viernes, 27 de abril de 2007

Capítulo 10: Breve paseo por un universo mágico

¿La magia existe? Juan Diego lo sabe. Pero, ¿será del agrado de Damián esa respuesta? ¿Vale la pena recorrer el camino lento?
Las tardes en la casa de Juan Diego se hicieron habituales para Damián, y con ellas, también una serie de ejercicios mentales demasiado estresantes y descorazonadores. No bien arribaba a su casa lo recibían en estricto silencio, porque las palabras sobraban en situaciones como aquellas, él y su madre, y lo hacían pasar a una habitación vacía que había en el fondo, amoblada apenas con una silla y un cesto de basura, donde transcurrían largas horas en silencio, en las que Damián no debía moverse ni emitir sonido alguno. Quedaba en absoluta soledad, con lo que Juan Diego llamaba su yo personal, y debía intentar borrar de su mente todo pensamiento que lo alejara de sí mismo y del conocimiento de su propia persona.
—Pies, piernas, tronco, brazos y cabeza —le había dicho el primer día Juan Diego—. Son esas cinco cosas las que deben ocupar el resto de tu día. No abras los ojos hasta estar completamente seguro de poder recordar cada centímetro de tu cuerpo a la perfección.
“Pies, piernas, tronco, brazos y cabeza”, se repetía constantemente Damián sin poder entender para qué le servirían en el futuro tales conocimientos.
La habitación era completamente blanca y apenas un sonido lejano del rumor de los autos al cruzar por la calle se colaba por una ventana entrecerrada. En esos momentos deseaba poder estar con sus amigos, aprovechando las tardes lindas para andar en bicicleta o jugar al fútbol en la plaza del barrio, pero enseguida venían a su mente las estrictas palabras de Juan Diego y debía borrar tales ideas de su cabeza casi con vergüenza, como si haber hecho eso lo ubicara en una situación comprometida.
Con tanto autocontrol había llegado a pensar que debía hacer todo aquello más por agradar a Juan Diego que por sí mismo, y se preocupaba por mostrarse concentrado cuando él lo venía a buscar para enviarlo a su casa. Luego, mientras caminaba por las calles se preguntaba por qué estaba haciendo todo aquello y si valía la pena tanta tortura física y mental. Pensaba que el camino lento era mucho más lento y tortuoso de lo que Juan Diego le dijera.
Otras tardes, generalmente los martes y los jueves, aunque a veces se cambiaban los días para no acostumbrar al cuerpo, un ejercicio distinto ocupaba la mayor parte del tiempo. Este era un mucho más dinámico que el de la habitación vacía y consistía en caminar por toda la casa con los ojos vendados, sin tropezar con objeto alguno. Claro que esto era muy difícil de hacer porque, al principio, no conocía la ubicación del mobiliario, y luego, cuando ya se había acostumbrado, Juan Diego y su madre, se dedicaban a cambiar todo de lugar para dificultar aún más el aprendizaje.
Su madre se comportaba más como una ayudante sin autoridad que como madre. Apoyaba en todo a su hijo y consentía cualquiera de sus caprichos. Tanto era así que una mirada de Juan Diego podía ser ocasión de alejamiento o de rápida atención, según fuera la necesidad del momento.
Damián llegó a creer que había un trasfondo religioso en todo aquello, que lo obligaba a continuar el aprendizaje, aún cuando en su corazón quería estallar el grito de libertad.
Por las mañanas, en el colegio, cuando se cruzaba con sus amigos de siempre, sentía la obligación de alejarse de ellos lo más posible, para no caer en la tentación de olvidar el camino lento y volcarse a una vida simple y vacía de magia y misterios.
—Si pensás que estás perdiendo el tiempo con todo esto, siempre tenés la posibilidad de regresar a tu vida cotidiana, pero deberías hacerlo pronto, porque cada vez que das un paso adelante en el camino lento y te sumergís más en el universo mágico, se hace mucho más difícil deshacer lo andado —le dijo una vez Juan Diego, viendo su rostro de abatimiento.
—¡No! No voy a aflojar ahora. Sigamos —respondió él firmemente, intentado olvidar los rostros alegres de sus amigos o, al menos, imaginarlos menos felices. Tarea difícil de lograr, si no imposible.

Era evidente que los Amigos del Misterio habían perdido a uno de sus miembros, y uno de los más valiosos y pujantes, pero, aún así, el grupo no se desintegró ni dejó de funcionar como tal. Impulsados por la extraña actitud de Damián hacia ellos a partir del incidente de la plaza Aristóbulo, los cuatro restantes amigos se autoconvocaron en la casa de Mauricio para intentar descubrir qué le estaba ocurriendo.
Mauricio se había colocado sobre los hombros la responsabilidad de mantener vigilados los movimientos de Damián durante las tardes en las que él visitaba la casa de Juan Diego, y puso al corriente a sus amigos.
—Generalmente llega entre las dos y las tres de la tarde y sale luego de las seis, o más tarde. Cuando pasa frente a mi casa mira a la ventana, para ver si yo lo estoy vigilando, pero me escondo siempre y hasta ahora no me descubrió. Lo que más me llama la atención de su actitud es la mirada perdida con la que sale de lo de Juan Diego. Parece como dormido, o peor, hipnotizado.
—Es verdad —afirmó David—. A veces llega a casa con esa cara y yo le pregunto qué le pasa, y me mira extrañado, como si no me viera. Después me dice que nada, que estaba pensando en algo y enseguida vuelve a ser el mismo Damián de siempre. Eso sí, un poco más apagado.
—Me preocupa que ya no nos trate como antes —confesó Mariana, haciendo una mueca de pena—. Está distante, y aunque a veces parece querer decirnos algo, se contiene y nos escapa enseguida. Me parece que la respuesta está allí enfrente, dentro de esa casa. Después de todo, Juan Diego se hizo muy cercano a él y desde ese momento cambió mucho.
—Deberíamos ver qué es lo que hace allí —acotó Guadalupe resuelta—. No hagamos como con Juan Diego, que con tantas intrigas sabemos menos que al principio.
—¿Y qué proponés? ¿Que nos metamos en su casa para averiguarlo? —preguntó Mauricio, jugando con un lápiz.
Todos se quedaron en silencio y se miraron como aprobando la idea.
—¡No me van a decir que quieren hacer eso!
—¿Por qué no? —dijo David—. Allí tienen un jardín muy grande y sería fácil saltar la pared del fondo de la casa, donde hay árboles que nos cubrirían. Más de una vez, cuando la casa estaba abandonada y se nos caía la pelota adentro, yo salté para buscarla.
—Pero nos pueden ver.
—Deberemos ser muy cuidadosos, entonces —aceptó Mariana—. Si queremos ayudar a Damián tenemos que actuar ya mismo.
Diez minutos después, los cuatro chicos estaban trepados a la tapia que separaba el fondo de la casa de Juan Diego de un terreno baldío, al que se accedía por la calle de atrás.
—¡Tené cuidado, Mauri! —le indicó Guadalupe desde abajo cuando éste asomaba la cabeza para ver si el jardín estaba despejado.
—No hay problema. Podemos pasar ahora que no hay nadie cerca.
Uno a uno fueron cruzando la tapia y ocultándose detrás de un conjunto de plantas de hojas grandes que constituían un buen refugio.
Una vez dentro del terreno de la casa, Mauricio hizo una seña para que lo siguieran, y todos se aproximaron agachados y con sigilo a una ventana entreabierta por la que podrían ver hacia adentro.
Se asomaron con cautela, hasta que estuvieron seguros de no ser descubiertos. Dentro pudieron observar la sala de estar, que desde esa ubicación resultaba un sitio agradable y bien amueblado. Lo sorprendente del lugar era el silencio increíble que allí reinaba. Nada rechinaba, nada se caía de golpe, ni siquiera se oían pasos o murmullos, parecía no haber nadie dentro.
David descubrió pronto otra ventana, un poco más al fondo de la casa y los chicos se acercaron a ella. Las hojas de madera que la cubrían estaban sin la traba interna y con sólo tocarla pudieron abrirla lentamente, lo suficiente como para que sus pequeños ojos pudieran ver.
Se encontraron con una habitación completamente vacía, pintada de un color blanco muy sobrio. Abrieron un poco más la ventana y descubrieron en un rincón lejano del cuarto, sentado sobre una silla, a un Damián muy extraño. Tenía el rostro tan pálido como el del propio Juan Diego y cerraba los ojos con fuerza. Estaba rígido en una misma posición y no movía un solo músculo del cuerpo.
Los amigos se sorprendieron y se miraron alarmados. Mauricio les consultó con la mirada qué podían hacer y los demás le respondieron encogiéndose de hombros. Estaban asustados.
En ese momento, mientras decidían cómo intervenir, ingresó en la habitación Juan Diego, con una sonrisa dibujada en el rostro, y los cuatro amigos se ocultaron apenas a tiempo. “Ahora podés ir a tu casa” dijo Juan Diego, y Damián se puso en pie de inmediato, sin hablar.
Mauricio les hizo una seña apresurada y todos se movieron hacia la primera ventana que habían descubierto. A través de ella pudieron ver a Damián abandonando la casa en el más inexplicable de los silencios, sin saludar a nadie ni volverse siquiera. En ese momento, los Amigos del Misterio saltaron nuevamente la tapia y cruzaron el terreno baldío, para emerger en la calle trasera. Recién entonces se animaron a hablar y discutieron un largo rato sobre qué significaba lo que habían visto.
—Yo creo que es alguna clase de ritual —observó Guadalupe—, como un ejercicio de meditación.
—Sí, eso parece —convino Mariana—. Una meditación profunda, que poco a poco va apagando esa chispa de alegría que hay en él.
—Y que va alejándolo de nosotros —agregó Mauricio—. Deberíamos hacer algo para recuperarlo.
—¡Eso! —exclamó Mariana—. Nosotros somos sus amigos, él nos va a escuchar.
Y a partir de ese momento no hubo ocasión que no aprovecharan para llamarle la atención con cualquier excusa: invitarlo a sus casas a jugar a tal o cuál juego, preparar los detalles del viaje que realizarían a fin de año, cuando egresaran, o cualquier otra actividad que significara compartir un momento agradable juntos.
A pesar de todos sus esfuerzos, Damián siempre se mostró esquivo y distante, aunque de vez en cuando dejaba entrever una tenue luz del Damián que fuera semanas atrás.
Así fueron pasando los días, largos y rutinarios para él, donde los ejercicios mentales ocupaban la mayor parte de su atención y su vida perdía en actividades físicas y esparcimiento.

Una tarde de invierno, cuando ya estaba cerca el receso escolar, Damián, en su camino a la casa de Juan Diego, descubrió que de la ventana del cuarto de Mauricio, él se asomaba, siguiéndolo con la mirada en silencio, con un gesto de tristeza infinita en su rostro. Deseó gritarle a su amigo para que bajara y charlaran un rato, pero una voz sonó dentro de su cabeza diciéndole que no lo hiciera, que aún no era tiempo. Era una voz extraña, grave y profunda, como la de un anciano. Damián se asustó un poco y se apresuró a ingresar en la casa de Juan Diego.
Cuando éste lo vio, comprendió inmediatamente qué lo atemorizaba y se mostró sorprendido.
—No me digas que ya has escuchado al maestro —le dijo.
—¿A quién?
—El maestro habla en nuestras cabezas y en nuestro corazón, Damián. Él es sabio y guía nuestros pasos en los momentos difíciles. ¡No puedo creer que ya lo hayas escuchado!
—Escuché una voz de un hombre grande que me dijo que aún no era tiempo de hablar con Mauricio. No entiendo por qué me dijo eso.
—Él puede ver en nuestros corazones y sabe qué nos conviene. Si él te dijo que no es el tiempo, entonces, no lo es.
Juan Diego parecía exaltado y sonreía tanto que daba miedo. Su rostro tenía la expresión de un maniático y eso atemorizó a Damián.
—Esto merece un festejo especial —dijo y sacó de su bolsillo el pañuelo de seda blanco que Damián perdiera en la casa de Mariana.
—¿Cómo lo conseguiste? —le preguntó.
—Ya hace unos cuantos días que lo recuperé, por eso no te recordé que me lo trajeras —explicó—. Resulta que uno, después de mucho tiempo de estar en contacto con él, puede llamarlo desde dondequiera que esté, y si el llamado es lo suficientemente firme y decidido, el pañuelo regresa.
—¿En serio?
—Así es. Pero vení, vamos a utilizarlo juntos esta vez.
Ambos se sentaron sobre la cama, uno al lado del otro, tomaron el pañuelo entre sus manos y cerraron los ojos. Pronto se vieron transportados más allá de la ventana, flotando en el aire fresco y volando por encima de las casas y los árboles.
—¿No es hermoso? —gritó Juan Diego.
—¡Si, lo es! —respondió Damián, mirando hacia todas parte con la misma alegría de la primera vez.
Volaban sobre la gente, que no podía verlos pasar, cruzaban entre los autos, saltaban sobre las casas. Se sentían completamente libres y felices. Sin embargo, sin darse cuenta, se toparon de pronto con la casa de Mariana y el corazón de Damián se estremeció. Voló hasta su ventana y la vio dentro de su habitación, sentada sobre la cama, haciendo la tarea, muy concentrada. Era tan hermosa que no podía contenerse las ganas de hablarle y gritó su nombre desde el otro lado de la ventana. Ella pareció escucharlo y buscó por todas partes de dónde provenía aquella voz.
Juan Diego se acercó a Damián con mirada de espanto, y tomándolo de un hombro, lo alejó de la ventana antes que Mariana pudiera descubrirlo.
—No hagas eso —le reprochó mientras regresaban a la casa—. Cuando uno desea tanto poder comunicarse, a menudo puede lograrlo. Imaginate qué hubiera pasado si ella te veía flotando frente a su ventana.
Ambos abrieron los ojos y volvieron a encontrarse sentados sobre la cama de Juan Diego.
—Perdoná. No me di cuenta —se disculpó Damián—. Es que últimamente tengo tantos deseos de volver a hablar con mis amigos y jugar en la plaza por las tardes, que no pude evitarlo.
Juan Diego se quedó pensativo un momento y luego volvió a hablar.
—Mirá Damián, me parece que eso que te pasa tiene bastante sentido. No sé si es justo para vos atravesar el camino lento a cambio de tantas cosas que hacían feliz tu vida. Quizás debamos detenernos aquí.
—Pero yo también quiero seguir avanzando. Sólo es que extraño a mis amigos. Quizás pueda hacer las dos cosas al mismo tiempo.
Juan Diego negó terminantemente con la cabeza.
—No. No se pude vivir dos vidas simultáneamente. Porque una se opone a la otra y la entorpece. Si vas a regresar con tus amigos tiene que ser en forma total, si en cambio, querés continuar en el camino lento, también tu entrega debe ser completa. No hay lugar para ambigüedades.
Damián se quedó sin palabras.
—Si el maestro se comunicó con vos podemos estar seguros que él sabrá guiarte para que tomes la mejor decisión. Ahora andá a tu casa y quedate tranquilo, que esta noche el maestro guiará tu corazón y tu mente y hallarás una respuesta, y mañana por la mañana podrás contármela.
Damián se levantó y caminó hacia la puerta.
—¡Ah! Además quiero que te lleves esto —agregó Juan Diego extendiéndole el pañuelo de seda—. Esto te ayudará a creer en vos mismo.
—¿Me lo prestás?
Juan Diego afirmó con la cabeza.
—Te va a ser muy útil en el momento de tomar la decisión. Total, mañana me lo devolvés y listo. Damián aceptó el pañuelo y lo guardó contento en su mochila. Luego se volvió y salió de la casa. Una vez en la calle pudo ver que la luz del cuarto de Mauricio, en la casa de enfrente, se encendía, y sonrió.

miércoles, 11 de abril de 2007

Capítulo 9: El camino rápido y el camino lento

La amistad se estrecha y los secretos que Juan Diego oculta se van mostrando, a plena luz del día, como las maravillas que realmente son.
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A medida que pasaban los días se hacía más evidente que Damián había hallado en Juan Diego un nuevo amigo con quien compartir sus tiempos libres, dejando un poco de lado a sus compañeros de siempre.
De esa manera llegó el momento en que su nuevo amigo lo invitó por primera vez a su casa, y él aceptó sin dudar. Era una tarde fría de invierno y las vacaciones estaban próximas. No era tiempo de tormentas, pero sí de cielos grises y vientos fuertes, y de encontrarse con poca gente en las calles.
Damián avanzó por un camino muy conocido y enseguida vio la casa de Mauricio, ubicada en la mitad de la cuadra. Le resultó extraño no dirigirse a su puerta, como hiciera tantas veces, sino caminar hacia la casa de enfrente y tocar el timbre en el buzón de las cartas. Le parecía que Mauricio estaría triste, viéndolo desde la ventana de su habitación, y alimentando un odio inmenso por Juan Diego, porque le había robado a su mejor amigo.
Por las dudas decidió no volverse y evitar descubrir si ello era cierto.
Juan Diego no se hizo tardar y asomó su rostro resplandeciente de alegría, a través de una ventana postigo de la puerta principal.
—¡Qué pronto que llegaste! Recién acabo de comer —le dijo, saliendo a la calle e invitándolo a entrar—. Pasá, que te quiero mostrar algunas cosas.
Damián entró en la casa y se quedó asombrado de lo cálida y confortable que era. El piso de madera y las alfombras de color marrón claro le daban un aire familiar, los cuadros de paisajes coloridos, los juegos de platos decorados y el inmenso tapiz en la pared opuesta de la sala, que mostraba unas sierras y una cascada espléndida, eran detalles perfectos que lo hacían sentir cómodo.
La madre de Juan Diego, Mirta Valdez, salió a su encuentro con una copa larga, cargada de licuado de banana y leche, y lo saludó como si lo conociera de siempre. Sin dudas, su hijo le había contado muchas cosas buenas de él.
—¡Damián! ¡Qué alegría que vengas a visitar a Juani! —exclamó ella, utilizando un apodo muy maternal—. Él no es de invitar a los amigos a su casa. Te debe apreciar mucho.
Damián no supo qué responder y se limitó a sonreír.
—¡Sí, sí! —cortó Juan Diego—. Vení Damián, que te muestro mi cuarto.
Ambos avanzaron por un corto pasillo, a un lado de la sala, y llegaron a la habitación de Juan Diego, que poseía un amplio ventanal con vista a la calle y a la casa de Mauricio. Damián recordó haber pasado varias horas vigilando esa ventana desde afuera, utilizando sus binoculares de detective varios meses atrás, y sintió algo de vergüenza al conocer ahora el interior del lugar.
Juan Diego le dirigió una mirada cómplice y abrió un cajón de la mesa de noche más cercana. De él asomó un pañuelo blanco de seda. Juan Diego sonrió.
—Vos querías saber cómo es que yo hago tantas cosas extraordinarias, ¿no? —Damián asintió—. Bueno, ahora te lo voy a explicar. ¿Sabés lo que es esto?
—Un pañuelo.
—Sí y no. Si le damos el uso corriente es un pañuelo, pero si lo usamos bien, puede ser un medio de transporte muy interesante.
—¿Medio de transporte?
Juan Diego afirmó con la cabeza. Luego tomó el pañuelo y lo extendió delante de los ojos de Damián.
—Este pañuelo es especial. Lo descubrí por casualidad, cuando vivíamos en Parque Chacabuco —el nombre de aquel barrio le erizó la piel a Damián—. Creo que ya sabés que vivimos un tiempo allá.
—Si... pero yo...
—No importa. Dejame continuar —dijo sentándose en el borde de la cama—. Este pañuelo perteneció a un antiguo inquilino de esa casa, un tipo paralítico que lo tenía siempre encima y no se alejaba de él ni un instante. Tan es así que cuando murió, el pañuelo le cubría el rostro —Damián hizo un gesto de miedo, pero no lo interrumpió—. Un familiar lo vio y lo escondió, de bronca, en un recoveco en una pared, que yo después descubrí. Cuando el vecino del fondo me vio que lo tenía, me contó que el viejo decía que podía utilizarlo para viajar sin moverse de su casa. Como si fuera en un sueño. Entonces investigué un buen tiempo hasta que logré algo fascinante.
—¿Qué? —preguntó Damián, tragando saliva.
—Ahora te voy a mostrar. Vení, sentate acá.
Damián accedió y se sentó a su lado.
—No te asustes por lo que voy a hacer, no te va a pasar nada.
Lentamente colocó el pañuelo de seda sobre la cabeza del Damián y éste no pudo contener un escalofrío al recordar que había pertenecido al anciano fallecido.
—El pañuelo ayuda —continuó Juan Diego, acercándose a una ventana y abriendo una hoja de vidrio, por la que se coló un viento fresco—, pero el milagro está dentro de nosotros. Esa es la verdad. Ahora imaginá que vos sos el pañuelo y que este viento puede hacerte volar en cualquier momento.
Damián lo hizo. Temblaba de miedo, pero logró concentrarse y fijar la vista en el pañuelo. Éste, segundos después, se elevó en el aire como arrancado por la brisa fresca y flotó un tiempo sobre su cabeza.
—¡Bien! Ahora el viento te llevará hacia fuera. Dejate llevar por el viento.
El pañuelo se movió cada vez con mayor velocidad y escapó por la ventana abierta, perdiéndose lejos de la vista.
—¡Guauuu! —exclamó Damián—. ¡Estoy volando!
—¡Así es! El pañuelo te permite mover a otras partes sin salir de donde estás. Es así como aquel viejo hacia sus viajes. Y es así como yo hago los míos.
Damián quedó con la boca abierta por el asombro. Sentía que su cuerpo estaba junto a Juan Diego pero sus ojos podían viajar por el aire, por encima de las casas, y atravesar el barrio con gran rapidez.
—Ahora pensá en un lugar donde quieras ir y movete hacia ahí.
Enseguida vino a la mente de Damián un objetivo y el camino se le mostró con una claridad increíble. Al momento estaba entrando por otra ventana semiabierta. La casa en la que estaba ahora era tibia y un aroma agradable, como a colonia de baño, se colaba por debajo de una puerta. Damián avanzó decidido hacia ella y la empujó con algo que no estaba seguro que fuera su mano. Dentro de la habitación había una cama y sobre ella una chica sentada, escribiendo en un cuaderno con letra prolija. Damián, flotando en el aire, se acercó y observó el cuaderno. Era un diario íntimo. La chica se llamaba Mariana y escribía sobre un muchacho llamado Damián, del cual estaba perdidamente enamorada, y se desesperaba porque él no le prestaba la atención que ella necesitaba. Cada vez que escribía el nombre de su amado jugaba con la ondulación de las letras para otorgarle formas hermosas y, de alguna manera, representar con ello cuánto lo quería.
Damián lanzó un suspiro involuntario y las hojas del cuaderno se corrieron. Mariana, viendo que la puerta de su cuarto se había abierto, se acercó y la cerró con un golpe secó. En es momento la corriente de aire que permitía que el pañuelo flotara en forma casi imperceptible, se vio bloqueada y éste perdió altura hasta posarse definitivamente sobre el suelo.
Damián se sintió caer hacia atrás y abrió los ojos. Juan Diego lo miraba, como admirado. Manoteó su cabeza, pero el pañuelo ya no estaba, se había perdido.
—¡Se cayó! ¡Lo perdí!
—En lo de Mariana, ¿no? —adivinó él.
—Sí, tengo que recuperarlo.
Juan Diego se mostró muy tranquilo.
—Es verdad —dijo—. Deberías traérmelo de regreso, pero, siendo que está en lo de tu amiga, no me preocupo. Ya podrás ir allí y pedírselo.
—Sí, sí, Claro. Quedate tranquilo.
—¿No es un viaje maravilloso? —continuó Juan Diego con la misma expresión de admiración.
—¡Es genial! Jamás creí que algo así se pudiera hacer.
—Yo jamás dudé que vos lo pudieras lograr.
—¿Por qué decís eso? Yo soy una persona como cualquiera.
—Es verdad. Yo también lo soy. Lo que nos diferencia de los demás es que nosotros nos damos la libertad de creer que estas cosas son posibles. El milagro está dentro de uno mismo y eso la mayoría de la gente no lo entiende. Pero vos siempre creíste en vos mismo. Lo supe desde aquella mañana en que formábamos fila para izar la bandera y vos me dijiste que no mirara a Mariana, que ella te quería a vos y vos la querías a ella.
Damián abrió la boca de asombro.
—No te lo dije, lo pensé.
—¿Ves que tengo razón? Lo pensaste con tanta intensidad que estabas seguro de que yo podría escucharte. Siempre estuvo dentro tuyo esta capacidad de creer. Con fe todo es posible.
—Eso no puede ser cierto —retrucó Damián—. Conozco gente enferma que cree que la fe lo puede curar y sin embargo no se cura.
—Dentro de la mente humana hay muchos caminos —respondió tranquilamente Juan Diego, empleando nuevamente ese tono que lo hacía parecer de mucha mayor edad—, y cada cosa tiene el suyo propio. Pero, básicamente, existen dos bien diferenciados que te ayudan en cualquier situación de la vida: el camino rápido y el camino lento. Ambos caminos son buenos pero no son igual de útiles. El rápido, por ejemplo, te sirve para aceptar la realidad, creer en existencia de la solución a tus problemas y finalmente, entregarte con la mente tranquila a tu suerte, o a la voluntad de un ser superior, que es prácticamente lo mismo. En cambio, el camino lento, el camino difícil, pesado, áspero, terriblemente repetitivo y hasta rutinario, es el camino que, además de hacerte creer en la solución, te da las herramientas para alcanzarla.
—¿Pero cómo te curás de la nada, si uno no es médico ni sabe cómo funciona el cuerpo?
—No hace falta saber respirar para hacerlo. El cuerpo crece por sí mismo sin que uno esté conciente de cómo funciona. Eso sólo significa que el mecanismo de crecimiento está oculto en tu cuerpo, no que no existe. Si vos supieras como organizar a tus anticuerpos para atacar a la enfermedad cuánto más fácil sería curarte. Ese conocimiento se alcanza a través del camino lento. Y ese es el mejor camino.
—Suena inalcanzable —dijo Damián, moviendo una mano en un gesto de abatimiento.
—No es inalcanzable. Yo, hasta ahora, te he mostrado el camino rápido para que veas de lo que uno es capaz de hacer... pero también puedo enseñarte el lento. Hasta podríamos recorrerlo juntos...
—¿Y cómo es?
—Es un camino tortuoso, lleno de sacrificios y renuncias, donde uno tiene que encontrarse a sí mismo para, luego, poder volver a la sociedad ya transformado —con cada palabra que Juan Diego pronunciaba, Damián comprendía cada vez menos y se esforzaba por no perderle pisada en su discurso—. La personalidad lo es todo, y nadie tiene una personalidad auténtica si convive las veinticuatro horas con los amigos y la familia. Tarde o temprano uno asimila hábitos y modifica los propios, hasta amoldarse al medioambiente donde vive. De esa manera no podés llegar a ser vos mismo. Por eso es necesario renunciar a muchas cosas, entre ellas, a los amigos, para poder alcanzar una finalidad superior.
—¿Dejar a los amigos?
—No abandonarlos, claro. Pero sí alejarse de su influencia dañina lo suficiente como para que nada suyo se nos pegue e influya en nuestra personalidad.
—Pero uno se queda solo entonces.
Juan Diego dudó un momento, sin poder negar que lo que Damián decía era cierto. La prueba de ello era su propia soledad y aislamiento.
—No es fácil aceptar eso, lo sé. Yo mismo me siento feliz con tu compañía y no me gustaría que te alejaras, pero, llegado el momento, deberás hacerlo.
Damián no sabía qué decir. Se sentía maravillado por el viaje que había realizado, pero tantas ideas nuevas y descubrimientos lo mareaban. Sentía su cabeza pesada y no podía pensar con claridad.
—Son muchas cosas juntas, Damián. Y el camino lento, precisamente, requiere que vayamos despacio. No te voy a molestar más por hoy. Sólo te voy a proponer que te des la oportunidad de conocer este camino de descubrimientos y que luego decidas si deseas continuar adelante o volver a tu vida diaria normal.

miércoles, 4 de abril de 2007

Capítulo 8: Juegos e intrigas

Juan Diego y Damián comparten sus cualidades especiales en la escuela, divirtiéndose, y un viaje a la Feria del Libro afianzará su amistad.

Damián había quedado asombrado, pero, a la vez, temeroso de lo que había hecho aquella tarde en el patio. Sentía, por un lado, que era dueño de un cierto poder especial que, de alguna manera, le había transmitido Juan Diego, aunque éste se esforzaba por hacerle entender que esa capacidad estuvo siempre en su interior; y también sentía temor por lo que podría llegar a hacer con él. Se sentía raro interiormente, porque empezaba a verse a sí mismo como un chico distinto a sus compañeros, cuando él siempre buscó demostrar ser una persona simple y encajar perfectamente en el grupo de amigos.
—Tenés que permitirte explorar este nuevo don —le dijo Juan Diego durante un recreo—. No es malo que lo tengas. Es algo natural, que todos podemos alcanzar si creemos que es posible. Eso sí, tenés que ser cuidadoso para no resultar descubierto por nadie, porque eso sí te puede generar problemas.
—Te entiendo perfectamente —respondió Damián, poniéndole una mano sobre su hombro—. Vos sufrís eso todos los días... injustamente, porque no sos un pibe malo.
—Te agradezco que me entiendas, Damián. Para mí no es fácil venir a la escuela y ser el chico raro de la clase, pero lo hago porque aquí hay personas como vos, que no me tienen miedo ni salen corriendo al verme, y con ustedes sí me interesa compartir este tiempo.
Damián se mordió los labios y no dijo nada, pero a su mente acudieron los recuerdos de todas las veces que Juan Diego le había resultado motivo de susto y cuántas deseó evitar hablarle o tenerlo cerca, y se sintió mal por ello.
—¡Bueno, y ahora dale para adelante con el juego de las manos! —volvió a incentivarlo Juan Diego, cambiando de tono de voz—. Te vas a divertir mucho.
Damián sonrió más confiado y aceptó con la cabeza.
En las siguientes dos horas tocó el turno de la clase de matemáticas, con la señorita Andrea Norni, que estaba esa semana de suplente de la querida maestra Mariela Benitez. Andrea era mucho más joven que Mariela y utilizaba un lenguaje más cercano a los niños durante sus clases.
—En la división con decimales tenemos que estar muy atentos —decía, a medida que escribía el encabezado de un ejercicio en el pizarrón—, no sea cosa que nos olvidemos la coma en nuestras casas y nos dé cualquier cosa.
Acabó con el encabezado y tomó la lista del día.
—A ver... Ramiro, pasá al frente.
—¡Ay! ¡Por qué siempre yo! —se quejó él, poniéndose de pie con muy pocas ganas.
—¿Qué, siempre le toca a él? —preguntó inocentemente la maestra suplente, que apenas se conocía un par de nombres.
—¡Sí! ¡Siempre! —volvió a quejarse Ramiro.
—¡No, es mentira, señorita! —exclamó Jimena desde su banco—. Nunca pasa al frente.
Ramiro le hizo una burla con la cara, indicando que la consideraba una bocona.
Entonces, Damián, que jugaba con sus manos desde un buen rato, se animó a concentrarse en Ramiro y movió el índice sobre la espalda del compañero. Al instante, éste se sintió empujado hacia delante y tropezó, pero pudo mantener el equilibrio. Miró a sus espaldas, pero no logró advertir quién lo había empujado.
—¡Epa, Ramiro! ¡No sabía que tenías tantas ganas de pasar al pizarrón! —se burló ahora la maestra—. Tomá, acá tenés la tiza. Prestá mucha atención al ejercicio, que es de los complicados.
Todos se rieron a carcajadas y Ramiro enrojeció de bronca.
En la otra punta del aula, Juan Diego se reía, ocultando la cara entre sus brazos, al ver lo que Damián había hecho. Luego lo miró y le guiñó un ojo en actitud cómplice. Damián sintió su pecho colmado de alegría.
Ramiro garabateó unos números sin ganas sobre el pizarrón, equivocando claramente la resolución del ejercicio.
—¡No , Ramiro! —intervino Mauricio, siempre atento a las clases de matemáticas, que le encantaban— No es ocho, es cinco. Fijate...
—¡Bah! ¡Callate, traga! ¿Por qué no pasás vos, si sos tan inteligente?
Mauricio se mostró herido y desvió la vista, derrotado. Damián se enojó porque su amigo se dejaba pasar por encima de esa manera y, con sus manos proyectadas en la distancia, tocó la tiza en la manos de Ramiro y lo obligó a escribir algo en el pizarrón. Él miraba asustado como su mano se veía arrastrada por la tiza, pero no podía evitar que continuara moviéndose.
En el pizarrón apareció la leyenda: “soy un burro” y todos explotaron de la risa, incluso hasta la propia maestra.
—¡Ramiro! ¡Pero, mirá las cosas que escribís! —le dijo, doblada de risa en su banco.
Ramiro, a punto de estallar de la furia, salió corriendo del aula y escapó de la escuela tras los regaños y amenazas del portero Juan Carlos.
Inmediatamente, la maestra notó su falta y se llevó la mano a la boca.
—¡Qué hice! —se dijo— ¡Por esto me pueden echar!
Y salió corriendo tras el alumno fugado.
Juan Diego echó una mirada fulminante a Damián, con lo que le decía que no debía hacer eso nunca más. Damián se encogió de hombros, visiblemente arrepentido.
—¡Esa mujer puede perder el trabajo! —le reprochó Juan Diego a Damián a la salida de la escuela—. Tenés que ser más discreto al usar tus nuevos trucos. Así te pueden descubrir en cualquier momento.
—¡Tenés razón! —aceptó Damián—. Pero viste cómo trató ese pibe a mi amigo Mauricio. Se lo merecía.
—Es verdad —afirmó Juan Diego, cambiando su rostro por una sonrisa amplia—. Yo tampoco tolero las injusticias, y seguramente hubiera hecho lo mismo. Ese Ramiro es malvado. —Y acto seguido apoyó una mano sobre su hombro y ambos se alejaron de la escuela, charlando animadamente.
Mauricio y Mariana, que los veían desde lejos, se miraron maravillados y se encogieron de hombros, sin entender qué le pasaba a su amigo Damián.

Otra mañana, la del segundo miércoles del mes de mayo, los alumnos del sexto y séptimo grado se encontraron en la puerta de la escuela con expresiones alegres y ansiosas en sus rostros. Su ansiedad se debía a que aquel día realizarían la primera excursión desde que comenzaran las clases, rumbo a la Feria del Libro, que se realizaba anualmente en el centro de exposiciones de la Rural, en Palermo; y como toda excursión, generaba expectativas de diversión.
La directora Amelia Zorraquín era de la partida, así como la tutora Mariela Benitez, la maestra de música Marta Zokolov y la maestra de Lengua y Literatura Sofía Gamudio, que no se lo quería perder por nada.
Los dos cursos del turno mañana sumaban más de sesenta alumnos, por lo que debieron ser transportados en dos ómnibus alquilados para el caso. Dentro de ellos, y por más que las maestras intentaron aplacar los ánimos, se realizaron competencias de canto, bromas pesadas y hasta alguna que otra pelea por quién iría del lado de la ventanilla.
Naturalmente, al legar al destino, la directora juró que aquella sería la última vez que admitía realizar una excursión con ese grupo y que jamás ningún otro se había comportado tan mal. Algunos chicos se sintieron apenados, pero otros sabían que la directora decía lo mismo en cada excursión y no se preocuparon.
Bajaron en tropel de los vehículos y se pusieron en la fila de la puerta de entrada. Las maestras se afanaron por ir a la par de los chicos y que ninguno se les perdiera en el camino.
Los hicieron esperar un buen rato, luego de que la directora anunciara la llegada de su alumnado, y al fin les permitieron ingresar al recinto de la exposición.
Las maestras dieron claras instrucciones a los alumnos y un horario y un sitio donde debían reencontrarse para emprender el regreso. Al ser un lugar tan amplio y colmado de visitantes era imposible que todos se movieran en un único grupo, por lo que les dieron la libertad de trasladarse en pequeños grupos y de elegir cuáles puestos de exposición les interesaban más visitar.
Damián armó rápido un conjunto de diez chicos que compartían sus gustos, en el que estaban los Amigos del Misterio, varios chicos del sexto grado y el propio Juan Diego, quien se mostraba bastante más animado que cualquier otro día.
Cuando ingresaron a la recepción, una joven y muy bonita guía se presentó y les regaló un mapa del lugar, que les permitiría ubicarse y no perder ninguno de los puestos más atractivos. Los diez chicos se reunieron en torno a Damián, que sostenía el mapa abierto en sus manos.
—¡Acá dice que está Carrera de Locos! ¡Vamos para allá! —marcó Daniel Ferreira, uno de los de sexto grado, hincando un dedo en el papel, —. ¡Me encantan los acertijos!
—¡No, mejor vamos al stand de ajedrez! —opinó Mauricio, emocionado porque el papel decía que se podía jugar con importantes profesionales.
—A ver... Esperen —dispuso Mariana, sacando un lápiz de la nada—. Vamos a organizar esto. Marcaremos los lugares más lindos y después sorteamos el orden, así podremos ver todo.
Los chicos empezaron a señalar los sitios que más le atraían y pronto quedó el mapa plagado de círculos, cruces y flechas.
—¡Bueno, parece que son casi todos! —exclamó, anotando el último lugar en el mapa.
Entre los puestos más pedidos estaban los de historietas, los de ciencia ficción, los de aventuras, los de juegos de ingenio, el centro ajedrecístico y muchos otros. El sorteo, finalmente, indicó que debían visitar primero los juegos de ingenio, y se apresuraron por llegar.
El stand estaba repleto de chicos, y de libros y revistas con crucigramas, acertijos y problemas matemáticos. Más allá de que pocos pudieron comprar algunos ejemplares, la mayoría se llenó de folletos y de muestras gratis muy entretenidas. Mauricio encontró una en particular que le llamó la atención y que utilizó en el momento apropiado, justo cuando Juan Diego le hablaba al oído a Damián, vaya uno a saber qué cosas que le hacían sonreír.
—¡Miren, chicos! —dijo él, fingiendo tener mucho interés—. ¡Un test para saber quién de nosotros es un extraterrestre!
Damián le echó una mirada fulminante y Juan Diego sólo atinó a bajar la vista al suelo.
—¡Bah! Eso es aburrido —intervino Mariana, salvadora, que había notado las intenciones de Mauricio—. Este es mucho mejor. Hay que descubrir un nombre oculto, sumando las letras de todos nuestros nombres. Dice que, aunque hagamos trampa, en la hoja siguiente se adivina lo que pusimos.
Todos se volcaron sobre el juego de palabras de Mariana y olvidaron el test de Mauricio, para alivio de Juan Diego y de Damián. A partir de ese momento, éstos dos últimos se separaron un poco del conjunto y recorrieron la feria a una cierta distancia de los demás.
—¡Ahora es un buen momento para practicar! —le dijo Juan Diego a Damián, mientras caminaban detrás del grupo de amigos—. Hay muchísimos chicos acá y nadie se va a dar cuenta de nuestro juego.
—Es cierto. Probemos.
—Bueno, primero vos.
Damián se mordió un poco la lengua y trató de concentrarse, sin detener su marcha, extendiendo disimuladamente la mano delante de sus ojos. Luego de un buen rato pudo tocarle el hombro a su compañero Fabián, que se dio vuelta sorprendido, y al no ver a nadie cerca, continuó su camino como si nada hubiera ocurrido.
—Bien. Uno a cero —dijo Juan Diego—. Ahora voy yo.
Levantó su mano y enseguida despeinó a una chica que pasaba cerca. Ella le echó la culpa al viento y se ordenó nuevamente el cabello.
—Uno a uno.
Y así estuvieron jugando largo rato, abriendo libros, pellizcando chicas y haciendo muchas otras cosas que se les ocurrían poco dañinas para los demás y para ellos mismos.
La cuenta iba doce a doce y era el turno de Damián, y en su camino se cruzó Noelia, la más pequeña de sus compañeras de grado. Ella era una chica muy divertida y tan conversadora que parecía que nunca dejaba de hablar. Le encantaba charlar con sus amigas y eso más de una vez le había traído problemas en la clase. En ese momento cruzaba del brazo de Florencia, su amiga íntima, parloteando y riéndose a carcajadas.
Damián extendió su mano en el aire y trató de tocarle el hombro a la distancia pero nada ocurrió al primer intento. Se esforzó aún más, tratando de despeinarla, pero nada. Entonces se detuvo y se recostó sobre una columna. Desde allí podía concentrarse mejor. Volvió a intentar y volvió a fallar. Luego de varias pruebas miró desconcertado a Juan Diego.
—A ver, dejame a mí —dijo él.
Juan Diego se recostó al lado de Damián y se concentró en Noelia. Movió su mano, pero nada ocurrió. Sorprendido, volvió a probar y nada. Entonces tocó el hombro de Florencia y en ella sí tuvo resultados positivos, pero cuando probaba con Noelia no había caso. Era imposible tocarla en la distancia.
—¿Qué pasa? —preguntó Damián.
—No lo sé. Es la primera vez que me ocurre. No entiendo qué tiene ella de especial que no podemos tocarla.
—Mmm. Vamos a ver.
Y ambos se acercaron a las dos chicas, que husmeaban entre revistas de cocina y de trabajos manuales. Cuando los vieron acercarse se sonrieron y se ocultaron detrás de las revistas que estaban leyendo.
—Hola, chicas —saludó Damián.
Ellas se rieron como se reían de todo y respondieron tímidamente.
—¿Qué leen? —insistió Damián, al ver que no decían nada.
—Esto —dijo Noelia y le mostró su revista—. Es para las chicas, no creo que les guste.
—Sí, ya veo —le respondió, al tiempo que él y Juan Diego la miraban de arriba abajo para descubrir algo extraño.
—¡Qué les pasa! ¿Por qué me miran así?
—Me parece que les gustás —dijo, entre risas, su amiga Florencia.
—¡No! ¡No es eso! —se apresuró a decir Damián, todo colorado. Noelia simuló sentirse apenada—. Aunque tampoco quiero decir que no nos gustes... —se enredó—, quiero decir que no sos fea para nada... ¡ay! ¡No sé qué quiero decir!
Las dos amigas estallaron de la risa y se alejaron, dejando perplejos a los chicos y su comportamiento raro.
—No sé. No me doy cuenta —dijo Juan Diego pensativo—. Esa chica tiene algo, pero no sé qué es.
—¡Y bueno! —exclamó resuelto Damián—. Creo que tenemos que aceptar que el juego de las manos invisibles puede fallar.
Juan Diego lo miró y no dijo nada, no quería darse por vencido y se volvió para ver si podía tocarla ahora que estaba bastante lejos. Tampoco tuvo resultados.
—Puede que tengas razón —admitió—. No funciona con todos.
Y ambos se alejaron del lugar intentando alcanzar al grupo de compañeros que se dirigía al centro de ajedrez.
El lugar estaba lleno de chicos jugando, muy concentrados, y de padres y amigos que no hacían más que ir y venir, mirando aquí y allá, y mordiéndose la lengua por no poder ayudarlos.
Allí dentro se cansaron de hacer trampa, moviendo las piezas de los rivales y confundiendo a los maestros con sus trucos. Fue el momento más entretenido de toda la excursión y ambos lo disfrutaron en grande. Sin embargo, no pudieron ganar el partido más importante, que era contra un muchacho de dieciséis años que solía competir en torneos profesionales. Por más que intentaron todo tipo de argucias para cambiarle la posición cuando él miraba hacia otra parte, les ganó de una manera categórica. Jugaba demasiado bien y se conocía la mayoría de las variantes que el juego permitía. No era posible ganarle con trampas.
Entonces, Damián comprendió que en la mente existían dones superiores a los que él mismo poseía y que, muchos de ellos, se podían alcanzar del modo más natural y simple: estudiando.
La excursión llegó a su fin y todos coincidieron en que no alcanzaba un día para recorrer la feria en su totalidad. Y era esa misma sensación de no haber visto todo, la que los motivaba para planear visitarla al año siguiente.
Las maestras se sintieron orgullosas de oír esas cosas de boca de sus alumnos.

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