martes, 27 de febrero de 2007

Capítulo 3: Sueños y temores

Los amigos se llevan la primera sorpresa. Las cosas son más extrañas de lo que pensaban...



Esa noche Damián tuvo un sueño atemorizador. Soñó que caminaba de la mano de Mariana por la calle del colegio y aparecía este muchacho misterioso. Se les paraba enfrente, sin dejarlos pasar y luego, mirándola a ella, le decía que Damián era un miedoso y que ella no debía andar con miedosos por la calle. Entonces Damián intentaba arrojarle una golpe con todas sus fuerzas, pero su mano se perdía en el aire sin llegar a tocarlo, como si él mismo fuera un fantasma. El chico se echaba a reír con muchas ganas, agarrándose la panza con las manos y Mariana, a su lado, lloraraba en forma desconsolada.
Damián quería abrazarla, pero no podía tocarla, y ella no dejaba de llorar.
En ese instante abrió los ojos y notó que estaba amaneciendo y que Mariana lloraba realmente, aunque lo hacía dormida, como si estuviera sufriendo una pesadilla.
Mauricio también se despertó, y se sentó sobre el colchón para ver qué estaba pasando. Los dos amigos sacudieron suavemente a Mariana y la despertaron.
—¿Qué pasó? —preguntó Damián— ¿Tuviste una pesadilla?
—Si... no sé. No estoy segura.
Guadalupe y David también se levantaron y, con pocas ganas, se acercaron a ella.
—Debe ser una casualidad, porque yo también tuve una —añadió Damián—. Y fue con ese muchacho de enfrente.
—¿Soñaste con él? —preguntó Mauricio. Su amigo afirmó con la cabeza— ¡Yo también! Soñé que vos venías a mi cumpleaños, y cuando entrabas a casa y me dabas el regalo ya no eras vos, sino él.
—¡Yo también soñé con él! Es un fantasma nomás. —afirmó David.
—¡No lo puedo creer! ¡En mi sueño lo saludaba como si lo conociera de toda la vida! —comentó Guadalupe; y luego, mirando a su amiga, añadió:— ¿Y vos? ¿Te pasó también?
Mariana negó lentamente con la cabeza, sin atreverse a mirar a sus amigos a los ojos.
—¡No! Yo no. No me acuerdo qué soñé, pero es seguro que él no estaba... —y sentándose agregó—. Y sugiero que nos olvidemos de este tema por unos días.
—¿Olvidarnos? —preguntó Damián—. Pero si ayer estabas muy entusiasmada con saber quién es.
—Sí, sí. Ya sé. Y todavía quiero averiguarlo, pero creo que es demasiado por ser la primera vez que nos juntamos. Ya vamos a tener más oportunidades.
Y sin agregar ni una palabra se levantó y salió de la habitación hacia el baño de la planta baja.
Los Amigos del Misterio se quedaron boquiabiertos, sin entender nada.
—Algo le pasó. Algo soñó que la asustó, Damián —dijo Mauricio, siempre muy perspicaz.
—Puede ser, pero a nosotros no nos va a decir. Tal vez te lo diga a vos, Guada. Tratá de averiguarlo.
Guadalupe asintió y salió también rumbo al baño.
Esa mañana nadie pudo sacarle una palabra a Mariana y, antes del mediodía, cada uno había regresado a su casa con la incertidumbre de no saber qué era lo que le había hecho cambiar de idea de esa forma.

Pasaron varios días tranquilos, en los que el grupo de amigos no se volvió a reunir. Sólo Mauricio y los hermanos se vieron una tarde en el centro comercial de Once, mientras sus madres los llevaban de un lugar a otro en busca de guardapolvos nuevos, cuadernos, lápices y todo lo necesario para regresar a clases en pocos días. Estaba por entrar el mes de Marzo y el grupo de amigos se reencontraría inevitablemente en el séptimo grado del turno mañana.
Cuando se vieron fugazmente con Mauricio en una tienda de ropa, tuvieron tiempo de intercambiar palabras y se pusieron al tanto de los avances en la investigación.
—¿Sabés que no lo veo afuera casi nunca? —dijo con sorpresa Mauricio—. Vive encerrado en su casa y sólo se asoma por la ventana.
—Es que no tiene amigos —dedujo Damián—. ¿Con quién va jugar?
—Yo no creo que juegue a nada —intervino David—. Además, los fantasmas no pueden salir a la calle a cualquier hora.
—¡No es un fantasma! —chilló su hermano—. Mauricio lo vio una vez en la calle, a plena luz del día.
—A la que sí veo es a su madre —continuó él—. Sale a hacer las compras, corta el pasto del jardín y se la pasa todo el día limpiando la casa. Es de lo más normal. Hasta charla con mi mamá y vino una vez a casa. Esa vez le contó que su hijo se llama Juan Diego Valdez. Un nombre poco llamativo. Yo esperaba un Ezequiel o un Fabricio, qué se yo.
—Entonces nos equivocamos. Debe ser sólo un niño tímido y retraído —dijo desilusionado Damián.
—¿Y la carta qué? —insistió David—. Decía “cualidades especiales”.
—Es verdad —aceptó Mauricio—. Eso es un misterio.
En ese momento la mamá de Mauricio, que ya había hecho sus compras, le indicó que saludara a sus amigos, que ya debían regresar a la casa, y tuvieron que despedirse.

Otra tarde, la del sábado anterior al primer día de clases, justo después de almorzar, sonó el teléfono en la casa de Damián y la que llamaba era Mariana. Su madre le avisó y él entró corriendo desde el patio del fondo, donde jugaba con su hermano a los piratas, y atendió el llamado.
—Hola, Damián —le dijo Mariana del otro lado del teléfono, notoriamente emocionada—. ¡Tengo un dato muy importante para Los Amigos del Misterio!
Al oír el nombre del grupo, Damián dio un salto en el lugar.
—¿En serio?
—Sí. Pero no lo voy a decir por teléfono. Llamá al resto del grupo y encontrémonos en la plaza, a las tres.
—¿Y si no pueden venir?
—Entonces iremos nosotros dos solos —agregó Mariana alegremente y a Damián se le cortó la respiración—. ¡Perdón! Nosotros tres. Me olvidaba de tu hermano.
—Cierto. Está David —se lamentó él.
—¡Ah! —agregó ella—. Que todos traigan unas monedas que vamos a tener que hacer un viaje corto.
—No hay problema. Nosotros tenemos algunos ahorros.
Damián le mandó un beso y ella le respondió enviándole otro con su voz cálida y suave. Su corazón volvió a agitarse y en su rostro apareció una sonrisa imborrable.
David, al ingresar a la casa y verlo con esa cara, comprendió lo ocurrido.
—¡Te llamó! ¿No?
Damián asintió con la cabeza.
—Y además quiere reunir a Los Amigos del Misterio.
El pequeño dio un brinco de alegría.
A las tres de la tarde en punto se encontraron cuatro de los cinco amigos en la Plaza Aristóbulo del Valle, que estaba sobre la calle Baigorria, la misma de la escuela a la que asistían. La plaza era un punto accesible para todos, por lo que se constituía en el lugar de encuentro de la mayoría de los chicos del barrio.
Damián, con su mochila de detective a cuestas, se apuró para llegar primeros con su hermano, pero cuando llegó ya estaban Mauricio y Guadalupe esperándolo, ruborizados y algo alejados entre sí.
Los cuatro tuvieron que esperar a Mariana unos minutos debajo de la sombra del gran ombú en el que solían jugar. Ella emergió de atrás de la calesita con una sonrisa amplia en el rostro y agitando las manos para saludar. A Damián le volvió a invadir esa sensación de que Mariana parecía ser más grande de lo que realmente era, de unos catorce o quince años, al menos, y eso le gustaba y lo ponía nervioso al mismo tiempo.
—¡Chicos, que bueno que estemos juntos otra vez! —exclamó y se abrazó con todo el grupo—. No saben el dato que conseguí —añadió en tono cómplice.
—¿Qué es? —preguntaron todos, mordidos por la intriga.
—¡Tengo la dirección y el teléfono de Fabián Saer!
Un silencio absoluto los invadió de pronto, como si hasta los pájaros hubieran escondido sus trinos al oír la noticia.
—¿En serio? ¿El de la carta? —preguntó Damián, sin salir de su asombro.
—El mismo. Bueno, éste se llama Fabián Saer y vive en Parque Chacabuco; sería una gran coincidencia que no fuera él.
—Es verdad... ¿Y creés que debemos ir allá? —preguntó tímidamente Mauricio.
—¡Claro que sí! Es la pista que nos estaba haciendo falta para descubrir este misterio.
—¿Y qué le diremos a este hombre cuando lo veamos? Es más, ¿cómo sabremos que es él? —acotó Damián.
—Ya se nos va a ocurrir algo, no se preocupen.
Los chicos se miraron y se encogieron de hombros.
—Nosotros también tenemos un dato importante —anunció Damián—. Nuestro vecino se llama Juan Diego Valdez. Su mamá se lo contó a la mamá de Mauricio.
—Juan Diego... —repitió Mariana pensativa— ¡Lindo nombre! —agregó en una mala actuación, que a Damián le dio a entender que ocultaba algo.
Mariana traía un bulto envuelto en pañuelos blancos en una de las manos y en ese momento lo desempaquetó para mostrar su contenido.
—Me tardé porque me costó mucho trabajo que mi hermana me prestara esto —dijo, dejando al descubierto una cámara fotográfica digital bastante pequeña y liviana—. Le dije que la necesitaba para un cumpleaños y que se la cuidaría muchísimo.
—¡Bárbaro! —exclamó David— ¿Y para qué la necesitamos?
—Tiene un buen zoom. Nos puede ayudar a ver algo que no alcancemos con los binoculares.
Una vez arreglados los detalles del viaje, los Amigos del Misterio se subieron a un colectivo de la línea 134 y viajaron veinticinco minutos hasta descender en el propio Parque Chacabuco, sobre la calle Emilio Mitre.
Desde allí debían caminar un par de cuadras hacia el sur y bajar por una calle húmeda y angosta que les dio mala espina. Las casas a derecha e izquierda destilaban historia a través de sus paredes antiguas, y también algo de espanto, con esos amplios ventanales que se conformaban como una invitación traicionera para los curiosos. Tal es así, que el pequeño David recibió un reto a través de una, al mirar a una anciana que montaba guardia, sentada en su mecedora. “Que mirás, pequeño chusma”, le había gritado ella, a lo que él decidió salir corriendo y escudarse detrás de su hermano mayor.
Avanzaron con paso inseguro, verificando a cada minuto que se encontraban sobre la calle correcta. Mariana había dicho Avelino Díaz 954 y pronto arribaron a la cuadra indicada. Cruzaron a la mano impar para poder ver la casa de la vereda de enfrente y ya cerca de mitad de cuadra descubrieron un caserón antiguo al que se accedía a través de un portón avejentado, apenas pintado de un color celeste claro, que cedía en muchos sitios al óxido y la humedad. El portón daba paso a un largo pasillo, que comunicaba las tres viviendas que allí convivían en forma horizontal. A un lado de éste aparecía un ventanal sucio, con rejas negras y olvidadas, a través del cual se podía ver el interior de la primera vivienda. Poseía unas cortinas descoloridas que se encontraban recogidas a ambos lados, y dentro se distinguía un mobiliario modesto, una mesa pequeña y algunas sillas de raso que alguna vez fueran pomposas.
—Esa tiene que ser, porque en la guía dice departamento “A” —explicó Mariana, mientras todos se acomodaban cerca del tronco de un sauce muy frondoso.
—Se puede ver adentro, no creo que haya dejado las ventanas abiertas si él no está en casa —dedujo Mauricio.
—Bueno, hagamos lo que planeamos durante el viaje —dispuso Mariana.
Damián y Guadalupe asintieron y cruzaron la calle, decididos. Ella abrió un cuaderno por la mitad y destapó una lapicera. Él, por su parte tocó el timbre del departamento “A” y esperó a que alguien hablara por el portero eléctrico.
Pasaron un par de minutos y nadie respondió. Volvió a intentar y tampoco tuvo suerte. Justo cuando se volvía hacia los otros chicos que esperaban enfrente, el portón se abrió y emergió la figura desaliñada de un hombre de unos cuarenta y tantos años. Tenía una barba de un par de semanas y el cabello revuelto, por lo que parecía que recién se despertaba.
—Disculpe que lo despertemos, señor —dijo Guadalupe tímidamente, mordiendo la punta de la lapicera.
El hombre los miró a ambos de arriba a abajo, muy seriamente, haciendo un esfuerzo por mantener los ojos abiertos.
—¿Ustedes quiénes son? ¿Qué quieren? —ladró de pronto y un hedor de vino rancio se esparció en el aire.
—Somos vecinos del barrio y estamos haciendo una encuesta... para la escuela —respondió Damián, simulando no sentirse mareado por el olor nauseabundo que se desprendía de aquel hombre.
—Mmm, estudiantes... —dijo pensativo—. Es extraño que ya tengan tarea para hacer cuando aún no comienzan las clases, ¿no?
Damián palideció.
—¡Es un curso de verano! —exclamó Guadalupe rápidamente—. Y este es nuestro examen para aprobarlo ¿Nos ayudará?
Desde enfrente y ocultos detrás de los árboles, Mauricio, David y Mariana se esforzaban por escuchar qué charlaban sus amigos con aquel hombre, pero no lograban captar una palabra. Entonces ella recordó la cámara que traía consigo y la encendió. Apuntó hacia enfrente y tomó algunas fotografías del rostro sucio del hombre. El acercamiento digital le permitía tomas cortas y de bastante buena definición.
—Bueno. Está bien —accedió el hombre, agitando las manos en el aire—. ¿Son muchas preguntas?
—Sólo tres o cuatro —respondió Damián—. Díganos, ¿Cuál es su primer nombre?
—Fabián.
Guadalupe se apresuró a tomar nota y escribió rápido en el cuaderno, con letra nerviosa.
—¿A qué se dedica?
—A nada —respondió y soltó una risita—. Vivo como puedo. De changas.
—¿Tiene familia o vive sólo?
Su rostro se ensombreció y se petrificó en un gesto poco amigable. Lentamente surgieron los colmillos inferiores de su boca, a la vez que se ponía morado.
—Vivo solo —resopló, visiblemente molesto por la pregunta. Damián dudó de continuar—. Pero hasta hace poco tuve familia. Una mujer buena que era lo que más quería —continuó de pronto, con voz temblorosa—, y su hijo que... ¡Ah! ¡Ese pequeño! ¡Debí haberlo encarrilado cuando pude!
Golpeó una mano sobre la otra, produciendo un fuerte chasquido y los chicos saltaron en el lugar. Luego, retrocedieron un poco, temerosos.
—No se asusten —siguió él—. Seguramente ustedes tienen padres modernos que los dejan hacer lo que quieren y no están acostumbrados, pero no hay mejor método de enseñanza que la disciplina —Guadalupe y Damián estaban petrificados del terror—. ¡Anoten eso! Les pondrán una muy buena nota. Ya van a ver...
—Gra-cias... —tartamudeó Damián y retrocedió otro paso—. Lo vamos a anotar...
Guadalupe asintió con la cabeza y se apresuró a escribir lo que pudo en el cuaderno. Hizo un garabato poco legible y tragó saliva.
El hombre avanzó un poco en forma intimidante hacia los chicos, sonriendo extrañamente.
—¿Quieren continuar la charla dentro de casa? Estaremos más cómodos y hasta podemos comer algunas galletitas.
—No, gracias —se apuró a responder Damián.
—¡Vamos, entren! ¡No tengan miedo! —continuó él y dio dos pasos hacia delante, con rapidez, haciendo retroceder a los chicos hasta alcanzar la calle.
En ese momento el rostro del hombre cambió por completo de euforia a temor. Se contrajo en una mueca de espanto, que acabó por asustar a los chicos y hacerlos correr. Dio un grito de susto y saltó hacia atrás, con la mirada fija en algún punto en el aire, frente a sí. Luego, se dio media vuelta y salió corriendo al interior de su casa, cerrando el portón con un golpe.
Mariana pudo verlo cruzar por la ventana, tropezarse con una silla y continuar la carrera hacia el interior de la vivienda, y disparó varias fotografías más del extraño suceso. Luego, apartó la cámara de su rostro y se abrazó con sus amigos, que habían huido despavoridos de aquel extraño personaje.
Una vez calmados los ánimos y sintiéndose seguros nuevamente, pudieron soltar algunas palabras.
—¡Está loco! —chilló Damián— ¿Vieron la cara que puso cuando le preguntamos de su familia?
—Ese hombre es agresivo —apoyó Guadalupe—. Por eso Juan Diego y su mamá lo abandonaron.
—¿Les quiso hacer algo? —preguntó Mariana, desencajada.
—¡Quería que entremos a su casa! —exclamó Damián, todavía agitado—. Podría haber ocurrido cualquier cosa.
—Tendríamos que denunciarlo —opinó Mauricio—. Tenemos fotos de todo, ¿no?
—Es verdad —aceptó Mariana—. Saqué muchas no bien vi que hacía gestos raros. Veámoslas.
Todos se inclinaron sobre el pequeño dispositivo y agudizaron la vista en el panel digital. Mariana corrió las fotos una a una y se pudo observar el avance del hombre hacia los chicos y luego, su sorprendente huída. Las fotos estaban tomadas en serie y parecían los cuadros de una película.
—¡Esperá! —gritó Mauricio—. ¡Volvé atrás un poco!
Mariana pasó las fotos lentamente hacia atrás y ahora el hombre caminaba de espaldas, se daba media vuelta y saltaba adelante. Su rostro expresaba un terror incomprensible.
—¡Ahí! —dijo Mauricio—. ¡Miren!
Todos se inclinaron aún más sobre la cámara, pero no pudieron distinguir nada.
—En esa esquina —agregó señalando un borde de la pantalla digital, donde aparecía una mancha blanca y borrosa—. ¿Se puede agrandar esa mancha?
Mariana tocó algunos botones, hasta que por fin halló el de primer plano. Luego movió la imagen lateralmente, hasta hacer coincidir la mancha blanca, ahora ampliada, en el centro de la pantalla digital.
Los corazones de los chicos se congelaron y sus ojos se abrieron grandes. No podían creer lo que estaban viendo.
—¿Es lo que yo creo? —murmuró Mauricio
—No lo sé —respondió lentamente Mariana—. Voy a intentar ampliarlo más.
Cuando pulsó el botón de primer plano nuevamente, la evidencia quedó expuesta a simple vista. Los Amigos del Misterio se asustaron tanto de lo que veían que echaron a correr por donde habían llegado. Corrieron con tantas ganas que, antes de darse cuenta, ya estaban arriba del colectivo 134 para regresar a sus casas.

Luego de algunos minutos de silencio y tensión, se animaron a volver a ver la fotografía que la cámara había tomado y volvieron a temblar del miedo. En la pantalla digital se veía con claridad el rostro pálido y serio de un chico, mirando con intensidad hacia donde se encontraba aquel hombre, un instante antes de escapar corriendo hacia dentro de su casa. Era el rostro inconfundible de Juan Diego.


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