miércoles, 14 de febrero de 2007

Capítulo 1: Un nuevo vecino

Un nuevo vecino se muda al barrio de los amigos, a la casa abandonada, y su actitud resulta muy extraña. ¡Si vieras la cara de susto de Mauricio!

Los dos hermanos, sentados sobre el suelo de madera de su habitación, se encontraban rodeados por una pila de revistas, papeles manchados con tinta negra y talco esparcido por todas partes. El mayor de ellos, Damián, le enseñaba al más pequeño, David, cómo funcionaba el complejo sistema de detección de huellas digitales que él mismo había diseñado, y para ello necesitaba de la colaboración incondicional de su hermano y, sobre todo, de sus pequeñas manos.
—¿Es necesario que hagamos tantas pruebas? —preguntó David, mientras Damián tomaba su mano derecha y la acercaba a una almohadilla para sellos—. Ese es mi último dedo limpio.
—Esto es así, David. Ya vas a ver por qué necesito tantas huellas.
El mayor de los hermanos marcó la huella digital del meñique derecho de David en una hoja de papel, donde ya se encontraban plasmadas otras nueve, justo por debajo de dos pequeñas letras escritas con lápiz, que decían “MD”, y sonrió ampliamente.
—¡Ves, ya está! Ahora andá a lavarte las manos y te muestro cómo funciona.
El pequeño se levantó en el acto y corrió al baño para quitarse las marcas de tinta negra. Estaba muy entusiasmado con el experimento y no quería perderse un solo detalle. Pronto regresó con su hermano y se sentó al lado, secándose las manos en la ropa.
—¿Están bien secas ya? —preguntó Damián y recibió un gesto afirmativo de parte de David— Bueno, tomá esto. —Le extendió un vaso de vidrio liso y vacío. El pequeño lo agarró y miró por todas partes con cara de no entender nada. Se encogió de hombros.
—¡Ja, ja! —rió Damián—. Dámelo y vas a ver.
Recuperó el vaso y esparció con cuidado el talco sobre él, procurando que cayera como una lluvia delgada y no se amontonara mucho en un único sitio. Ante los ojos incrédulos de David, una huella nítida, del color blanco del talco, emergió como por arte de magia sobre el vidrio transparente.
—¡Guauuu! —exclamó—. ¿Y que vas a hacer con eso?
—Agarro este papel donde tengo tus huellas marcadas y busco cuál coincide con la del vaso —explicó Damián, juntando el recipiente y el papel con las diez marcas para poder compararlos a simple vista —. ¿Ves? Esta huella es la de tu dedo... ¡índice derecho!
David se inclinó sobre el papel y pudo comprobar la similitud de ambas marcas. Luego, mudo del asombro, se quedó viendo a su hermano con los ojos bien abiertos.
Damián se sintió un héroe y sonrió. Con sus doce años recién cumplidos y su espíritu inquieto y sediento de conocimientos se mostraba como un modelo a seguir para su hermano de nueve años.
En ese momento sonó el timbre de la puerta de calle.
—¡Chicos..., llegó Mauricio! —llamó la madre desde la cocina.
Ambos dejaron lo que estaban haciendo y corrieron al encuentro de su amigo. Mauricio Esquivel era de baja estatura y Damián lo superaba por media cabeza. Tenía el pelo algo largo y llevaba un flequillo molesto, que cada tanto debía correr a un costado de la cara. Era, según él, su forma de estar a la moda, aunque el flequillo largo se había dejado de usar varios años atrás, pero lo cierto era que deseaba ocultar, detrás de esa imagen descuidada, al alumno más inteligente de su clase, y de esa manera limar las diferencias con sus compañeros.
Al abrirle la puerta notaron que su rostro estaba pálido y sus ojos abiertos reflejaban miedo. Avanzó un par de pasos y se detuvo debajo del dintel de la entrada.
Damián lo saludó sin darse cuenta de su estado anímico. Colocó una mano sobre uno de sus hombros y miró hacia afuera con curiosidad. Luego preguntó:
—¿Y las chicas? ¿No llegaron todavía? —Mauricio no contestó nada. Estaba mudo de miedo—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué tenés esa cara?
—¡Mauricio, vení a ver lo que inventó Damián! —gritó el pequeño David sin darse cuenta de nada.
Mauricio los miró a ambos e intentó soplar unas palabras, pero resultaron confusas. Los hermanos no lo comprendieron y se lo quedaron viendo con curiosidad.

—Me acaba de ocurrir algo raro, chicos —susurró.
—¡¿Raro?! ¿Cómo de raro? ¿Muy raro? Vení, pasá, contanos —lo invitó Damián.
Mauricio aceptó y avanzó hasta la habitación de sus amigos. Ni siquiera se mosqueó al ver lo desastrosa que se encontraba. Se sentó en el borde de una de las camas y habló con voz impersonal.
—Ayer por la tarde volvimos de la playa con mis padres y descubrí que un chico de nuestra edad se mudó a la casa de enfrente. Lo noté enseguida porque esa casa estuvo cerrada por mucho tiempo y ahora tenía todas las ventanas abiertas, y hasta tenía cortinas blancas dentro que se movían con el viento como si fueran fantasmas. Y recién hoy, hace un rato nomás, vi a este chico por primera vez... y me asusté.
Hizo una pausa dilatada y tragó saliva.
—¿Por qué? —preguntaron los hermanos a un mismo tiempo con los ojos cada vez más abiertos.
—Me lo crucé cuando salía para venir hacia acá. Él estaba entrando en su casa y al principio creí que era una nena, si hasta me pareció que tenía unas colitas en el pelo, pero cuando se dio vuelta para verme, su rostro era bien blanco y muy serio, por lo que miré para otro lado. Cuando volví la vista ya no estaba. Había desaparecido en un segundo. Ni la puerta de su casa se movía.
—Se habrá escondido —concluyó Damián para tranquilizarlos a él y a su hermano, que parecía aterrado.
—Eso también creí yo —continuó Mauricio con la voz temblorosa—, y me volví un poco para ver si estaba detrás de alguna planta. Y entonces se apareció entre las cortinas de una de las ventanas de la casa. Me miraba fijo... ¡Uh! ¡Todavía puedo sentir esa mirada en mi piel!
Los hermanos estaban pálidos y ninguno se animó a decir nada. En ese instante, el timbre de la puerta volvió a sonar y los hizo saltar en el lugar y soltar un grito de susto.
—¡Llegaron las chicas! —gritó nuevamente la mamá desde la cocina.
El hermano mayor acudió con apuro a recibir a Mariana Fermí y Guadalupe Rojas, dos amigas del barrio que, como Mauricio, también eran sus compañeras del colegio. Los cuatro y, en menor medida, su hermano David, formaban un grupo de amigos inseparable que se reunía casi todos lo días con, prácticamente, ninguna excusa necesaria. Esta vez la idea era mirar una película en el televisor grande del comedor que, según Damián, era una comedia muy buena; pero con lo ocurrido a Mauricio ya no sabía hacia dónde derivaría la tarde.
Damián se sentía atraído especialmente por Mariana, quien poseía esa gracia en su forma de hablar y ese rostro angelical que le removían el interior del pecho y le cortaban la respiración. Era muy simpática y desenvuelta, y poseía un carácter firme que contrastaba con su cuerpo delgado y su aparente fragilidad; y aunque Damián se volvía loco de amor cada vez que la veía, jamás se había animado a decirle una sola palabra acerca de ello y se esforzaba por negar todo posible sentimiento cuando los chicos, en la escuela, le hacían burlas al respecto. Mariana hacía lo mismo por su lado, por lo que Damián podía percibir que ambos se gustaban, y eso entorpecía todo aún más. Era común que tartamudeara o se le olvidaran palabras cuando charlaban y que se sonrojara cuando coincidían en algún juego para formar pareja. Sus amigos, Guadalupe y Mauricio, por cierto, sabían perfectamente lo que sentían entre sí y respetaban la timidez de ambos sin intervenir.
Por su parte, Damián sospechaba que a Mauricio le caía muy bien Guadalupe, aunque esto era un poco más difícil de comprobar; y encima ahora, cuando ella lo viera en ese trance que producía espanto, se podría llevar una mala impresión de su amigo. Decidió entonces que debía ponerlas sobre aviso antes de hacerlas pasar a la habitación.
—Chicas, Mauricio acaba de sufrir un susto grande y me parece que tenemos que ayudarlo —y dirigiéndose a Guadalupe en particular agregó:— y apoyarlo en lo que necesite.
—¿Qué le pasó? —preguntaron ellas al mismo tiempo, alarmadas.
—Vengan, pasen adentro y les contamos.
Los cinco amigos se reunieron en la habitación, aún alborotada de papeles manchados y revistas, y se sentaron en torno a Mauricio, quien continuaba desencajado, aunque un poco más animado y con más color en el rostro. Damián fue el primero en hablar.
—Mauricio volvió ayer de las vacaciones y descubrió que enfrente de su casa vive ahora un chico bastante raro. Hace un rato, cuando venía para acá, lo vió y se asustó.
—¿Te pegó Mauri? —se preocupó Guadalupe.
—No, no —se apresuró a responder él—. ¡Qué me va a pegar...! Lo que pasó es que es medio extraño, como si fuera un fantasma...
Las chicas se sorprendieron de que Mauricio, con lo sereno e inteligente que era, dijese esas cosas de una persona que apenas conocía.
—Pero, ¿qué te hizo? —intervino Mariana.
Mauricio volvió a relatar su encuentro fugaz con el misterioso muchacho y todos volvieron a sentir un frío inexplicable en el cuerpo, con la diferencia de que esta vez no sonó el timbre para asustarlos, sino que fue la madre de los chicos quien los sobresaltó. Ella traía una bandeja colmada de galletitas y cinco tazas de leche chocolatada fría. Los amigos se calmaron pronto y quedaron de acuerdo con la vista en que esta interrupción era mucho más agradable que el sonido desgarrador del timbre.
Cuando volvieron a quedar solos en la habitación, Mariana, que poseía un carácter decidido, tomó la palabra.
—Mirá Mauri, quizás te pareció que había desaparecido y en realidad entró corriendo para que te lo creyeras.
Mauricio negó con la cabeza terminantemente. Tenía en la mirada la certeza de quien sabe bien qué ha visto.
—Puede ser un fantasma, Mauri —intervino David, y se limpió la boca con la manga de la remera, a pesar de tener a mano las servilletas de papel—. Si esa casa estaba abandonada y ahora da la casualidad que ves esas cosas...
—¡No es un fantasma! —cortó Damián enojado—. No lo asustes más. Seguramente es sólo un chico como nosotros que se divierte haciendo bromas a sus nuevos vecinos.
—Yo creo que deberíamos conocerlo para poder saberlo —concluyó Mariana, y Guadalupe afirmó con la cabeza.
—¡No! —se quejó Mauricio—. No nos acerquemos. A ver si resulta un fantasma en serio y nos persigue por las noches si lo molestamos. No se olviden que soy yo el que vive enfrente.
—Tenés razón —afirmó Damián—. Pero lo que podemos hacer es ir a tu casa y vigilarlo desde la ventana de tu pieza. Da justo a la calle. Se debe ver bien desde ahí, ¿no?
—Esa puede ser una buena decisión —aceptó Mariana, mirando a Damián a los ojos y haciéndolo sonrojar—. Deberíamos reunirnos allí y ver qué podemos descubrir sin que él nos vea.
Los amigos se entusiasmaron con la aventura y aprobaron la idea por unanimidad.
Mariana buscó con la vista entre las revistas desacomodadas y halló un libro de técnicas de investigación que componía la colección “Aprenda a ser detective”. Lo tomó y lo abrió por el medio.
—Esto puede servirnos, Damián. Acá hay muchas cosas interesantes.
—Llevémoslo a lo de Mauricio... y también tengo otras cosas que nos ayudarán.
Enseguida los hermanos comenzaron a cargar una mochila con el equipo de detección de huellas, algunas linternas pequeñas, sogas, cintas adhesivas, binoculares que venían con las revistas de detectives y otras cosas que, pensaron, les serían útiles.
—Ya estamos preparados —exclamó Damián y se cargó la pesada mochila al hombro—. Vamos a desenmascarar a este fantasma.
Los amigos se pusieron de pie de un salto, sintiendo en el pecho cómo latía el espíritu aventurero, y unas cosquillas en la piel al pensar que podrían enfrentarse a lo desconocido. Un brillo de alegría e impaciencia se reflejó en sus ojos y echaron a andar.

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