capítulo 7: Un nuevo amigo

Juan Diego no deja de ser misterioso, pero aún no lo conocen realmente. Damián se animará a ir un poco más lejos y eso hará que una pequeña amistad nazca entre ellos.

Al mes y medio de clases, Gonzalo Taverna, el compañero de banco de Juan Diego, dejó de concurrir a la escuela. Algunos maestros se preocuparon. El chico era rebelde y faltaba a clases en forma habitual, pero nunca lo había hecho por tanto tiempo como esa vez. La maestra Mariela Benitez, la tutora del grado, se encargó de averiguar qué le pasaba.
A los oídos de los chicos llegó, en un principio, una versión que indicaba que ella lo había encontrado en su cama, amarillo como un limón y volando de fiebre, y que había insistido para que la madre lo llevara al hospital, donde le decretaron hepatitis. Más tarde, otro rumor decía que algo lo había asustado de tal forma que ya no quería regresar a clases ni saber nada de sus compañeros de tantos años, y todos apuntaban a lo ocurrido en la fiesta. Finalmente, una mañana, la tutora se acercó al aula y contó lo sucedido. Dijo que el barrio donde Gonzalo vivía era muy pobre y que las condiciones de salud eran terribles. Que el chico se veía muy pálido y que deliraba, tal vez por la fiebre, y gritaba e insultaba a todo el mundo, diciendo que jamás regresaría a clases, que prefería trabajar con su padre en la construcción. Y de ahí no pudieron moverlo. Su padre aceptó la idea y ya no volvería al séptimo grado con ellos.
Algunos dejaron entrever alegría por la noticia, sobre todo después de los incidentes en el baile, pero la mayoría fingió tristeza y desazón por su abandono. Sólo los Amigos del Misterio dedujeron otra posibilidad e intercambiaron miradas intrigantes.
Desde ese momento Juan Diego se sentó solo, y ocasionalmente, se reunía con los dos chicos de adelante para realizar trabajos prácticos.
En las clases de Educación Física le costaba demasiado cumplimentar lo requerido por el profesor, y jugando al fútbol apenas lograba pegarle a la pelota. Sus compañeros solían dejarlo para el final cuando seleccionaban jugadores para el partido, mientras que Damián era uno de los primeros elegidos, o el seleccionador. La metodología era un tanto despiadada con los jugadores, consistía en que dos chicos, generalmente los de mayor carisma y popularidad, se paraban sobre una recta imaginaria y colocaban un pie delante del otro, por turnos, al grito de ¡pan! y ¡queso!, hasta que uno de ellos pisaba el pie del otro. El vencedor comenzaba seleccionando uno de los jugadores que se encontraban alineados frente a ellos; luego era el turno del otro, y así hasta que iban quedando aquellos a los que los chicos conocían como “La resaca”. Estos últimos, a menudo, eran acomodados en cualquiera de los dos bandos, sin importar el número, o, incluso, canjeados de a dos o tres por alguno de los considerados buenos.
Al principio, para Damián, saberse en lo deportivo mejor que Juan Diego le daba una satisfacción poco disimulada, y llegaba a alegrarse del sufrimiento de su compañero, que no era elegido para jugar. Sin embargo, luego de un tiempo, un sentimiento de pena le hizo mirar a Juan Diego con otros ojos. De esta manera, llegó, incluso, a elegirlo en uno de los primeros lugares, alegando que estaba experimentando un seleccionado nuevo que, según decía, podría vencer a cualquiera. De más está decir que luego perdían por goleada.
Mauricio detectó este cambio en su amigo y se lo dijo una mañana, en el patio de deportes, antes de comenzar el partido.
—No te estarás ablandando con él, ¿no? Acordate que casi te roba a Mariana.
—¿Qué decís? ¿No ves que estoy probando un nuevo esquema de juego?
—Mmm, no sé. Ya viste que la última vez perdimos como loco. Para mí que te estás haciendo amigo de él.
Y Damián se quedó en silencio, firme en su postura, pero, interiormente, sabiendo que lo que hacía, lo hacía por algo más que lástima, por algo que le resultaba inexplicable y que, a su vez, se negaba a descubrir.
Juan Diego, por su parte, poseía una actitud humilde y jamás reclamaba a sus compañeros siquiera una pizca de acercamiento. Mas cuando Damián comenzó a hacerlo participar en sus equipos de fútbol, su ánimo fue cambiando y hasta llegó a reír e intercambiar alguna broma con otros compañeros.
Cuando se cruzaba con Damián le dedicaba, al menos, una sonrisa de gratitud. Esas cosas fueron entretejiendo unos lazos delgados pero firmes entre ellos, hasta que ocurrió lo de la plaza.
Fue un mediodía del mes de mayo, a la salida de clases. David estaba enfermo y Damián debía regresar a su casa solo. Para hacerlo, debía atravesar la plaza Aristóbulo del Valle y continuar adelante tres cuadras más. El problema era que había una banda de chicos, encabezada por Julio Salvatierra, uno de los molestos del grado, que habían amenazado a Damián de golpearlo si no dejaba de hacerse el “líder del aula”. Él, claro está, había intentado explicarles que nunca fue su intención ser líder de nada, que las cosas se daban así por lo que cada uno hacía con sus compañeros, pero ellos no estaban dispuestos a escuchar palabras, y sí, muy dispuestos a golpearlo si no cambiaba de actitud.
La popularidad de Damián, sin embargo, continuó creciendo, hasta llegar a ser votado como el mejor compañero del séptimo grado en un simulacro de comicios, y esa fue la gota que rebalsó el vaso. En la primer oportunidad que tuvo, luego de darse a conocer el resultado de la votación, en la que Julio Salvatierra también participaba, éste se arrimó por detrás, y apoyándole con firmeza un puño en la espalda, le dijo al oído:
—A la salida vas a ver lo que le pasa a los cancheritos como vos.
Damián se giró e intentó una descarga verbal. Sin embargo, Julio se alejó sin escucharlo y sin dejar de amenazarlo con el dedo índice levantado. Los que presenciaron la amenaza no pudieron más que lamentarse y hacerse a un lado.
A la salida de clases, Mauricio y los demás Amigos del Misterio se ofrecieron para acompañarlo a su casa, pero él los rechazó terminantemente, para evitar que ellos se metieran en problemas por su causa, y les prometió que todo estaría bien y que nadie se le cruzaría por el camino.
Así, resueltamente, se echó a andar por el camino acostumbrado, sin voltear siquiera una vez para ver si lo seguían. Cuando llegó a la plaza Aristóbulo escuchó que varias voces le gritaban cosas por la espalda. Se giró y vio a Julio y cuatro amigos suyos acercándose con cara de furia, golpeando unos palos contra el suelo y gritándole cosas amedrentadoras.
—¡Tonto! ¡Te dije que te dejaras de hacer el lindo! —lo increpó Julio a corta distancia—. ¡Ahora vas a quedar tan roto que ni tu vieja te va a reconocer!
Damián se sonrió, amenazó con avanzar un paso, con lo que consiguió que ellos se detuvieran, y echó a correr con todas sus fuerzas rumbo a la otra esquina de la plaza. Los pandilleros corrieron detrás de él y, antes que pudiera pasar al lado de la calesita, uno le trabó una pierna con su pie, y lo hizo caer con estrépito al suelo y golpearse con las raíces gruesas de un ombú.
Julio llegó junto a él y, riéndose, descargó el primer golpe con un palo de escoba que traía consigo, justo en el estómago de Damián. Recién entonces los demás comenzaron a patearlo y pegarle con palos en el cuerpo, la espalda y la cabeza.
Luego de un interminable minuto, alguien gritó algo detrás de ellos y los pandilleros se detuvieron.
—¡Eh! ¿Qué te pasa a vos? ¿Qué te metés, gil? —gritó Julio y los cinco se acercaron al desconocido.
Damián se sentó en el lugar con mucho esfuerzo, viendo que le sangraba un labio y que tenía raspados los codos y las rodillas, e intentó identificar a su salvador. De entre los cincos pandilleros se veía un rostro blanco y luminoso, demasiado luminoso, tanto que hería la vista. Los pandilleros parecieron confundidos y se paralizaron.
—¡No molesten más a mi amigo! —dijo el desconocido—. Ahora, ¡váyanse y no vuelvan más!
Los cinco chicos se miraron entre sí, soltaron sus palos asustados y echaron a correr lanzando gritos de terror. Cada tanto volteaban la vista a la carrera para ver si el desconocido los seguía.
Éste, una vez que los pandilleros estuvieron lejos, se aproximó a Damián y su rostro fue perdiendo luminosidad, hasta que se pudo distinguir en él los rasgos definidos de Juan Diego.
—¿Estás bien? —le preguntó un Juan Diego absolutamente desenvuelto.
—Mas o menos... —respondió, incrédulo y aturdido, Damián.
Juan Diego lo ayudó a ponerse de pie y lo llevó hacia un banco que estaba cerca.
—No te procupés por ellos —le dijo—. No te van a molestar más.
—¿Cómo hiciste eso? —preguntó Damián, tratando de limpiarse el guardapolvos— ¿Cómo hacés todas esas cosas extrañas?
Juan Diego no habló, lo miró un buen rato a los ojos y Damián notó, o creyó notar, un brillo especial en ellos, como el reflejo de un farol.
—La explicación es muy larga y de a poco la irás conociendo —respondió al cabo—. Ahora digamos nomás que todo gira en torno a la personalidad. Todo lo que hagas es importante que lo hagas con decisión. Por eso los pandilleros no van a regresar. Comprendieron el mensaje.
Damián entendió la mitad de las palabras de Juan Diego, pero se contentó con esa respuesta. Tenía la sensación de estar sentado junto a alguien mucho mayor que él y no junto a un chico de sólo doce años. Algo así como le ocurría con Mariana, pero en un nivel muy superior. Hablaba con una serenidad increíble y una autoridad tal que no cabía la posibilidad de retrucarle nada.
—Gracias. —le dijo al fin y le extendió la mano. Juan Diego la miró con asombro y la estrechó con calidez.
—Lo volvería a hacer por un ... amigo como vos.
Damián se puso de pie con dificultad, ayudado por Juan Diego, y ambos se saludaron para regresar a sus respectivas casas.
Cuando Juan Diego se alejaba se volvió y le gritó a Damián:
—¡Me olvidaba decirte que me gusta mucho el nombre de tu grupo de amigos!
Damián se detuvo en seco.
—¿Qué nombre?
—Los Amigos del Misterio, claro. Es el nombre perfecto.
Damián no supo si sonreír, agradecer, o negar todo. Sólo atinó a quedarse mirando. Juan Diego saludó con la mano y se alejó.

Al llegar a su casa, lastimado como estaba, su madre y su hermano alborotaron a todo el barrio con sus gritos y corridas. Trajeron rápidamente alcohol, pidieron a los vecinos unas gasas y llamaron al médico de emergencias domiciliarias de la obra social para que viniese a la casa pronto. De nada le sirvió a Damián repetirles hasta el cansancio que se encontraba bien, que no quería que se enterara todo el mundo que le habían pegado los pandilleros y que no se pusieran tan nerviosos, que con sus gritos le hacían doler aún más.
El médico apareció a la media hora y le recetó antiinflamatorios, y le otorgó licencia por dos días para presentar a la escuela.
Damián se quejó porque quería ir a clases al día siguiente y demostrarle a todos que estaba bien y que era capaz de soportar los golpes recibidos, pero su madre fue terminante con eso y no se lo permitió.
—Los compañeros dirán que soy un flojo. ¿Sabés cuántas peleas hay en la escuela y ninguno deja de ir por algunos rasguños? —le decía a su hermano David, tomándose la cara.
—No te preocupes, que yo voy a decir que estás perfecto. Que te defendiste y salieron corriendo.
—Gracias, pero no fue así. Me ayudó Juan Diego.
—Eso no lo van a creer. Él parece tan flojo que no podría pegarle a nadie.
Damián se contuvo de contarle detalles. Era la primera vez que le ocultaba algún hecho extraordinario con respecto a Juan Diego, pero ya no quería que su hermano continuara considerándolo un fantasma o un personaje misterioso. De alguna manera quería reivindicar a Juan Diego, que, después de todo, parecía una buena persona y lo había ayudado en una situación tan grave.
—Es como te digo: dio cuatro gritos y los asustó. No sé, creo que los amenazó con la policía o algo así. Pero si querés no contar eso, no hay problema. Decilo como te parezca mejor.
David asintió, sin aceptar del todo la historia de su hermano.
Cuando fue a la escuela con la noticia, todos sus compañeros y maestras reaccionaron preocupados y muchos de ellos lo llamaron por teléfono para saber de su estado de salud. Damián, a todo esto, había decidido responder bromeando: “Estoy perfecto y ya no me duele nada. Fíjense cómo quedaron los otros, en primer lugar”.
Los Amigos del Misterio se hicieron presente, sin falta, esa misma tarde y se reunieron en torno al maltratado amigo que descansaba en la cama. Cuando Damián vio acercarse a Mariana se destapó rápidamente y se sentó como si estuviera leyendo una revista. Quería impresionarla.
—Hola, Damián —le dijo ella y lo miró con pena.
—¡Hola, Mariana! —respondió él muy animado, poniendo la mejor voz que podía— ¿Vinieron a verme?
—Nos tenías preocupados —agregó y lo besó en la mejilla con calidez. Damián tembló y no por el dolor. Mentalmente se lamentó de que el beso no hubiera sido el que él esperaba. Se preguntaba cuándo podrían comenzar a salir formalmente, y con más precisión, cuándo podría besarla en los labios. Eso era algo con lo que soñaba a diario y que lo preocupaba demasiado. Quería que el momento fuera perfecto y no sólo un beso a las apuradas, con todos los amigos a punto de entrar en su habitación y arruinarlo todo.
Mariana lo miró y ambos se ruborizaron.
En ese momento ingresaron a en el cuarto Mauricio, Guadalupe y David y lo invadieron con preguntas, a las que respondió fiel a su idea de alejar de Juan Diego todo sentimiento adverso.
—Les digo que los asustó con los gritos nomás —repetía—. La verdad que resultó una buena persona.
Los chicos no quisieron tragarse esa respuesta; especialmente Mauricio, que se olía algo extraño, le puso cara de duda, pero no dijo nada.
—A decir verdad, jamás nos hizo nada malo —aceptó Mariana—. Yo siempre pensé que no debíamos creerlo una mala persona.
—Yo sigo pensando que es un fantasma —contraatacó David, y Damián hizo un gesto de dolor—. Pero si ayudó a mi hermano, entonces será un fantasma bueno.
Nadie agregó palabra al asunto. Damián les agradeció enormemente que lo hubieran visitado y les prometió que al día siguiente los vería en la escuela.
Justo antes de que los chicos salieran de su habitación pudo ver, fugazmente, que Mauricio y Guadalupe habían estado agarrándose de las manos, y sonrió. Le hacía muy feliz saber que su amigo al fin se había animado a dar un paso adelante con Guadalupe, y ello le renovaba las fuerzas para abrirle su corazón a Mariana, de una vez por todas. “Mañana”, se dijo, “Mañana será un buen día para ello.”
Al día siguiente, Damián fue recibido por sus compañeros como un héroe y no pudo más que quedarse asombrado. Al parecer Mauricio, Mariana y Guadalupe lo tenían todo planeado y habían contado una historia bastante distinta a la real.
Sus compañeros le palmeaban la espalda y lo felicitaban por la forma en que había enfrentado a los pandilleros y cómo los había ahuyentado luego.
Damián miró en dirección a Juan Diego y éste le hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Se lo veía contento como al resto de la clase y no demostraba sentirse ofendido en absoluto por los créditos de la pelea. También buscó con la vista a Julio Salvatierra, pero no estaba presente y era probable que ya no regresara a clases. Sólo entonces, y con algo de desagrado, se dedicó a vivir la ilusión del héroe y narrar una historia casi fantástica que todos oyeron con mucha atención.
En los días sucesivos, las suposiciones de los alumnos se hicieron realidad, y al revoltoso Julio Salvatierra no se lo volvió a ver por la escuela nunca más.

Una tarde calurosa de fines del mes de mayo, Mauricio y Damián habían realizado una incursión a pie por el barrio de Paternal, motivados por la apertura de un nuevo y amplio local de juegos en red. En la publicidad se explicaba que el lugar estaba dotado de máquinas de última tecnología, lo que les permitiría jugar a los más evolucionados juegos, y no se lo querían perder por nada.
Avanzaron por Warnes hasta llegar a la estación del tren, y doblaron en Jorge Newbery a la izquierda. El local estaba a mitad de cuadra y se lo veía atestado de niños que entraban y salían constantemente. Cuando entraron descubrieron que las cincuenta máquinas estaban ocupadas y que la lista de espera era de varias horas. Se lamentaron e imploraron que les hicieran un lugar, pero no hubo caso. Entonces debieron contentarse con mirar cómo jugaban los demás y apoyar a uno u otro jugador según su habilidad.
A los pocos minutos de permanecer dentro del establecimiento, Mauricio notó un rostro conocido al fondo del salón y se lo indicó a Damián. Ambos se esforzaron y lograron ver que el que allí estaba era Julio Salvatierra. La piel se les erizó en ese momento.
—¿Querés que nos vayamos de acá? —sugirió Mauricio sin quitarle la vista de encima.
—¡No, para nada! Quedémonos un tiempo más. No nos vamos a ir de cada lugar donde lo encontremos —respondió firmemente Damián.
A los pocos minutos, Mauricio vio que Julio Salvatierra se acercaba a ellos en silencio, como mirando algo del otro lado de la puerta de entrada al local, y le tocó el hombro a Damián.
—¡Ahí viene!
Ambos se quedaron viendo como Salvatierra llegaba donde estaban ellos y pasaba de largo sin verlos, con la mirada perdida en la distancia.
—Parece drogado —exclamó Mauricio—. Ni nos vio.
—No está drogado —aseguró un muchacho parado cerca, que había escuchado las palabras de Mauricio—. Yo lo conozco un poco a Julio, de verlo en distintos locales de juegos, y la verdad que no sé qué le pasa. Hace unos días que está así, como dormido, y no se comporta como antes. Si hasta se alejó de todos sus amigos. Algunos dicen que le pegaron con un palo en la cabeza y quedó mal; yo, personalmente, creo que se volvió loco —el muchacho hizo un gesto con la mano sobre su cabeza—. Así, ¡puf! Algo se le quemó acá y, de un día para otro, ya no reconoce a nadie.
Los dos amigos se miraron en silencio, sorprendidos y no respondieron nada a aquel muchacho. Se limitaron a encogerse de hombros y salir pronto del establecimiento.
En el camino de regreso a sus casas apenas comentaron lo ocurrido y llegaron a la conclusión que, lo que fuera que le había ocurrido en su cabeza, ya molestaría a nadie más.

A partir del incidente de la plaza, los lazos de amistad entre Damián y Juan Diego se solidificaron y no hubo mañana en la que no cruzaran palabras o compartieran algún juego en los recreos. Mauricio, por su parte, se mostró comprensivo con su amigo, y aunque no se decidió a tratar a Juan Diego como él, tampoco se colocó en una posición enfrentada o alejada, por más que los celos por la amistad de Damián lo comieran por dentro.
Damián le enseñó a Juan Diego a jugar al Truco, con mentiras y vivezas incluidas, y Juan Diego, por su parte, le enseñó un juego llamado Manos Invisibles, que era el entretenimiento que más le gustaba.
—¿Manos Invisibles? —había preguntado Damián sorprendido, mientras juntaba el mazo de cartas españolas y las colocaba otra vez en su caja—. ¿Qué es eso?
—Es un juego que inventé yo desde muy chico, y te adelanto que es difícil jugarlo bien. —Ambos estaba sentados en el suelo, en un extremo del patio, frente a frente y con las piernas entrecruzadas. Juan Diego se acomodó un poco, hasta quedar al lado de Damián y mirando los dos hacia el fondo extenso, donde jugaban los chicos al fútbol o con las figuritas y las chicas saltando la soga o sobre un pie con la rayuela—. El método de juego es simple, pero lleva mucho tiempo aprender a jugarlo como lo hago yo. Tenés que extender una mano por delante de tus ojos, así, con los dedos entreabiertos, y pensar que la mano ya no está unida a tu cuerpo, sino que está realmente allá, junto a aquellos chicos que juegan en el fondo.
Damián extendió su mano derecha y pudo ver entre los dedos a sus compañeros, pequeñitos como muñecos de juguete.
—Se los ve muy chiquitos —dijo.
—¡Eso es! Y hay que tener cuidado porque nuestra mano es grande... Ahora mové un dedo despacito hasta tocarle el hombro al que hayas elegido tener en tus manos.
Damián lo hizo y la ilusión de la visión le hacía creer que podía tocar a Adrián en el hombro. Sin embargo éste no se daba por enterado de nada y continuaba su camino, saliéndose del foco formado por la mano de Damián.
—Es un juego gracioso —aprobó Damián—, pero un poco aburrido. Es imposible tocarlos realmente desde tan lejos.
Juan Diego lo miró a los ojos y Damián creyó ver nuevamente el mismo brillo de farol de aquella tarde en la plaza.
—No es un juego fácil de jugar. Te lo dije. Pero luego de mucho tiempo de práctica se puede hacer algo como esto...
Juan Diego extendió su mano en el aire, miró entre sus dedos índice y pulgar, sacó la lengua a un costado, como si se concentrara, entrecerró los ojos un poco y movió el índice con suavidad, muy lentamente. Damián observó a lo lejos, siguiendo la ruta imaginaria que trazaba la mirada de Juan Diego, y se topó con Agustina, la flaca de quinto grado. Estaba charlando con otras amigas cuando, de pronto, alguien la empujó por la espalda y la hizo abalanzarse sobre ellas. Tuvieron que sostenerla para que no se cayera.
Damián se sorprendió.
El problema era que detrás de Agustina no había nadie para empujarla. Nadie. Sólo estaba la mano de Juan Diego extendida en la distancia.
Se levantó de un salto y lo miró, entre incrédulo y asustado.
—Es un juego apasionante, ¿no? —dijo él—. Lo importante es jugarlo bien. Si las chicas se dieran cuenta de que fuimos nosotros, estaríamos fritos.
—Yo no fui —se defendió Damián con voz temblorosa—. Yo no puedo hacer esas cosas.
—¡Tranquilizate! No es algo sobrenatural, cualquiera puede hacerlo. Como ya te dije la otra vez, es sólo cuestión de personalidad y voluntad. ¿Querés intentar de vuelta?
—No... no sé. Mejor lo dejamos para otra vez...
—¡Dale! Intentalo. No te des por vencido tan rápido —le insistió Juan Diego, y logró que Damián volviera a sentarse—. Ahora elegí a alguien más cercano. Es más fácil cuanto más cerca están. Yo empecé así.
Damián volvió a extender su mano, ahora más temblorosa, y ubicó pronto a su querida Mariana, caminando con unas amigas, a pocos metros de ellos. No supo si animarse, pero qué podría perder. Como ahora el cuerpo de la niña se veía mucho más grande, jugó en el aire a pellizcarle la cola, siguiéndola a medida que se movía de un lado al otro.
—No pienses en que no podés alcanzarla —le decía Juan Diego, en voz baja para no ser oído por las chicas—. Eso no ayuda. Pensá mejor qué vas a hacer cuando sienta el pellizco.
—¡Nada! ¡Que voy a hacer si yo no puedo pellizcarla desde acá!
—No estés tan seguro. Fijate bien que ahora lo va a sentir. ¡Ahora! ¡Fijate!
Y Damián se concentró en mirar entre sus dedos, creyendo realmente las palabras de Juan Diego, y  vio que Mariana lanzaba un gritito de susto, a la vez que saltaba hacia delante, como impulsada por un dolor agudo.
—¡Viste!
—¿Yo hice eso?
—¡Si! ¡Ja, ja! Te dije que podías. ¡Aprendés muy pronto!
Mariana se volvió hacia ellos enojada, como si supiera que él había sido, y los chicos quedaron petrificados en sus lugares.
—¡Uy, se dio cuenta! —se lamentó Damián con el rostro colorado y transpirando.
—No, qué se va a dar cuenta. Quedate tranquilo y saludala que va a seguir en lo suyo... ¡Dale, saludala!
Damián levantó una mano y la saludó con mucho temor. Mariana, al ver un gesto tan ridículo, no pudo más que sonreír y devolverle el saludo. Luego, sus amigas le lanzaron las burlas lógicas de la situación y fue ella quien se sonrojó. “¡Tiene novio!, ¡tiene novio!”, le decían y ella las quería matar para hacerlas callar.
—¿Viste? Nunca falla —afirmó Juan Diego—. Es un juego muy divertido.

—¡Sí! ¡Qué bueno! —exclamó Damián, con un asombro tan grande que se le congelaba la respiración.

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