miércoles, 4 de abril de 2007

Capítulo 8: Juegos e intrigas

Juan Diego y Damián comparten sus cualidades especiales en la escuela, divirtiéndose, y un viaje a la Feria del Libro afianzará su amistad.

Damián había quedado asombrado, pero, a la vez, temeroso de lo que había hecho aquella tarde en el patio. Sentía, por un lado, que era dueño de un cierto poder especial que, de alguna manera, le había transmitido Juan Diego, aunque éste se esforzaba por hacerle entender que esa capacidad estuvo siempre en su interior; y también sentía temor por lo que podría llegar a hacer con él. Se sentía raro interiormente, porque empezaba a verse a sí mismo como un chico distinto a sus compañeros, cuando él siempre buscó demostrar ser una persona simple y encajar perfectamente en el grupo de amigos.
—Tenés que permitirte explorar este nuevo don —le dijo Juan Diego durante un recreo—. No es malo que lo tengas. Es algo natural, que todos podemos alcanzar si creemos que es posible. Eso sí, tenés que ser cuidadoso para no resultar descubierto por nadie, porque eso sí te puede generar problemas.
—Te entiendo perfectamente —respondió Damián, poniéndole una mano sobre su hombro—. Vos sufrís eso todos los días... injustamente, porque no sos un pibe malo.
—Te agradezco que me entiendas, Damián. Para mí no es fácil venir a la escuela y ser el chico raro de la clase, pero lo hago porque aquí hay personas como vos, que no me tienen miedo ni salen corriendo al verme, y con ustedes sí me interesa compartir este tiempo.
Damián se mordió los labios y no dijo nada, pero a su mente acudieron los recuerdos de todas las veces que Juan Diego le había resultado motivo de susto y cuántas deseó evitar hablarle o tenerlo cerca, y se sintió mal por ello.
—¡Bueno, y ahora dale para adelante con el juego de las manos! —volvió a incentivarlo Juan Diego, cambiando de tono de voz—. Te vas a divertir mucho.
Damián sonrió más confiado y aceptó con la cabeza.
En las siguientes dos horas tocó el turno de la clase de matemáticas, con la señorita Andrea Norni, que estaba esa semana de suplente de la querida maestra Mariela Benitez. Andrea era mucho más joven que Mariela y utilizaba un lenguaje más cercano a los niños durante sus clases.
—En la división con decimales tenemos que estar muy atentos —decía, a medida que escribía el encabezado de un ejercicio en el pizarrón—, no sea cosa que nos olvidemos la coma en nuestras casas y nos dé cualquier cosa.
Acabó con el encabezado y tomó la lista del día.
—A ver... Ramiro, pasá al frente.
—¡Ay! ¡Por qué siempre yo! —se quejó él, poniéndose de pie con muy pocas ganas.
—¿Qué, siempre le toca a él? —preguntó inocentemente la maestra suplente, que apenas se conocía un par de nombres.
—¡Sí! ¡Siempre! —volvió a quejarse Ramiro.
—¡No, es mentira, señorita! —exclamó Jimena desde su banco—. Nunca pasa al frente.
Ramiro le hizo una burla con la cara, indicando que la consideraba una bocona.
Entonces, Damián, que jugaba con sus manos desde un buen rato, se animó a concentrarse en Ramiro y movió el índice sobre la espalda del compañero. Al instante, éste se sintió empujado hacia delante y tropezó, pero pudo mantener el equilibrio. Miró a sus espaldas, pero no logró advertir quién lo había empujado.
—¡Epa, Ramiro! ¡No sabía que tenías tantas ganas de pasar al pizarrón! —se burló ahora la maestra—. Tomá, acá tenés la tiza. Prestá mucha atención al ejercicio, que es de los complicados.
Todos se rieron a carcajadas y Ramiro enrojeció de bronca.
En la otra punta del aula, Juan Diego se reía, ocultando la cara entre sus brazos, al ver lo que Damián había hecho. Luego lo miró y le guiñó un ojo en actitud cómplice. Damián sintió su pecho colmado de alegría.
Ramiro garabateó unos números sin ganas sobre el pizarrón, equivocando claramente la resolución del ejercicio.
—¡No , Ramiro! —intervino Mauricio, siempre atento a las clases de matemáticas, que le encantaban— No es ocho, es cinco. Fijate...
—¡Bah! ¡Callate, traga! ¿Por qué no pasás vos, si sos tan inteligente?
Mauricio se mostró herido y desvió la vista, derrotado. Damián se enojó porque su amigo se dejaba pasar por encima de esa manera y, con sus manos proyectadas en la distancia, tocó la tiza en la manos de Ramiro y lo obligó a escribir algo en el pizarrón. Él miraba asustado como su mano se veía arrastrada por la tiza, pero no podía evitar que continuara moviéndose.
En el pizarrón apareció la leyenda: “soy un burro” y todos explotaron de la risa, incluso hasta la propia maestra.
—¡Ramiro! ¡Pero, mirá las cosas que escribís! —le dijo, doblada de risa en su banco.
Ramiro, a punto de estallar de la furia, salió corriendo del aula y escapó de la escuela tras los regaños y amenazas del portero Juan Carlos.
Inmediatamente, la maestra notó su falta y se llevó la mano a la boca.
—¡Qué hice! —se dijo— ¡Por esto me pueden echar!
Y salió corriendo tras el alumno fugado.
Juan Diego echó una mirada fulminante a Damián, con lo que le decía que no debía hacer eso nunca más. Damián se encogió de hombros, visiblemente arrepentido.
—¡Esa mujer puede perder el trabajo! —le reprochó Juan Diego a Damián a la salida de la escuela—. Tenés que ser más discreto al usar tus nuevos trucos. Así te pueden descubrir en cualquier momento.
—¡Tenés razón! —aceptó Damián—. Pero viste cómo trató ese pibe a mi amigo Mauricio. Se lo merecía.
—Es verdad —afirmó Juan Diego, cambiando su rostro por una sonrisa amplia—. Yo tampoco tolero las injusticias, y seguramente hubiera hecho lo mismo. Ese Ramiro es malvado. —Y acto seguido apoyó una mano sobre su hombro y ambos se alejaron de la escuela, charlando animadamente.
Mauricio y Mariana, que los veían desde lejos, se miraron maravillados y se encogieron de hombros, sin entender qué le pasaba a su amigo Damián.

Otra mañana, la del segundo miércoles del mes de mayo, los alumnos del sexto y séptimo grado se encontraron en la puerta de la escuela con expresiones alegres y ansiosas en sus rostros. Su ansiedad se debía a que aquel día realizarían la primera excursión desde que comenzaran las clases, rumbo a la Feria del Libro, que se realizaba anualmente en el centro de exposiciones de la Rural, en Palermo; y como toda excursión, generaba expectativas de diversión.
La directora Amelia Zorraquín era de la partida, así como la tutora Mariela Benitez, la maestra de música Marta Zokolov y la maestra de Lengua y Literatura Sofía Gamudio, que no se lo quería perder por nada.
Los dos cursos del turno mañana sumaban más de sesenta alumnos, por lo que debieron ser transportados en dos ómnibus alquilados para el caso. Dentro de ellos, y por más que las maestras intentaron aplacar los ánimos, se realizaron competencias de canto, bromas pesadas y hasta alguna que otra pelea por quién iría del lado de la ventanilla.
Naturalmente, al legar al destino, la directora juró que aquella sería la última vez que admitía realizar una excursión con ese grupo y que jamás ningún otro se había comportado tan mal. Algunos chicos se sintieron apenados, pero otros sabían que la directora decía lo mismo en cada excursión y no se preocuparon.
Bajaron en tropel de los vehículos y se pusieron en la fila de la puerta de entrada. Las maestras se afanaron por ir a la par de los chicos y que ninguno se les perdiera en el camino.
Los hicieron esperar un buen rato, luego de que la directora anunciara la llegada de su alumnado, y al fin les permitieron ingresar al recinto de la exposición.
Las maestras dieron claras instrucciones a los alumnos y un horario y un sitio donde debían reencontrarse para emprender el regreso. Al ser un lugar tan amplio y colmado de visitantes era imposible que todos se movieran en un único grupo, por lo que les dieron la libertad de trasladarse en pequeños grupos y de elegir cuáles puestos de exposición les interesaban más visitar.
Damián armó rápido un conjunto de diez chicos que compartían sus gustos, en el que estaban los Amigos del Misterio, varios chicos del sexto grado y el propio Juan Diego, quien se mostraba bastante más animado que cualquier otro día.
Cuando ingresaron a la recepción, una joven y muy bonita guía se presentó y les regaló un mapa del lugar, que les permitiría ubicarse y no perder ninguno de los puestos más atractivos. Los diez chicos se reunieron en torno a Damián, que sostenía el mapa abierto en sus manos.
—¡Acá dice que está Carrera de Locos! ¡Vamos para allá! —marcó Daniel Ferreira, uno de los de sexto grado, hincando un dedo en el papel, —. ¡Me encantan los acertijos!
—¡No, mejor vamos al stand de ajedrez! —opinó Mauricio, emocionado porque el papel decía que se podía jugar con importantes profesionales.
—A ver... Esperen —dispuso Mariana, sacando un lápiz de la nada—. Vamos a organizar esto. Marcaremos los lugares más lindos y después sorteamos el orden, así podremos ver todo.
Los chicos empezaron a señalar los sitios que más le atraían y pronto quedó el mapa plagado de círculos, cruces y flechas.
—¡Bueno, parece que son casi todos! —exclamó, anotando el último lugar en el mapa.
Entre los puestos más pedidos estaban los de historietas, los de ciencia ficción, los de aventuras, los de juegos de ingenio, el centro ajedrecístico y muchos otros. El sorteo, finalmente, indicó que debían visitar primero los juegos de ingenio, y se apresuraron por llegar.
El stand estaba repleto de chicos, y de libros y revistas con crucigramas, acertijos y problemas matemáticos. Más allá de que pocos pudieron comprar algunos ejemplares, la mayoría se llenó de folletos y de muestras gratis muy entretenidas. Mauricio encontró una en particular que le llamó la atención y que utilizó en el momento apropiado, justo cuando Juan Diego le hablaba al oído a Damián, vaya uno a saber qué cosas que le hacían sonreír.
—¡Miren, chicos! —dijo él, fingiendo tener mucho interés—. ¡Un test para saber quién de nosotros es un extraterrestre!
Damián le echó una mirada fulminante y Juan Diego sólo atinó a bajar la vista al suelo.
—¡Bah! Eso es aburrido —intervino Mariana, salvadora, que había notado las intenciones de Mauricio—. Este es mucho mejor. Hay que descubrir un nombre oculto, sumando las letras de todos nuestros nombres. Dice que, aunque hagamos trampa, en la hoja siguiente se adivina lo que pusimos.
Todos se volcaron sobre el juego de palabras de Mariana y olvidaron el test de Mauricio, para alivio de Juan Diego y de Damián. A partir de ese momento, éstos dos últimos se separaron un poco del conjunto y recorrieron la feria a una cierta distancia de los demás.
—¡Ahora es un buen momento para practicar! —le dijo Juan Diego a Damián, mientras caminaban detrás del grupo de amigos—. Hay muchísimos chicos acá y nadie se va a dar cuenta de nuestro juego.
—Es cierto. Probemos.
—Bueno, primero vos.
Damián se mordió un poco la lengua y trató de concentrarse, sin detener su marcha, extendiendo disimuladamente la mano delante de sus ojos. Luego de un buen rato pudo tocarle el hombro a su compañero Fabián, que se dio vuelta sorprendido, y al no ver a nadie cerca, continuó su camino como si nada hubiera ocurrido.
—Bien. Uno a cero —dijo Juan Diego—. Ahora voy yo.
Levantó su mano y enseguida despeinó a una chica que pasaba cerca. Ella le echó la culpa al viento y se ordenó nuevamente el cabello.
—Uno a uno.
Y así estuvieron jugando largo rato, abriendo libros, pellizcando chicas y haciendo muchas otras cosas que se les ocurrían poco dañinas para los demás y para ellos mismos.
La cuenta iba doce a doce y era el turno de Damián, y en su camino se cruzó Noelia, la más pequeña de sus compañeras de grado. Ella era una chica muy divertida y tan conversadora que parecía que nunca dejaba de hablar. Le encantaba charlar con sus amigas y eso más de una vez le había traído problemas en la clase. En ese momento cruzaba del brazo de Florencia, su amiga íntima, parloteando y riéndose a carcajadas.
Damián extendió su mano en el aire y trató de tocarle el hombro a la distancia pero nada ocurrió al primer intento. Se esforzó aún más, tratando de despeinarla, pero nada. Entonces se detuvo y se recostó sobre una columna. Desde allí podía concentrarse mejor. Volvió a intentar y volvió a fallar. Luego de varias pruebas miró desconcertado a Juan Diego.
—A ver, dejame a mí —dijo él.
Juan Diego se recostó al lado de Damián y se concentró en Noelia. Movió su mano, pero nada ocurrió. Sorprendido, volvió a probar y nada. Entonces tocó el hombro de Florencia y en ella sí tuvo resultados positivos, pero cuando probaba con Noelia no había caso. Era imposible tocarla en la distancia.
—¿Qué pasa? —preguntó Damián.
—No lo sé. Es la primera vez que me ocurre. No entiendo qué tiene ella de especial que no podemos tocarla.
—Mmm. Vamos a ver.
Y ambos se acercaron a las dos chicas, que husmeaban entre revistas de cocina y de trabajos manuales. Cuando los vieron acercarse se sonrieron y se ocultaron detrás de las revistas que estaban leyendo.
—Hola, chicas —saludó Damián.
Ellas se rieron como se reían de todo y respondieron tímidamente.
—¿Qué leen? —insistió Damián, al ver que no decían nada.
—Esto —dijo Noelia y le mostró su revista—. Es para las chicas, no creo que les guste.
—Sí, ya veo —le respondió, al tiempo que él y Juan Diego la miraban de arriba abajo para descubrir algo extraño.
—¡Qué les pasa! ¿Por qué me miran así?
—Me parece que les gustás —dijo, entre risas, su amiga Florencia.
—¡No! ¡No es eso! —se apresuró a decir Damián, todo colorado. Noelia simuló sentirse apenada—. Aunque tampoco quiero decir que no nos gustes... —se enredó—, quiero decir que no sos fea para nada... ¡ay! ¡No sé qué quiero decir!
Las dos amigas estallaron de la risa y se alejaron, dejando perplejos a los chicos y su comportamiento raro.
—No sé. No me doy cuenta —dijo Juan Diego pensativo—. Esa chica tiene algo, pero no sé qué es.
—¡Y bueno! —exclamó resuelto Damián—. Creo que tenemos que aceptar que el juego de las manos invisibles puede fallar.
Juan Diego lo miró y no dijo nada, no quería darse por vencido y se volvió para ver si podía tocarla ahora que estaba bastante lejos. Tampoco tuvo resultados.
—Puede que tengas razón —admitió—. No funciona con todos.
Y ambos se alejaron del lugar intentando alcanzar al grupo de compañeros que se dirigía al centro de ajedrez.
El lugar estaba lleno de chicos jugando, muy concentrados, y de padres y amigos que no hacían más que ir y venir, mirando aquí y allá, y mordiéndose la lengua por no poder ayudarlos.
Allí dentro se cansaron de hacer trampa, moviendo las piezas de los rivales y confundiendo a los maestros con sus trucos. Fue el momento más entretenido de toda la excursión y ambos lo disfrutaron en grande. Sin embargo, no pudieron ganar el partido más importante, que era contra un muchacho de dieciséis años que solía competir en torneos profesionales. Por más que intentaron todo tipo de argucias para cambiarle la posición cuando él miraba hacia otra parte, les ganó de una manera categórica. Jugaba demasiado bien y se conocía la mayoría de las variantes que el juego permitía. No era posible ganarle con trampas.
Entonces, Damián comprendió que en la mente existían dones superiores a los que él mismo poseía y que, muchos de ellos, se podían alcanzar del modo más natural y simple: estudiando.
La excursión llegó a su fin y todos coincidieron en que no alcanzaba un día para recorrer la feria en su totalidad. Y era esa misma sensación de no haber visto todo, la que los motivaba para planear visitarla al año siguiente.
Las maestras se sintieron orgullosas de oír esas cosas de boca de sus alumnos.

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