martes, 6 de marzo de 2007

Capítulo 4: Fantasmas de carne y hueso

Comienzan las clases y todo parece volver a la normalidad, sin embargo es ahora cuando los amigos deben estar más juntos que nunca.


No alcanzó el fin de semana para quitarles el miedo a los cinco amigos. Habían comprobado con sus propios ojos que el nuevo vecino no era un chico común y corriente, sino que se asemejaba a lo que todo el mundo conocía como un fantasma. Aún así, llegaron a un acuerdo unánime de mantener en silencio absoluto lo vivido, hasta que pudieran decidir qué debían hacer con lo descubierto. También acordaron que los Amigos del Misterio debían descansar los primeros días de clases de sus tareas de investigación y ninguno se animó a desobedecer esta decisión. Nadie quería continuarlas solo y todos buscaban quitar de sus mentes la imagen del escándalo; de manera que, cuando dieron comienzos las clases y se vieron envueltos por los guardapolvos y portando sus útiles escolares, sintieron alivio de ver que las cosas continuaban su rumbo normal.
La directora era la misma de tantos años, las maestras, todas conocidas y sólo una o dos nuevas, el profesor de Educación Física inamovible, los conocía desde que dieron sus primeros pasos; todo resultaba familiar y contribuía a crear un clima de calidez y regocijo en los corazones agitados de los amigos.
Las primeras dos semanas trascurrieron tranquilas, con pocas tareas y muchas charlas sobre las vacaciones y las cosas que habían hecho durante el verano (obviando terminantemente todos los sucesos referidos a los Amigos del Misterio). La maestra de Lengua era la misma del tercer y cuarto grado y era una de las preferidas de las chicas, aunque no tanto de los muchachos, porque solía lanzar dictados sorpresa y exámenes de repaso que, si bien no valían para la nota global, eran de consideración para algún punto extra al final del cuatrimestre.
Los primeros días de clases se vieron plagados de discursos de la directora y de las maestras más antiguas, en los que informaban que, gracias a la cooperadora de la escuela, se habían hecho reformas estructurales, con las que se podría albergar más alumnos en los años venideros, e invitaban a todos, padres y alumnos, a una celebración especial para la inauguración de un nuevo salón comedor para los chicos más carenciados.
También hubo lugar para las primeras llamadas de atención y notas en los cuadernos de comunicados de Julio Salvatierra y Gonzalo Taverna, por haber estado jugando de manos en uno de los recreos.
En los tiempos muertos que se producían por los continuos cambios de horarios de las diferentes asignaturas, Damián aprovechó para reunir la atención del grado y dar impulso a la organización del viaje de egresados de fin de año. Se realizó una rápida votación, en la que él y Mariana fueron elegidos para organizar los eventos necesarios para recaudar fondos y para administrar el dinero recaudado e informar al curso de los avances. Ambos se ruborizaron al conocer que compartirían esas tareas.
A raíz de esta votación, Damián empezó a ser mal visto por los revoltosos del aula y a ser señalado en los recreos en forma temible.
Con tantas preocupaciones, los primeros quince días de clase se consumieron rápidamente, sin apenas darse cuenta, y algunos maestros amenazaron con la cercanía de las primeras evaluaciones.

El primer día de la tercera semana de clases ya había amanecido extraño, pesado y húmedo, y una neblina molesta lo cubría todo hasta donde alcanzaba la vista. Cuando Damián y su hermano arribaron a la puerta del colegio vieron que había una reunión de chicos en el patio central. Eran todos los alumnos del séptimo grado, compañeros de Damián, que hablaban alborotados y algo nerviosos. Decían cosas como “con la cara que tiene debe ser loco” y “mejor que se siente bien lejos de mí”.
Damián se aproximó a Mauricio y le preguntó qué querían decir con esos rumores los demás. Mauricio no pronunció palabra y se limitó a señalar a una esquina del patio interno, cerca del mástil de la bandera. Allí, vestido con un guardapolvos impecable y peinado prolijamente hacia atrás, estaba de pie, Juan Diego en persona.
—No me digas que... —exclamó sorprendido Damián. Mauricio afirmó con la cabeza—. ¡Será nuestro nuevo compañero!
Mariana y Guadalupe aparecieron corriendo entre la muchedumbre desde un rincón y se acercaron a ellos.
—¿Se enteraron de la noticia?
—Acabo de hacerlo —respondió Damián con la mirada desencajada—, y no lo puedo creer.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Guadalupe asustada.
—No lo sé. Supongo que deberemos vigilarlo —añadió Damián.
Juan Diego permanecía quieto en su lugar con aspecto sereno y confiado, llevaba las manos en los bolsillos del guardapolvos y miraba al montón sin observar a nadie en particular. Parecía satisfecho con la suerte que le había tocado vivir en su primer día de clases, en un establecimiento y un ambiente totalmente nuevos. Quién diría que detrás de aquella figura de simple alumno se ocultaba un prodigio extraordinario y misterioso.
Sonó el timbre en el patio y los alumnos se agruparon de mala gana, entre bufidos y protestas, para formar dos filas, una de varones y otra de mujeres, según el año que les tocaba cursar. Juan Diego era de baja estatura, incluso un poco más bajo que Mauricio, por lo que su sitio fue uno de los primeros lugares de la fila del séptimo grado. Cuando las filas acabaron por armarse, Damián observó, para su malestar, que Mariana y Juan Diego coincidían en la ubicación de sus respectivas filas, y que quedaban uno al lado del otro durante todo el acto de izamiento de la bandera y el canto patrio. Su temperatura emocional comenzó a elevarse.
Los murmullos cesaron y la directora dio la orden a Betina y Ramiro, otros dos compañeros del séptimo grado, para ingresar con la bandera. Los chicos avanzaron hasta el mástil y anudaron los cordones en los ganchos respectivos, al tiempo que los alumnos comenzaron a entonar el Aurora con voces tímidas.
Cada tanto, Damián podía observar un leve movimiento de cabeza de parte de Juan Diego o de Mariana, como si se miraran o se hicieran gestos, y sentía que un sentimiento de ira le crecía en su interior y que sólo podía exteriorizarlo alzando la voz, hasta casi alcanzar los gritos. Una maestra cercana le llamó la atención cuando el estribillo se deformó a tal punto de parecer una protesta callejera, y algunas risitas ahogadas se escucharon desde sitios indetectables que lo hicieron ruborizar.
Entonces cambió su estrategia por hacer silencio absoluto y aguardar a que aquel sufrimiento acabara. Ya se enteraría si se hacían gestos realmente o era su imaginación. “No la mires, no la mires” pensaba intensamente, dirigiéndose a Juan Diego, “No la mires, que yo la quiero y ella me quiere a mí”. En ese instante Juan Diego se dio vuelta y le dedicó un gesto de asombro. Era una mueca que helaba la sangre, viniendo de él. Parecía sorprendido por algo y no le quitaba la vista de encima. Afortunadamente, la secretaria de dirección lo descubrió y lo obligó a mirar al frente y prestar atención al izamiento de la bandera. Luego de eso, ya no giró su rostro hacia Mariana, sólo se dedicó a acabar el canto patrio lo mejor que pudo y alejarse de la fila y de los amigos de Damián inmediatamente. Caminaba cabizbajo y arrastrando los pies. Se podía decir que estaba triste o, tal vez, ofendido.
Damián se acercó inmediatamente a Mariana y la tomó del brazo con brusquedad, mientras todos se disponían a ingresar a las aulas.
—¡Ay! ¿Qué hacés? —se quejó ella.
—Se miraban, ¿no? —se quejó furioso y completamente ruborizado Damián.
—¿Qué? ¿Con quién?
—Él estaba al lado tuyo —agregó en voz baja—. Te miraba y te hacía gestos en la fila.
—¡Vos estás loco! ¡Ni siquiera me di cuenta que él estaba ahí!
Su voz sonó convincente y Damián dudó. ¿Se habría dejado cegar por los celos? Se quedó sin palabras. Mariana, ofendida, le dio vuelta la cara.
—Me ofendés pensando que yo hago esas cosas. Se ve que todavía no me conocés.
—Disculpá... —murmuró Damián pero ella ya no lo oía, se había alejado rumbo al aula con paso furioso.
Damián se dio cuenta que había cometido un gran error.
Dentro del aula todos ocuparon los sitios habituales: las chicas adelante y juntas entre sí, de a dos en dos; y los chicos más atrás, colocándose del menos al más revoltoso según la distancia que los separaba del pizarrón. A Juan Diego le quedó un sólo sitio donde sentarse y fue en una esquina poco afortunada, junto al chico más molesto de la clase. El lugar existía precisamente porque nadie soportaba compartir la mesa con él por más de dos semanas seguidas. Se llamaba Gonzalo Taverna y cursaba el séptimo grado con catorce años, por lo que superaba a la mayoría en altura y fuerza. Sólo se lo podía comparar con el gordo Carmelo, que era una mole de ochenta kilos y todos creían, podría golpear a cualquiera de no ser porque era un chico sensible que jamás buscaba pelea.
Cuando Juan Diego se sentó a su lado, todos se le quedaron viendo, preguntándose cuánto tiempo pasaría antes de que Gonzalo comenzara a molestarlo. La respuesta fue casi inmediata, porque a la primera oportunidad que se le presentó, no bien Juan Diego volteó la cabeza, tensó su dedo medio en la palma de la mano, formando un arco, y lo soltó haciendo sonar, con un chasquido fuerte, la oreja pequeña de su compañero de banco.
Juan Diego exclamó un grito de dolor y se giró para mirarlo con el rostro desencajado. Sin embargo, Gonzalo no dejaba de reírsele en la cara, enfureciéndolo aún más. Parecía que algo extraño podría ocurrir en cualquier momento, pero nada pasó. Los Amigos del Misterio se miraron, decepcionados, y se volvieron a sus cosas. Luego ingresó la maestra y los murmullos desaparecieron.
—Hola chicos —dijo, luego de acomodar sus cosas sobre el escritorio—. Como habrán notado, tenemos un nuevo compañero llamado Juan Diego Valdez, que se incorporará a nuestro curso desde ahora y se pondrá al día con los trabajos. Por ello les pido que le den una mano y le presten alguna carpeta.
Todos se miraron y nadie dijo nada. Al cabo de unos segundos, en los que el rostro de la maestra se tornó rígido, Mariana habló:
—Yo te la presto, Juan Diego. Podés tenerla unos días, yo seguiré escribiendo en otra.
—Gracias —respondió él tímidamente, mirando su pupitre.
A Damián y a su amigo Mauricio se les cortó la respiración.
—¡Está loca! —susurró Mauricio—. ¿Cómo le va a dar la carpeta al fantasma?
—Te juro que no la entiendo —respondió Damián, mordiéndose los labios—. Pero cuánto quisiera poder hacerlo.
Llegado el recreo, Damián, Mauricio y Guadalupe se cruzaron en el camino de Mariana y la interrogaron.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Mauricio.
—¿Qué? ¿Lo de la carpeta? ¡Bah!, es una tontería.
—¡Cómo va a ser una tontería! ¿Te olvidás de lo que pasó aquel sábado? —añadió Guadalupe.
—No. Claro que no. ¿Pero qué tiene de malo que use mi carpeta para ponerse al día?
—¡Todo! —chillaron los tres.
—¡No exageren! —exclamó enojada y se alejó al baño. Guadalupe la siguió, pero los chicos debieron quedarse fuera. Luego, viendo que tardaba mucho y sabiendo por Guadalupe que estaba llorando, decidieron dejarla en paz y regresar al aula.
A partir de aquel gesto sin importancia de Mariana hacia Juan Diego, verlos juntos pareció hacerse habitual. Varios chicos dijeron haberlos visto charlando de cosas que jamás contaban a nadie, e incluso negaban terminantemente, o caminando uno al lado del otro en la Plaza Aristóbulo, fuera del horario de clases, en completo silencio; hasta hubo quien, malintencionadamente, dijo haberlos visto besarse en algún rincón de la sala de música.
Ella, como era de esperarse, negó todo hasta el cansancio, aunque no logró que nadie le creyera.
Todas estas habladurías acabaron por colmar la paciencia de Damián y decidió descubrir finalmente si aquel muchacho extraño le había robado la novia, en cuyo caso, no sabía cómo podía llegar a responder.
Los siguió, los espió, pero nunca pudo decir ciertamente que se hablaban o que, siquiera, se citaban en algún sitio determinado. Hasta que una mañana fresca de otoño tuvo la comprobación frente a sus ojos. Él venía agitado de jugar al fútbol en el recreo y cruzó frente a la tan mentada sala de música. De puro curioso echó una ojeada dentro, a través del vidrio de la puerta, y pudo distinguir dos siluetas blancas. Enfocó más la vista y notó claramente a Mariana y a Juan Diego sentados, uno al lado del otro, detrás del piano de cola que a todos les tenían terminantemente prohibido utilizar fuera del horario de la clase de música. Damián sintió que la sangre le hervía dentro de las venas y quiso entrar de golpe para ponerlos en evidencia, pero se contuvo y escuchó detrás de la puerta. Notó algunos murmullos apagados que no logró comprender y luego escuchó que ella se reía, tapándose la boca.
“¡Así que era verdad!” pensó furioso Damián y se alejó hacia el aula a cien grados de temperatura. Al ingresar, los compañeros le abrieron paso, temerosos, y se alejaron. Y así como la temperatura corporal se le había disparado a las nubes, de la misma manera se le heló la sangre y todas las partículas del cuerpo hasta llegar a erizarle el cabello cuando, al mirar a la esquina, descubrió la presencia estática de Juan Diego, sentado solo y mirando la nada. Estaba pálido, aferraba un pañuelo blanco entre sus manos y parecía que no respiraba. Damián no pudo comprender cómo era posible que llegara antes que él si unos segundos atrás estaba en la sala de música. No había forma de lograrlo sin que él lo viera entrar.
Damián se acercó a Analía, que lo miraba como atontada, y le preguntó en voz baja:
—¿Juan Diego salió al recreo?
—Para nada —dijo ella—. Estuvo así todo el tiempo, con esa cara de dormido, como si no nos viera.
—¿Pero entonces...?
Inmediatamente salió corriendo a la sala de música e irrumpió sin avisar. Allí dentro estaba Mariana sentada al lado de Jimena Ramírez, una chica morena que no compartía el menor parecido con Juan Diego. Mariana lo miró intrigada por su actitud y algo ofendida porque la descubriera utilizando el piano.
—¿Qué hacés? ¿Querés que la maestra me descubra? —le reprochó.
—No, claro que no...
—¡Entonces andate y dejanos solas! —gritó furiosa.
Y lo hizo. Salió absolutamente desconcertado y se fue a sentar a su sitio, hasta que, por fin, tocó el timbre y acabó el recreo. Luego, al volverse, creyó ver una suave sonrisa en el rostro pálido de Juan Diego y un escalofrío recorrió su espalda.

—¡Te digo que no es verdad todo lo que dicen! —le insistía Damián a su amigo Mauricio mientras caminaban rumbo a sus casas—. Incluso a mí me pareció verlo con Mariana en la sala de música, y cuando entré, vi que era Jimena y no Juan Diego.
—Tal vez estemos un poco sugestionados con todo esto y no sea más que un conjunto de coincidencias y rumores malintencionados —aceptó Mauricio.Los amigos se miraron sin entender, se encogieron de hombros y se alejaron de la escuela en silencio.

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